El ciclo político de Néstor Kirchner fue muy corto. Estrictamente duró menos de 20 años. La experiencia de su presidencia, desde que alguien lo nominó hasta que falleció poco después de finalizar su mandato, fue meteórica. Hay que hacer un poco aceite de las piedras. En esa etapa de su ciclo vital no hay cambios relevantes en su vida política; fue muy intensa del principio al fin, pero sin mayores contrastes.
Quiero comenzar trayendo a colación un diálogo sostenido en 2016 con Mario Wainfeld. Es un modesto homenaje a la memoria de mi amigo, y viene al caso. Mario acababa de publicar su libro – convirtiéndose en el principal biógrafo partisano de Kirchner. De sopetón, me pregunta:
- ¿Sabés cuántas veces me recibió Cristina?
- No, Mario, ¿cuántas?
- ¿Y sabés cuántas veces me recibió Kirchner? Siendo presidente, más de 30. Muchas veces me llamaba. Muchas veces me preguntaba cosas, se enojaba, me escuchaba. Eran diálogos sin joda.
NK no era un político que se entornara. Para mí hay una gran diferencia de estilos entre un político que se entorna y uno que no. Pero era además un político gente-dependiente. Se sentía particularmente vulnerable a la eventual falta de respaldo popular y se tomaba el lema “hacer lo que el pueblo quiere” más en serio que muchos, lo que supone una cuota elevada de irresponsabilidad política (me viene a la mente su conducta en el conflicto de las pasteras).
Pero NK era un político común; talentoso, pero no excepcional. Era un intuitivo afortunado, con buen golpe de vista. Hablo de fortuna en sentido maquiaveliano: la capacidad de captar cuándo está pasando la buena suerte delante de nosotros y no dejarla escapar; percibir la oportunidad y aprovecharla, y disponerse con alma y vida a lo nuevo que se ha abierto. NK era un político que reunía con la fortuna el empeño, la fuerza de voluntad. Era astuto, no sé si inteligente, tiendo a pensar que no, sin reticencias puedo clasificarlo como esquemático, carente de imaginación, simplista.
Está sin duda muy por encima de la media, de la mediocridad, no sólo de su generación, también de los primeros 40 años de nuestra era democrática. Pero no era nada extraordinario. No tenía visión, lo suyo era más bien oportunismo. Era un animal político maximizador del poder y del dinero, no un líder sobresaliente. NK era un gran político… del montón, con cierta audacia y gran capacidad de cálculo, y mucho sentido del poder, de cómo es “realmente” el poder. Poder que no le hubiera perdonado ninguna pasividad, de no ser así, no habría sobrevivido. Pero era un maximizador predador, un egoísta racional, como “todos” los políticos, casi por definición, lo son (aunque las excepciones, que nadan contra la corriente, contra las reglas del juego y la naturaleza del poder, no sean tan pocas). Si el político visionario vislumbra una puerta oculta donde los políticos comunes ven una habitación cerrada, como observa Ignatieff, no parece que NK haya ido muy lejos en ese tipo de percepciones.
Para una etapa de la política nacional en que, pasados el huracán de la década menemista, el neoliberalismo honesto de la Alianza, el colapso del republicanismo del Frepaso, el gobierno remendón de Duhalde, un peronismo de centroizquierda podía probar suerte. Hubo una grandeza política en Kirchner y fue esa: la visión de un inmenso proyecto de reparación social en clave justicialista. En términos de objetivos, ese fue su norte, la concreción de ese proyecto, el mejor posible para quienes habían quedado tal golpeados por el vértigo de tres lustros implacables, y el mejor posible para las ambiciones de un político de raza[1]. Y NK percibió que ese proyecto quedaría incompleto si no se abría el abanico justicialista de un modo innovador, que repusiera lo político sobre sus pies – esfuerzo que hasta entonces nunca había sido necesario – y que diera entrada a cuestiones cuyos públicos se venían considerando inadmisiblemente ninguneados.
Pero aterricemos; Kirchner estaba dominado por la desconfianza. La expresión “vos me vas a cagar”, una típica sicopateada porteña, no era infrecuente al dirigirse a sus subordinados (por las dudas; no hay mejor defensa que un buen ataque. “Yo no confío en nadie, ni en mis hijos” fue una confesión que parafraseaba a Stalin). Era sin duda proclive a las explicaciones conspirativas y sin llegar al extremo de lo paranoico, no le eran ajenas las “persecutas”. El poder y el dinero le importaban, pero la desconfianza por miedo a perderlos era el principio activo de sus acciones, el acicate para expandir su poder e incrementar la masa de dinero a su disposición, y tomar, o recuperar, la iniciativa, muchas veces mediante decisiones temerarias, para sentirse – quizás por un momento – más seguro. Hay testimonios que, tal vez exagerando, indican que NK concentraba todas las decisiones, que todo pasaba por él, excepción hecha de algunos terrenos muy delicados, en los que era crucial, para él, no saber nada. Y que delegaba poco. Pero para quien es víctima de su desconfianza, esto es muy lógico (Menem delegaba mucho; el vínculo entre política y confianza de ambos era diametralmente opuesto).
No cabe duda de que NK se empeñó en recuperar la política, que estaba en las diez de últimas cuando asume la presidencia. Mostró mucha habilidad para hacerlo y en gran parte lo logró (aunque, con el tiempo, su coalición terminaría haciendo trizas este logro). Cuando se sinceraba observando desde la Casa Rosada a una multitud de piqueteros – “a toda esta gente la tenemos que sacar de la calle en unos meses” – mostraba ser consciente de lo que importaba el orden público de modo que los ciudadanos dejaran de escupir a sus representantes. De hecho, reconstruir su liderazgo y reconstruir la política fueron todo uno. Los reiterados desaires a Eduardo Duhalde no eran justos, pero la ingratitud estaba enderezada a ser percibido como un producto de sí mismo. No le debía nada a nadie; no era cierto. Un clásico.
Kirchner sabía que construir su poder requería conquistar sin disputa la iniciativa y puso un empeño a la altura de las circunstancias. Hizo un esfuerzo por marcar su presencia en todas las áreas posibles, incluyendo el tallado de un perfil de político no convencional (cuando en realidad lo era), y pluralista (cuando en realidad no lo era). La agenda de la Transversalidad apuntó a ello (y con éxito. Hacia marzo de 2004 NK contaba ya con una mayoría bastante segura en ambas Cámaras, sobre la base del PJ pero apuntalada por la Transversalidad). Llego hasta aquí en el reconocimiento de las dotes políticas de Kirchner. Sacó, en gran medida, al estado y a la política de una situación de gran fragilidad, de la que era plenamente consciente; pero escogió, para hacerlo, formas con las que, al cabo, malogró sus realizaciones: organizó una coalición en los cauces conducentes a su inestabilidad. En su presidencia dejó establecidos los mecanismos de la ulterior erosión de lo conseguido. Kirchner se propuso restablecer la dañada autoridad presidencial mediante una serie de actos nítidos; no obstante, lo hizo de modos contradictorios. El mismo día en que ordena al general Bendini que descuelgue los cuadros de dictadores uniformados, pide “perdón en nombre del Estado por la vergüenza de haber callado tantas atrocidades durante veinte años”. Así mientras por la mañana reconstruía, como jefe de Estado, la autoridad presidencial mediante una acción de fuerte intensidad simbólica (y audaz, aunque calculada con precisión en sus detalles), por la tarde, más allá de la crasa inexactitud de su afirmación, siembra las semillas de la descomposición estatal al personalizar al Estado, identificándolo con sí mismo (y dejando fuera, no solamente a Alfonsín, sino a la clase política en general, deliberadamente). El mismo mecanismo se presenta en otros campos. Al negarse a dar crédito a las advertencias de Lavagna y destituirlo, restituye la política en su lugar central (como gustan decir los jóvenes y no tan jóvenes K), y pone en caja a la economía. Pero al internarse en una trayectoria insostenible, afectada en su credibilidad (su primera decisión temeraria en el campo económico), incuba tormentas futuras, con lo cual la autoridad estatal es socavada.
Kirchner no tenía carisma y ni recursos para suscitarlo en sus seguidores, para que las masas se lo confirieran. Nunca fue un político de carisma; el hecho de que no fuera un buen orador, sino más bien un hablador destemplado, es concurrente. Ya se sabe, el carisma no se tiene, es otorgado, pero hay siempre algunos requisitos, imposibles de sistematizar, que él no tenía y lo sabía. Un indicador de esta carencia es que nunca le fue demasiado bien en las elecciones. NK sabía que su capital político era limitado, porque no estaba anudado por identificaciones de largo plazo, por el lazo carismático. La conciencia de adolecer de estas vulnerabilidades lo impulsaba a ser temerario. Este problema tuvo consecuencias en la política, en la gestión presidencial: lo empujó a ser ansioso, a elegir, siempre que pudo, el corto plazo. Este sobreesfuerzo redondeó sus capacidades de liderazgo. Porque liderazgo sí tenía; supo adquirirlo, sabía cómo, conservando, administrando en general los peores medicamentos políticos. Empleaba su obsesión, su capacidad de suscitar temor, las prácticas que se derivaban de su desconfianza, pero también sabía escuchar y hacer buenas preguntas. Hasta cierto punto, el liderazgo se consolida cuando, para funcionar, los seguidores no saben a dónde están siendo llevados; NK parcialmente lo logró.
Hay una estética inclusive, la de Kirchner es la de un político nervioso, sin perfil carismático. Miremos su fotografía, o hagamos memoria. Comparemos con las fotos del general o las del Turco. Digo general o turco porque a NK le decían Lupín. Suena para un zorro pero denota cierto menoscabo, Lupín, lejos del Zorro Roca. Beatriz Sarlo, siempre atenta a la estética política, marca el contraste entre las oratorias de Chávez y Kirchner; mientras considera a Chávez un excelente orador populista, en NK no ve ese talento.
Hay una circunstancia que debe ser pensada (envuelta en cierto misterio): la compañía política; la conjunción Néstor y Cristina está tan naturalizada que no es raro leer “el matrimonio presidencial”. ¿En qué consiste un matrimonio presidencial? ¿Fue, este, un liderazgo bicéfalo? Es imposible no relacionar esta cuestión con la decisión de NK de no procurar sucederse inmediatamente. Como fundamento estratégico, neutralización del peligro del pato cojo, no me resulta claro. No hay un argumento del todo persuasivo. ¿O se estimaba que Cristina tendría más chances electorales que él? Dudoso. Lo llamativo es lo poco que se habla del tema. Wainfeld no le dedica ni un renglón. Le doy algún crédito a una hipótesis casera: una exigencia imperativa (un compromiso de allá lejos y hace tiempo), o una disposición interior, racionalizadas. En el anticlímax de un episodio importante en presencia de los colaboradores más próximos, Cristina le dice a Néstor asertivamente: “bueno Néstor, ya tuviste tu plaza, sos feliz. Te felicito. ¿Y ahora qué hacemos? Porque te recuerdo que no vinimos aquí solamente para esto”. El que quiera entender que entienda.
Pero, comenzada la presidencia de Cristina, ¿Néstor siguió ejerciendo funciones de jefe del Ejecutivo? Eso es ridículo. En sistemas presidencialistas, no mandan dos; el gobierno es unipersonal. Y ambos tenían sus bazas, la convivencia política en perfecta igualdad no era posible. Eso se manifestó en la primera crisis grave que enfrentó Cristina, la del campo; tras el voto en el Senado, NK hizo bastante más que una presión para que CFK renunciara. Cristina no tenía la menor intención de hacerlo, y no lo hizo. ¿Pensaba Kirchner en el clamor “espontáneo” de una multitud? Lo dudo.
Es bastante claro que la estrella de NK se estaba apagando, con lentitud, luego de esa crisis y probablemente se habría apagado de cualquier manera sin ella. Como sea, la relación política dentro del etéreo matrimonio presidencial tendría la marca de una pugna soterrada, no de una dulce armonía matrimonial. Y había buenas razones.
Kirchner era un político hábil, pero en ocasiones no se desenvolvió con destreza. Provocar al campo del modo en que CFK y NK lo hicieron fue una torpeza; eso es obvio. Pero a medida que el conflicto escaló, Néstor parece haberse emperrado. Podría haber impedido que Cobos se proyectara como un héroe opositor (y que la Concertación Plural se hiciera trizas). Prefirió que quedara como un traidor (el cálculo fue errado). Pero esta decisión de NK es ilustrativa de que no era un gran político, populista o no. No es que CFK y NK se negaran absolutamente a negociar, pero mantuvieron un talante rígido cuyas consecuencias fueron la movilización y la unificación de la protesta. Y la postrera exigencia de NK de retirarse del gobierno muestra que no era un héroe weberiano, el político del “sin embargo”.
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Tras esta introducción, organizaré el texto en cuatro secciones. Las tres primeras focalizadas en rasgos de relieve de NK como líder político. La última presentará algunas conjeturas sobre lo específico del paso de Kirchner por la historia.
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* Examinemos primero el toque de la Diosa Fortuna: las condiciones del acceso al gobierno y de la preparación de una base socio-electoral para su ejercicio. Néstor llegó a ser candidato by default, o si se prefiere, de chiripa, como un imprevisto. No es, simplemente, que lo haya designado Duhalde. Daba, aunque trémulamente, para el papel. Un diálogo entre Carlos Reutemann y NK, pocos meses antes del lanzamiento de la candidatura del segundo por Duhalde ilustra el punto.
- ¿Vos te vas a largar, Carlos?
- ¿Este año? No, no.
- ¿No? ¿Por qué?
- Porque este es tiempo para centroizquierda, no para centroderecha. Largate vos, Néstor, largate tranquilo.
Probablemente sea auténtico. Es como un documento histórico, al que hay que sacarle el jugo. A mí me habla de unas mentalidades, nada excepcionales, de astucia y cinismo. Por debajo de aquello que distinguía los talantes políticos de los interlocutores, hay una base común, uno diría: “hay que servir al pueblo… ¿a quién le toca ahora la pesada tarea?”. Para saberlo hay que meterse un dedo en la boca y averiguar para dónde sopla el viento. Las orientaciones son intercambiables, pero hay una constante, siempre se eligen para servir al pueblo. Se trató de un diálogo entre auténticos peronistas. Puestos en los zapatos del general, dirían: ¿agnosticismo ideológico? De ningún modo. El pueblo no se equivoca, hay que saber interpretarlo y conducirlo. Llevarlo a donde quiere. Esa es nuestra responsabilidad. No estoy ironizando, es un rasgo común en los populismos: en la cúspide un líder indisputado les dice a todos que la verdad se encuentra en el seno del pueblo.
¿Tenía NK credenciales de centroizquierda? Me parece que no, más bien Reutemann le sugiere, o le confirma su intuición: ese traje te sentaría bien. Darías el physique du rôle, físico y emocional[2].
Lo demás lo sabemos, Néstor fue candidato tras descartarse a sí mismos otros posibles como Macri y Reutemann[3], o fueran descartados por Duhalde, como el cordobés De la Sota, quien presuntamente “no levantaba en las encuestas”. Aunque no sería justo creer que NK había estado hasta entonces papando moscas. NK y CFK ya se preparaban para pelear por la presidencia muy en serio cuando todavía fuera de Santa Cruz los conocían muy pocos. Por supuesto que su llegada en el 2003 fue una carambola, se acortaron inesperadamente los tiempos, pero Kirchner abrigaba ya un interés genuino en la Presidencia. En esencia, cuestión de voluntad, precisamente esa fuerza de voluntad le permitió percibir que la oportunidad había llegado adelantada y no debía dejarla pasar. El contraste que lo ejemplifica es, exactamente, la apatía de Reutemann. Fue, la de NK, una decisión de inspiración muy clara: no es mi mejor oportunidad, es ahora o nunca.
Su gestión presidencial llevará la impronta definida por las condiciones del nacimiento de su candidatura. Había llegado sin construirla, precipitadamente, y las consecuencias lógicas serían la desconfianza y el temor. Desconfianza hasta de su sombra y temor a que la torre de su poder se derrumbara.
Pero comencemos; a NK no le costó mucho, en medio del caos nacional, hacerse fuerte en la metáfora de la llegada. Llegaba desde una provincia lejana y casi desértica, dejada de la mano de Dios, del sur patagónico, del trabajo duro y la piel curtida. Nadie debe haber tomado muy en serio la metáfora, pero nadie podía refutarla y de algún modo funcionó: Kirchner era, antes que un hombre del peronismo, un hombre del sur. Ayudó la fractura del sistema representativo y el rechazo predominante hacia la política. Néstor tenía a su favor ser un extraño, un ajeno, estar limpio. La veracidad de estas impresiones no importa. Eran verosímiles.
Su paso inicial por el qualunquismo fue breve, no muy convincente; pero era su primera sintonía con una sociedad de expectativas algo contradictorias: esperaba, no más gobierno, pero sí más normalidad, un respiro de la angustia y la incertidumbre. Mientras se preparaba a toda marcha para iniciar la navegación en un mar de mil peligros, Kirchner se puso las ropas del hombre común que dejaría poco después: “no solicitaré cheques en blanco. Soy un hombre común con responsabilidades importantes…”.
* Pero abordemos ahora el segundo tema: la organización de su coalición política. Kirchner asumió la presidencia sin nada. Carecía de vínculos sólidos con los principales actores populares y de compromisos sea partidarios, sea en el mundo de los intereses. Tuvo que ganárselos. Pero los recursos para esto estaban. Básicamente, emitió en una sintonía radicalizada que fue al encuentro de los sectores más contrapuestos con la era menemista, la convertibilidad y la Alianza, y mejor dispuestos a acudir a este llamado.
El contexto estaba dado por dos dimensiones concurrentes: los rasgos críticos de la situación argentina por sí mismos, y el legado del gobierno previo. Sobre la primera dimensión, los movimientos telúricos aún se estaban sintiendo en una economía y una sociedad fragmentadas, en lo social y en lo político. En la llegada a la Presidencia este fue un recurso para NK, porque amplió el abanico de acciones posibles (sin él, podría haber alcanzado igualmente el gobierno, pero condenado a una gestión inexpresiva). Sobre la segunda dimensión, debe admitirse que Duhalde no legó, a su sucesor, una pesada herencia. Duhalde le hizo a Kirchner el aguante en el peronismo de la provincia de Buenos Aires; siquiera debido a sus propias ambiciones: NK era su ahijado. Por otra parte, los códigos peronistas no estaban para un golpe callejero contra un presidente peronista. Como rareza en la política argentina, NK recibió de Duhalde a un ministro de economía, además del bastón presidencial. Lavagna, en esa incierta transición, era imprescindible. El timón económico del navío debía seguir en sus manos, con rumbo bastante ortodoxo de equilibrio de las cuentas públicas, tipo de cambio alto, renegociación de la deuda, y contención de la inflación. Las presiones por la recuperación de los ingresos partieron de un piso muy bajo y fueron contenidas por el desempleo (entre 2003 y 2005 el producto crecería 27% y el empleo 10%). Duhalde había trabajado en la reparación de un país en ruinas, avanzando en un ajuste indispensable; esto era bueno, pero privaba a NK del trampolín clásico de refundar desde un punto cero lo que estaba destruido. Aunque él encontraría su propia versión de este recurso (versión que incluiría el borramiento simbólico de Duhalde, Alfonsín y Menem).
El navío que timoneaba ahora Kirchner parecía haber dado un giro de 180 grados; la refundación miraba al futuro y la regeneración lo hacía al pasado. Sí, hacia el pasado porque de lo que se trataba, y podía percibirse, aunque no fuera muy explícito, era de un regreso: a una amalgama de pasados peronistas. Y estos pasados que iban siendo iluminados se recortaban nítidos y en contraste con otro pasado que nada tenía que ver con el peronismo, la Argentina neoliberal de los tiempos de Menem.
La coyuntura inicial era en suma relativamente favorable, pero el único activo político de NK estribaba en el incierto respaldo que hipotéticamente brindaría su padrino, no sólo a la maquinaria de la política económica de equilibrio hiper expansivo, sino también en lo político. No es que NK confiara en Duhalde, pero era lógico pensar que, dado que el ex presidente lo había consagrado, cierto interés en que el nuevo navío presidencial no naufragara iba a tener. Pero eso parecía poco; en todo caso, aprovecharlo o no dependería de otras circunstancias. Y una circunstancia ya le había jugado en su contra: la puñalada trapera que le había asestado Menem casi como una despedida de la política. No haré el listado de pros y contras del inicio de la presidencia de Néstor; suena artificioso, además de aburrido. Pero una imagen de cierta neutralidad, de estar por fuera de las disputas internas le daba una ventaja, para conseguir ser escuchado, en relación a cualquier otro político peronista.
No obstante, el elemento clave es el de la composición coalicional. Obviamente, la conformación de la coalición y los rasgos del liderazgo están estrechamente relacionados. La comparación es en esto el método más seguro. En un punto el liderazgo de NK está en el polo opuesto al de Franklin Roosevelt. Aunque esta comparación parezca rara, la sostengo, agregando que, por caso, el liderazgo de Menem está más próximo al de Roosevelt que al de Kirchner. Menem y Roosevelt tuvieron que tirar del carro de los componentes de sus propias coaliciones socio-electorales. Roosevelt bastante en el caso del New Deal, y mucho en el de la entrada a la Segunda Guerra Mundial. Tuvo una habilidad increíble para llevar a la guerra a un país que no quería ir. El caso de Menem lo conocemos todos. Gran parte de sus problemas de gobierno radica en lograr el acompañamiento de una densa y heterogénea base popular… en conjunción con actores y sectores dominantes, ajenos al mundo sociopolítico peronista. El liderazgo de Kirchner es muy diferente a esos casos. Básicamente, él no precisó arrastrar a nadie. Las piezas estaban listas, lo supieran o no, y él lo que tuvo que hacer fue armar el rompecabezas. Exagerando un poco, digamos que la forma de la coalición estaba prefigurada. Esto no significa que Kirchner haya vivido esos tiempos respirando los aires del éxito. No; lo dicho vale como explicación ex post. Mientras crecía su base política, Kirchner vivía, como hemos señalado páginas atrás, en el temor de que se desplomara como una torre de naipes. Con el corazón encogido por la pesadilla de que la popularidad se deshiciera en el aire. Eso no sucedió. Y quizás todo esto haya tenido consecuencias de largo plazo, porque el miedo lo impulsó a ser valiente, mejor dicho, a ser temerario. Para Kirchner fue tan fácil armar su coalición como sería difícil corregir su rumbo, más adelante, porque la temeridad lo llevó demasiado lejos.
Sabemos que una vez en la Presidencia Kirchner se apresura a construir una base múltiple de recursos de gobierno. Remueve y renueva la Corte Suprema de Justicia, afirma la autoridad presidencial sobre las FFAA, se dirige a sus prosélitos desde la ESMA, sale decidido al encuentro de los desempleados (que entre enero y abril de 2003, habían organizado 70 actos masivos de protesta en la Capital), etc. y lanza, al cabo, la propuesta de Transversalidad, enderezada a erigir una base partidaria no opuesta pero sí independiente del Partido Justicialista. Con esas acciones y otras imperativas, Kirchner llena un vacío: logra una encarnación de su presidencia y una respuesta al interrogante sobre la gobernabilidad. Elige, pulsando esos instrumentos, una melodía muy conocida por todos los argentinos siempre asociada a las letras variables oportunas para cada caso: la melodía de la refundación. La refundación, el renacimiento argentino, la regeneración del cuerpo y el alma nacionales, tan dañados.
Así lo dicen los papers, y está muy bien, pero ¿hay ahí alguna hipótesis sobre de dónde extrae NK los recursos para construir esos puntales de liderazgo y gobierno? No. Yo no la encontré al menos. Queda algo sin explicación. La mía es que los recursos previos a esas tareas, los recursos de los que se valió para hacerlas, dimanan de la disponibilidad de los componentes de la coalición en potencia. Estos recursos estaban en disponibilidad porque ya estaban formados, y convocarlos no fue demasiado complejo (desde luego, la palabra disponibilidad me hace deudor de uno de los padres de la sociología argentina, Gino Germani). De esos recursos disponibles, de una convocatoria exitosa (facilitada por la genuina sorpresa de algunos de estos sectores cuando el nuevo presidente los busca y les dice lo que querían escuchar), obtuvo Kirchner la fuerza para la tarea de composición coalicional, que consistió más en reunir, juntar las partes, tarea en la que puso en juego sus bienes políticos, como la Presidencia, y sus dotes personales (sean voluntad, cierta audacia, capacidad de liderazgo, de escucha). La suya fue, en esencia, una tarea presidida por la disposición, y no, como en el caso de Roosevelt o Menem, por la reticencia, de los destinatarios, a la convocatoria a integrar la coalición de gobierno. Esto no se limita a los actores y organizaciones económicos y sociales, de perfil corporativo o no, formales e informales, y a extensos grupos sociales y/o generacionales, en condición de vacancia, por no decir orfandad (a lo largo de estos años, el avance en el desarrollo de eficaces mecanismos de administración de los pobres, incluyendo la terciarización de programas sociales, sería incontenible); incluye, como un potencial activo de gran relevancia, al campo peronista. Es cierto que en 2003 Carlos Menem había hecho una elección impactante, pero su desistencia lo decía todo; atado a él, los peronistas se arriesgaban a hundirse con él. El respaldo, o la aquiescencia con el nuevo presidente, nos mostró una vez más la maravilla de la que los peronistas siempre fueron capaces, desentenderse en muy poco tiempo de fragmentos incómodos de su pasado. Así, de la mano de NK, se convencieron a sí mismos de que el peronismo no había tenido nada que ver con Menem y su “neoliberalismo”. La convocatoria a la Transversalidad fue posible porque las grandes y pequeñas tribus peronistas estaban regaladas, en especial cuando percibieron la declinación de Duhalde y la potencia creciente de NK (si la Transversalidad se ideó para que el presidente se sintiera al abrigo de las amenazas “pejotistas”, las elecciones de 2005 mostrarían que no hacía falta). De todos los componentes en disponibilidad, fácilmente identificables, mencionaré apenas uno: el contingente de empresarios que estaba a la espera de hacer fáciles y turbios negocios con un sector público que ahora tenía dinero y cuyas oportunidades se habían expandido en el marco de las grandes reformas de los 90, desde la Corporación de Puerto Madero, la construcción, el transporte público, a los peajes, YPF, las regalías petroleras, las líneas aéreas, el juego y ciertamente los bancos provinciales. El gobierno no revirtió las privatizaciones de los 90; escogió selectivamente grupos económicos domésticos en sectores estratégicos, y este “empoderamiento” que incluyó asistencia financiera y nacionalizaciones ensanchó la coalición y generó, todo en una, oportunidades de corrupción. En un juego asimétrico en el que muchas veces (como fue el caso de la construcción) la parte del león la llevaba la política, que estaba en condiciones de tomar las decisiones.
Es cierto que la retórica ideológica que cubrió esta experiencia que parecía tan exitosa, fue más la de que Argentina estaba volviendo a formar parte de la vanguardia de países que daban vuelta la página del neoliberalismo que la retórica ideológica peronista. Para salir de sus infiernos, una vez más, la Argentina vivía su experiencia como viaje hacia el paraíso. La débil presencia de dirigentes peronistas se explicaba en parte por el deseo de conjurar la sombra de Menem. Y una proporción sustancial de ese conjunto estaba integrado por su elenco de funcionarios de extrema confianza formado en San Cruz. Pero la relativamente baja presencia de peronistas encuentra su explicación principalmente en que la cúpula kirchnerista (quizás más CFK que NK) anhelaba algo nuevo, una mixtura superadora (del legado de “ese viejo de mierda”), en la que los componentes no peronistas tuvieran un lugar más expresivo. La referencia de los distintos pasados peronistas, ya mencionada, cobrará una naturaleza proteica; los desaparecidos, por ejemplo, podían ser tanto combatientes revolucionarios como compañeros peronistas, los derechos de la mujer una conquista de Evita tanto como un logro de la militancia feminista contemporánea. Y con cierta artificialidad, a veces, se etiqueta al kirchnerismo como edificado sobre una base de centroizquierda en términos empíricos, diferenciado del tan pragmático partido justicialista.
A la larga este perfil se mostró de resultado imposible. Los “nuevos”, fueron cooptados, permitieron la partidización de su discurso, se involucraron en la lucha interna y externa al kirchnerismo, y perdieron ímpetu innovador. Las nuevas políticas públicas estuvieron acompañadas de designaciones que materializaron la cooptación. En paralelo, se reedificó una suerte de estado de bienestar sobre bases aún más precarias que las del peronismo clásico, pero aún más perdulario. Y tortuoso en su diseño. Las iniciativas públicas enderezadas a la creación de empleo y la reforma del sistema de pensiones (esta última impulsada por poderosas necesidades fiscales) son dos pilares de esta reconstrucción.
Por todo esto la coalición kirchnerista fue básicamente pacífica. En sus comienzos, el gobierno no dejó de alentar moderadamente la conflictividad laboral, que podía ser resuelta con un bajo nivel de respuesta de los empresarios, camino a la consolidación de una alianza de hecho entre NK y la CGT. La agenda “neoliberal” de flexibilización laboral fue relegada. Nítidamente, todo esto formó parte del rompecabezas coalicional que las organizaciones sindicales integraron con disposición favorable. Kirchner logró asimismo articular a las organizaciones de desempleados; de este modo, la coalición abarcó tanto a sectores formales como informales del mundo del popular, apretujados en el navío pese a la comprensible desconfianza recíproca.
La de estos primeros cuatro años del ciclo K fue así una nueva y tenue experiencia populista – la de NK, no la de los años siguientes –, un populismo light. ¿Oxímoron? Obviamente no. Las interpelaciones de NK a las Madres de Plaza de Mayo y a los veteranos de Malvinas, también hacen patente la percepción de vacancia y disponibilidad; Kirchner no hizo una cadena de equivalencias (del léxico de Laclau) y un trazado de una frontera sino un bricolaje. No hizo, tampoco, de una postura anti élites, contra los partidos, una piedra angular de una política populista; en este terreno no pasó de una gaseosa ambigüedad, se manejó con cautela, fue más significativa la omisión, que realzó su cortejo a los piqueteros, a las Madres y Abuelas, que la acción confrontativa.
En sentido estricto, se trataba de una coalición de ganadores: básicamente todos eran destinatarios de beneficios y no era necesario que el liderazgo negociara con ellos o los persuadiera de que debían pagar costos para obtenerlos, sea en el corto sea en el largo plazo.
La retórica de NK, salta a la vista, fluía en sintonía con ellos, tanto con los viejos (peronistas), como con los nuevos (peronistas, y otros). No se les pedía un trade off, ni un arreglo intertemporal; a los dirigentes sindicales un poco puede ser (nada de paros generales) pero a la base popular no, y tampoco a las organizaciones sociales y a las expresiones, como las organizaciones de derechos humanos, novedosas dentro de la esfera de un gobierno peronista. Pudo ser así porque NK asume en un momento específico del ciclo económico, fraguado por Duhalde y Lavagna. Una política económica que necesita lo que las organizaciones y los sectores populares necesitan: empleo y consumo, reactivación y reutilización de la capacidad instalada (en ese contexto, la paz social fue un bien colectivo). La principal base político-electoral fue el PJ aún antes del desplazamiento completo de Duhalde. Si esto contribuyó a limitar la radicalización, facilitó también la abundancia de alicientes (por vía de las estructuras estatal-partidarias) y la suavización de los constreñimientos. Todo converge en un punto: Kirchner fue demasiado lejos en esa trayectoria. Los demandantes – en lo material como en lo simbólico y en sus solicitudes específicas (caso de las Madres) – partían de un punto extremadamente bajo y precisaban mucho; y a medida en que NK otorgó lo que precisaban, asimismo crecieron sus expectativas – el propio Kirchner las estimuló bastante. NK, convertido a esa altura en el alfa y omega de la reparación, quedaría atrapado en una política temeraria.
A la postre la ejecución generalizada y exitosa de estos mecanismos (cooptación, políticas orientadas al respaldo, incentivos, etc.) resultó muy cara. Probablemente esto no se deba al hecho haber conjugado las fuerzas convocadas en una orientación común y que respondía a sus expectativas (en lugar de optar por formar sus expectativas a través de distintos expedientes de coerción y persuasión, que desde luego también habrían sido costosos, aunque quizás menos, y un are político superior). El precio que se pagó – catastrófico, al cabo – fue debido a la desmesura, especialmente en el terreno económico-fiscal. La coalición así organizada, la coalición de hacer lo que el pueblo quiere, fue tan exitosa en su armonía como en su rigidez. A la hora de tomar decisiones cruciales, el timonel se hizo una composición de lugar: lo único que podía y debía hacer era fugar hacia adelante. El navío se internó así en la bruma y se aproximó a unos promontorios rocosos semi-sumergidos. Pero destaquemos, cerrando este apartado, dos puntos.
Primero, que la situación del país era peculiar; el pivote de la coalición no se vio frecuentemente expuesto a la necesidad de dirimir controversias, mediar, ajustar o redefinir intereses o arbitrar. Había dinero a la mano y demandas que partían de umbrales tan bajos que todo podía arreglarse. Sabemos que esto no duró tanto; ya desde el desaguisado con el Indec, y apenas comenzada la presidencia de Cristina, aun antes del conflicto con el campo, era patente, para muchos observadores, la insostenibilidad. Pero la presidencia de Kirchner fue relativamente tranquila.
Segundo, el éxito de NK no se circunscribe a la capacidad de consolidar su liderazgo presidencial sobre la base de una coalición que en algún momento pareció estable. Comprende también un logro más singular, el de fundar las bases de un nuevo ciclo político peronista. Si se cuentan la Renovación y el menemismo, el kirchnerista fue el tercero desde 1983. Por sus frutos los conoceréis. Adelantando el argumento, observo que el kirchnerista fue el ciclo más prolongado y el más rupturista. Y el que dejó marcas políticas, ideológicas y culturales más perdurables. Ese extraordinario impulso inicial, en el que todo parecía posible, tuvo efectos muy duraderos. Y, cuando el vínculo entre el gobierno y ciertos actores sociales decisivos (v.g. gran parte del ruralismo productivo había votado a Cristina) se encrespó, seguir adelante sin un golpe de timón parecía conveniente: la 125, la fundación de La Cámpora y la creación de Carta Abierta son iniciativas casi simultáneas.
* Vamos ahora a la gestión política de la economía. Pablo Gerchunoff (abril de 2023) encuentra las raíces del problema no tanto en la economía social sino en el diagnóstico político sobre la misma elaborado en vísperas de la sucesión de 2007. Gerchunoff describe una percepción ingenua sobre los tiempos necesarios para una reversión de la fragmentación social. NK y CFK comprobaban que “sus indicios… habían cedido un poco con el crecimiento empinado, pero no habían vuelto atrás por completo ni mucho menos”. Ese fue “el origen de un miedo obsesivo: perder el poder y el caudal político que habían sabido conquistar con relativa rapidez, a fuerza de audacia, astucia y tasas de crecimiento chinas”.
El miedo obsesivo a perder el poder encuentra sus orígenes – ya lo hemos discutido – en los comienzos del gobierno de Kirchner; pero a finales del mismo se avivó el fuego. El diagnóstico de los K que propone Gerchunoff es plausible. Una alarma por que el propio peronismo, tanto sindical como territorial, les exigiera una rendición de cuentas. El julepe fue tan real como real fue el optimismo de los primeros pasos. Los dos tuvieron mucho de infundados. Era ilusorio esperar que la fragmentación social desapareciera con políticas económicas hiper expansivas, y exagerado, tras cuatro años de moderado éxito, alarmarse con la posibilidad de que partido y sindicatos les reclamaran que Argentina aún no hubiera llegado al futuro del pasado dorado del peronismo.
Pero fue en el contexto de esa alarma común a presidente saliente y presidenta entrante, cuando la política económica kirchnerista, fundada en una razón inicial comprensible, se dislocó. Se inaugura así la fase de populismo radical del kirchnerismo. No es ajena al propio Kirchner, pero marca apenas su borrascoso final. Se trató de otro modo de volver al pasado innovando marginalmente, y no de innovar volviendo marginalmente al pasado. Una sucesión de decisiones radicalmente populistas conmoverá la política argentina. Si Menem había sido un innovador que empleaba marginalmente el pasado, con suerte dispar, Kirchner era alguien que buscaba volver al pasado, innovando en el margen.
Tuvo lugar una expansión descomunal del gasto público orientada a aliviar a los argentinos que continuaban a la intemperie. Pero la enorme magnitud de los subsidios de las tarifas públicas tendría además un sesgo de irracionalidad distributiva a todos los niveles de gobierno. Se repite la lógica de un estado que conspira contra sí mismo, ya que pari passu con su expansión crecían su turbiedad y su vulnerabilidad a la corrupción. La innovación kirchnerista – las políticas fiscales cuya sustentabilidad quedaba en entredicho – y la política del peronismo clásico apenas aggiornada, constituían ahora los principales ingredientes de la fórmula de gobierno de la economía. Por fin, el desenlace del conflicto con el sector agropecuario arrojó mucha más luz, a los ojos de la sociedad, sobre las dificultades abiertas.
Pero a mi entender NK ya se había adentrado en un callejón sin salida. Otros autores dan una versión mucho más benigna sobre la gestión kirchnerista. Por caso, Etchemendy y Garay dicen: “hacia 2008, gobernando ya Cristina Kirchner, la estrategia macroeconómica comenzó a debilitarse, principalmente como resultado del aumento de la inflación doméstica fogoneada por los precios internacionales de commodities y alimentos, el creciente gasto público y lockouts de productores rurales. Así la inflación doméstica comenzó a erosionar el principal pilar del modelo macroeconómico, a saber, la tasa de cambio subvaluada y estable”.
No encuentro convincente esta aproximación, pero ella no impide percibir que la encrucijada comenzó temprano a configurarse, durante la administración de Kirchner, con las decisiones tomadas en la coyuntura de 2005, desde la salida de Lavagna, cuando despuntó la inflación y se decidió descartar la constitución de un fondo anti-cíclico (estrictamente, el fondo fue creado pero no pasó del papel) y seguir un rumbo más sustentable que pusiera la economía al resguardo de crisis como la de 2008, que más tarde o más temprano se presentarían.
Se puede comprender, por ende – temiendo encolerizar tanto a tirios como a troyanos – que todo esto nos esté saliendo tan caro.
* Intentaré, ahora, abordar al Kirchner de la existencia (qué veo de ella, al menos), sin extraviarme en sus insondables esencias. No me ha resultado fácil, y procuro con alguna coherencia lo que captado.
Beatriz Sarlo es autora de un libro temprano sobre Kirchner, La audacia y el cálculo. El título dice mucho sobre su contenido, pero ¿son esos dos sustantivos convenientes para dar cuenta de su obra? En parte sin duda.
Ciertas acciones tenían bastante de las dos cosas. Deliberadamente, NK se empeñó en trazar líneas divisorias bien marcadas entre pasado y futuro, parteaguas entre ellos y nosotros; se empeñó en hacer nítido que él era el presente, que encarnaba ese cambio. ¿Todo político lo hace? No, pero en la política contemporánea, en su propio arrasamiento, es algo común este movimiento que compone pasado y futuro, un campo legítimo y otro que no lo es, y un actor que encarna el trazado. Quizás derechos humanos sea el tema más visible de la etapa fundadora de NK (su conducta aquí fue directamente obscena). Pero no fue el único. Otros fueron poder judicial, Malvinas (sus héroes, la remalvinización), y también inseguridad y orden público. Sin duda NK es el padrino político de los veteranos (un caso perfecto de oportunismo). También su manejo de los piqueteros y su actitud nefanda en relación a las protestas de Gualeguaychú. Tulio Halperín Donghi decía, en tiempos de Duhalde, que al estado se le reconocía legitimidad en el monopolio de la fuerza a condición de que esta no fuera empleada; Kirchner parte de ahí convirtiendo el control en un activo y sofisticado arte de manipulación de concesiones, destinadas a potenciales seguidores que para eso estaban disponibles. Una marca definitiva del ciclo K. Carlos Escudé estaba por entonces muy comprensivo con el presidente. Había que hacer cómo si se gobernara un país que se temía ingobernable.
Esta recurrencia revelaba a mi juicio más cálculo que audacia; más cálculo, sí, pero en el marco de una política temeraria. Los destinatarios se podían dar por descontados para lo que NK ofrecía, que era un pleno reconocimiento y una agenda. No plagiaré al autor (cuya identidad no recuerdo) de la frase: “con Kirchner, las Madres entraron a la casa de gobierno”. Es una buena metáfora. Recuerdo a Néstor en Ñandubaysal, Gualeguaychú, exigiéndole a Tabaré Vázquez que “le pusiera un punto final a la contaminación visual” que estaba afectando a los entrerrianos. Eso tuvo demasiado de cálculo taimado, y demasiado poco de audacia política. En ambos casos, englobados por la temeridad: de gobernar con las Madres, de permitir que los asambleístas tomaran parte de la formación de la política exterior.
Debería ser posible esbozar una concepción del poder de Kirchner, sobre cuál era su lugar en ese reino según lo veía él mismo. Lo intentaremos. Percibo varios componentes; los enumeraré sin mucho orden.
Temeridad. Varias decisiones cruciales parecen haberse organizado en arreglo a la temeridad, más que a la audacia, y más lejos aún del cálculo. El motor de la temeridad es el deseo, pero este también está plenamente presente en la audacia, no se puede hacer el corte por ahí. Precisamente, si algo conlleva la temeridad es la ausencia total de cálculo. Que no es cuando no se calcula, sino cuando el pálpito, avasallado por el deseo, sustituye por completo la reflexión, elimina el esfuerzo que conlleva una ponderación de riesgos. La expresión de deseos, las distintas tácticas de autoengaño, o la pereza mental nos ofrecen coartadas para no calcular ponderadamente, para desestimar el trabajo de hacerlo. Pero esta es una precisión muy conceptual, muy abstracta. Quizás lo opuesto a la temeridad es un mix de audacia y templanza, que no suprime el deseo, pero lo modera y contiene. El ejemplo que se me ocurre es clásico: Alejandro en la India, que no ceja en su deseo de ir más allá del Ganges, pero se contiene ante la reticencia de sus soldados. Si se sigue a Plutarco, Alejandro deseaba internarse en la India, pero sus jefes, sus soldados, estaban “desmoralizados”. Alejandro se resignó. La clave del caso es su decisión de ceder. Le era posible seguir, pero evitó incurrir en la temeridad de quebrar la unidad de sus fuerzas.
Mi hipótesis es que la cualidad sobresaliente de Kirchner fue la temeridad. Es esta idiosincrática temeridad lo que está atrás de algunas decisiones y sus consecuencias. Aunque es imposible delimitar teóricamente audacia y temeridad, la temeridad se distingue por oposición a la audacia, no a otra cosa. Pero vamos a lo que importa: identificar los rasgos específicos constituyentes en la temeridad de Kirchner.
Fortuna. Kirchner se consideraba un político afortunado, en sentido maquiaveliano, y por eso confiaba en su capacidad superior para percibir y aprovechar las oportunidades. Quizás los años formativos en Santa Cruz dieron origen a este rasgo. A comienzos de la gestión de Puricelli, el gobernador ofrece cargos a algunos adversarios internos, y NK se hizo cargo de la Caja de Previsión Social. Sabiendo que a la ocasión la pintan calva, no perdió el tiempo: creó una red de Delegaciones en el interior de la provincia, donde sus punteros encontraron la plataforma para el despliegue de Ateneos (léase unidades básicas). Desde esa red pudo conjugar el capital económico (que ya tenía) con el político (que comenzaba a adquirir).
Los medios y los fines. Pasemos, por qué no, al terreno del juego entre fines y medios en el estilo político del presidente. A mi juicio, el kirchnerismo es una forma determinada de cinismo, no de pragmatismo. Según algún testimonio, NK seguía, a comienzos de su mandato, una lógica política que le era propia, porque no la había copiado de nadie (NK no tuvo maestros, pero ¿quién los tuvo?). “Yo no tengo nada personal contra La Nación, es más, aunque no comparta su línea editorial, creo que hace buen periodismo. Pero necesito un enemigo y no le voy a dar ese lugar a nadie que pueda usarlo para juntar votos, como Lilita Carrió”, dijo alguna vez off the record. Su talante más cínico que pragmático estaba, evitando imprudentes comparaciones contemporáneas, más cerca de Lucio V. Mansilla que de Sarmiento (sepan disculpar). Un político pragmático hace algo bastante complejo. Asume ciertos valores y zigzaguea para que su acción le permita siquiera aproximarse a objetivos que, hipotéticamente, los realizan. En el zigzagueo se puede apartar de ellos, pero no estratégicamente, no en términos de path dependence, de internarse por caminos que no tienen retorno. Por otro lado, se interroga, antes de actuar, por las consecuencias de los medios como fines indeseados; ¿a qué fin indeseado propende el empleo de determinados medios? Si no actúa sobre esas bases, no es pragmático, es un cínico, y creo que NK era un cínico. El ejemplo de La Nación es casi angelical en su inocencia, y creo que Néstor no precisaba solicitar autorización a su consciencia, o preguntarse si el medio elegido lo llevaba a un destino no deseado. Como a muchísimos políticos, pero no a todos, le daba más o menos igual (digamos que adolecía de una cierta apatía moral), porque la política del día a día es el reino de lo particular, no de lo general.
Carpe diem. En política, lo único que importa es lo inmediato, el corto plazo. El largo plazo después se ve, está hecho de una sucesión indefinible de plazos cortos. Me recuerda a Joyce: “no hay pasado ni futuro, todo fluye en un eterno presente”. Para NK la política era así. Sólo el corto plazo importaba porque era allí donde todo estaba en juego, todo podía ganarse o perderse. Si hay alguna experiencia que le confirmó esta convicción, fue la de 2003, cuando estaba preparándose para 2007 y en pocos meses era presidente. Y hay más que un par de buenos economistas que llevan forzosamente a pensar que Néstor decidió con una fórmula implícita: si lo inmediato es bueno, en el futuro Dios proveerá (falta mucho para el futuro; permitir o no que los desequilibrios macroeconómicos se tornaran inmanejables no fue materia de decisión).
Todo y nada. En política, los hombres son todo, las instituciones no son nada. Las instituciones pertenecen siempre a alguien, con nombre y apellido. No existen si no las posee alguien, si no las encarna alguien. Y la democracia es el sistema de gobierno que establece que la condición vitalicia de un cargo hay que ganársela, no se puede simplemente heredar. Elementalmente, la democracia es una monarquía no hereditaria. Kirchner estaba poco dispuesto a sujetarse a la ley, y muy dispuesto a servirse de ella. En el fondo, las instituciones son un estorbo, porque encadenan la voluntad de los políticos de acción.
Corrupción. Política y corrupción se aproximan constantemente hasta fundirse. Sin política, la corrupción no es digna más que para hambrientos ratoncitos. Pero la materia prima de la política es la corrupción; los auténticos gatos maulas lo saben. Suficientemente lubricada por la corrupción, en política todo se consigue. La circular 1050 (1980) puede haber sido formativa – el mundo es ansí, y debemos ser como hace falta en este mundo. Suscitó una impresionante conversión de capital monetario en capital político. Después, se contenta a los ratoncitos también. Hay que aceptar que, si la política saca provecho de la corrupción, la corrupción saque provecho de la política. Kirchner aprendió muy bien la conveniencia de esta simbiosis, e hizo escuela en Santa Cruz, donde comenzó su carrera y al cabo fue gobernador. El enriquecimiento mediante la distribución arbitraria de tierras fiscales, que salta a la vista como corrupción blindada por la manipulación institucional, es claro. No consta que el dinero resultante haya sido luego empleado en la política (al menos no inmediatamente; puede haber fungido como fondo de reserva por si había que volver al llano). Pero queda claro que los mecanismos públicos son permeables, maleables, se prestan a un margen de discrecionalidad suficiente como para producir activos que sí se emplean en organizar la vida política, las voluntades, las campañas electorales, etc.
Patrimonialismo. Las concepciones sobre las instituciones y sobre la relación entre política y corrupción nos conducen a la mentalidad patrimonialista. Kirchner no era muy proclive a distinguir o separar lo propio, lo personal o familiar, de lo partidario, lo institucional, lo público. En cierto modo, su modo era como el de un estado dentro del estado. Que NK hizo en Santa Cruz un curso acelerado de patrimonialismo práctico no cabe duda; es enteramente lógico que haya hecho vanguardia en su provincia en la eliminación de restricciones constitucionales a la reelección indefinida y al nepotismo.
El triunfo de la voluntad. La política no consiste en otra cosa; de eso depende el éxito y todo lo otro es secundario. Hay que tomar en cuenta dos y sólo dos dimensiones: el empeño personal que puede doblegar, superar al de los otros, es decir la voluntad personal, y eso que se llama la voluntad popular. Se pueden hacer cosas, a veces, cuando la gente mira para otro lado, pero en contra de lo que la gente quiere no se puede hacer nada. Si la gente pide mano dura, tendrá que haber mano dura, abrazo con Blumberg, si aplaude el garantismo, abrazo con Zaffaroni. En esto NK estaba muy lejos del peronismo de Perón, que era profundamente determinista y decía que los hombres “eran unos angelitos” al creer que hacían la historia. Esos debates, entre determinismo y agencia, historicismo y libertad, le eran completamente ajenos. Esa noción del general en la que insistía tanto Jorge Castro, uno de los perspicaces intelectuales que asistieron a Carlos Menem, de que “el mundo evoluciona por factores de determinismo y fatalismo histórico; y lo único que los hombres hacen cuando se les presenta esa evolución, es fabricar una montura para cabalgar en ella y seguirla”, noción tan menemista, de hecho, no pertenecía al mundo de Kirchner. Para él, ir más allá dependía del triunfo de la voluntad; es lo que se ve una y otra vez en economía, en las decisiones cruciales; en el 2005, en la intervención del Indec, y sobre todo en la transición presidencial.
Nunca avivés a un gil. Kirchner no era un político cooperativo; su mundo era el del mando y la obediencia. Y una suerte de familismo amoral (abusando del clásico de la sociología moderna, Edward Banfield), que se acrisoló en Santa Cruz. Esto supone una acción en el marco de una desconfianza generalizada. Que atribuye a cualquiera, disposiciones a hacer trampas en el juego, de modo tal que hay que anticiparse sistemáticamente. Desde luego, esto no conduce a la creación de capital de confianza, y los elevados costos de organización y transacción que ello supone conspiran contra la eficiencia de lo que se hace.
De Perón a Ibáñez. Hablamos ya de la gestión económica de NK. Sólo unas palabras, ahora, sobre su concepción de la política económica. Esta casi no importa. El general Perón, para expresarse claramente, pensando o no lo que decía, era un maestro: “querido Ibáñez, si los trabajadores le piden aumentos de salarios, usted dele más de lo que le piden”. La economía es elástica, se puede usar y estirar sin restricciones; no me vengan con fondos anti-cíclicos ni sutilezas de ese estilo; por supuesto que el control de la caja me obsesiona, pero si para asegurarme que ese control me sea cómodo, tengo que sentarme sobre servicios y energía baratos, lo hago sin vacilar. A Lavagna no lo necesito, más bien me estorba. Que aguante la economía. Kirchner se negó a dar crédito a las advertencias recibidas en 2005 cuando aparecieron brotes inflacionarios, y es imposible no percibir esta óptica en el modo en que el gobierno interferiría en la actividad del Indec (creyendo que los agentes económicos se adaptarían pasivamente a la tramoya) o, ya con Cristina, encararía el incremento de impuestos al campo. Una suerte de keynesianismo infantil fue ganando terreno, y cobraron vigencia las nociones de eficacia estatal ilimitada y de la dominancia fiscal como falso problema. Que los desequilibrios macroeconómicos no son tales. Y que los agentes económicos deben ser tratados de modo particularizado, y no en arreglo al mercado, esa ficción. Como le explicó Kirchner a Mirtha Legrand: “El mercado no existe, Mirtha, los mercados son cuatro vivos que yo conozco bien”. Probablemente se estuviera refiriendo a los mercados financieros (no le faltaría algo de razón), pero la cita ilustra que para NK había puras relaciones de fuerza, siempre próximas a la arbitrariedad, no a la norma.
Creo que su visión de la economía era que debía estar encerrada en la cajita de la política, que él lo había logrado, y todo lo demás se daba por añadidura. No me cabe oponer a esto una concepción tecnocratista de la gestión económica, sino insistir en que para NK el conocimiento y la experiencia profesionales eran irrelevantes. Hay que juzgar por lo que hizo: cuando desplazó a Lavagna se designó a sí mismo ministro de economía de hecho. La economía para Kirchner era el día a día, las cuentitas, una región más del Reino de la Voluntad. Le asignaba toda la plasticidad que exigían sus expectativas y su autoconfianza. Era en esto el más peronista de los peronistas, ni Gómez Morales ni Cafiero siquiera, y reconciliaba la fase del estado todopoderoso del peronismo clásico con el ethos setentista.
Esto aproxima a ambos K con las visiones convencionalmente atribuidas a aquel peronismo. Pero sólo hasta cierto punto porque no es fácil afirmar que esas visiones fueran definitivamente las de Perón y no cabe la menor duda de que el general encaró en los 50 un ajuste ortodoxo y enérgico, cosa que los K ni soñaron hacer, quizás valiéndose de la coartada de atribuir a aquel duro ajuste responsabilidad por el epílogo trágico de 1955. No hay temeridad sin coartadas.
NK ya había empujado a su gobierno, al principio del mandato, hacia una reversión teatral del menemismo. Con Remes Lenicov relegado en la Unión Europea, Kirchner se ejercitaba en sus quehaceres predilectos, una política expansivista gratis y la afirmación a fuerza de generosidad fiscal de los lazos con los gobernadores (la economía política de la formación de la coalición es la de los superávits gemelos: se gasta mucho porque hay muchos recursos sin aumentar tanto los impuestos y con un tipo de cambio alto. De modo que los que aportan no lo perciben como un despojo y los que se benefician están saliendo de un pozo. Están, como dije, en disponibilidad).
Es difícil redondear la concepción de NK como audacia y cálculo. Probablemente a la hora del cálculo siempre fue un conservador. En el inicio fue muy audaz, tomó riesgos, se jugó el todo por el todo (tal vez convencido de no tener otra alternativa, y con la confianza en que iba a ganar, lo que ocurrió). Nuestra estimación sobre la disponibilidad de los componentes de una coalición armoniosa es ex post facto, evitemos una aproximación retrospectiva: NK tuvo el mérito del cálculo correcto, no el demérito de actuar con la daga en la garganta. Y algunas decisiones fueron tomadas evaluando los riesgos aparejados a la opción de no tomarlas: ¿no había acaso riesgos en contener los piquetes, en ser severo con los asambleístas panza-verde en lugar de mimarlos? ¿No había riesgos en mensurar con cuidado la capacidad de aguante de la economía? ¿No los había en ser pasivo frente a Bendini en lugar de impartirle órdenes por las que la autoridad presidencial se afirmaba en base a una degradación militar? ¿O en dejar a Duhalde vivito y coleando? Como siempre, los riesgos estaban presentes de un lado y del otro. En cualquier caso, eran mucho menores a los que Alfonsín había corrido en los 80, pero no eran pan comido.
Tomar los riesgos de la línea de la osadía, estaba bien justificado. Recordemos que la entrada de Menem al gobierno había tenido dos pasos: en su triunfo sobre Cafiero en 1987 consolidó su liderazgo en el peronismo; luego llegó a la presidencia gracias a una victoria electoral concluyente. Consciente de que estaba en juego su liderazgo como jefe de estado, y a la sombra de la hiperinflación, se arremangó para dar el segundo paso. Pero la coalición que anhelaba estaba apenas en ciernes y sus candidatos a integrarla, ya lo dije, eran reticentes. Kirchner, en cambio, tuvo que dar ambos pasos al mismo tiempo (lo que es evidentemente imposible) pero contó con el buen grado de los sectores que aspiraba a integrar a la coalición. La eliminación de Duhalde no fue nada personal.
¿Qué tiene entonces de específico la concepción del poder de NK? A primera vista, reexaminando los rasgos identificados, el conjunto parece ser básicamente la concepción peronista del poder. No digo la concepción universal del poder porque tanto aquí como en el mundo entero, en el peronismo y fuera de él, hay excepciones importantísimas. Pero esas excepciones no nos permiten detectar lo específico en NK. Para escaparnos podemos echar mano de una nueva pregunta (que, implícitamente, se formula Juan Carlos Torre en su texto sobre Transversalidad): ¿cuánto tiene realmente el kirchnerismo de ruptura con las “formas tradicionales de hacer política” del peronismo? Esta pregunta parece quedar sin respuesta porque es difícil distinguir esas formas tradicionales. Esto me hace volver un poco al principio: NK como político común; no quiero ser impertinente, pero un político común no tiene una visión; puede tener algunas ligeras preferencias, pero se acerca más al marxismo de Brooklyn: “estos son mis principios, si no le gustan, tengo otros”. Recogí un testimonio de un cumpa que colaboró mucho con Néstor: “tenían un proyecto: ellos mismos”. Creo que esto no es tan cierto para Cristina. La preferencia por el marxismo de Brooklyn acerca a Kirchner mucho más a las formas tradicionales hipotéticas de hacer política del peronismo. Pero continuar la comparación sería perder rumbo, porque la historia del peronismo presenta excepciones conspicuas: el propio Perón, Eva Duarte, Cafiero, Menem, entre otros. Queda entonces en pie la pregunta: ¿qué tiene de específico la concepción del poder de NK?
Enumeramos ya los trazos que hacían proclive la sustitución de la audacia por la temeridad. Y es la temeridad el rasgo conspicuo de la concepción de Kirchner del poder y de la percepción de sí mismo. Kirchner se consideraba audaz, no temerario (no estoy tan seguro de esto; en la despareja literatura sobre NK se menciona frecuentemente su pasión por el juego). El lugar común dice que el mundo es de los audaces; al pie de la letra, Kirchner agregaría que la audacia es para pocos. Y Kirchner sabía cuidarse, sin duda él tenía esa convicción, y contaba con la ventaja de una pareja de protección recíproca. No era poco. Y estaba convencido de su buena estrella. Era un elegido por la Diosa fortuna y confiaba en su golpe de vista. Pero lo que hace diferencia realmente entre los hombres que no buscan en la política un lugar seguro, y los dispuestos a triunfar tomando riesgos, es la voluntad. Que no puede sujetarse demasiado a restricciones institucionales so pena de fracasar. En un mundo de tramposos, el modo de sobrevivir es hacer trampa primero, sea en el campo de las instituciones sea en el de la competencia política. Por fin, todo en la política es perentorio; lo único real es lo inmediato y no hay lugar para la reflexión.
La combinación de estos rasgos convierte la audacia en temeridad política. Y hacen de esta el rasgo más saliente del liderazgo. Creo que esta centralidad del liderazgo temerario se evidencia en las decisiones de Kirchner a lo largo de su mandato y algo después.
* Hablemos por fin de las decisiones cruciales – los golpes de timón, por lo general inesperados – y sus consecuencias. Espinosa cuestión, ya que hay acciones expresas y acciones disfrazadas, muchas veces se decide por omisión, pero ¿cómo saberlo? Además, las decisiones vienen en tropel. Seleccionando algunas, en tanto que ilustrativas de su gestión del poder, podemos centrarnos en sus consecuencias, deseadas o no, más relevantes, que trascienden el corto plazo y han dejado huellas y carriles, surcos de los que es difícil apartarse. No todas del tipo path dependence, pero casi. Esos caminos que se nos imponen solitos.
La toma del timón de la economía, haciendo a un lado a Lavagna y a su propuesta de un fondo anti-cíclico, se trató de una decisión por omisión. NK decidió no innovar, mantenerse en la tesitura pro-cíclica. Incrementando los riesgos. Esta omisión no es atribuible a ausencia de información adecuada. Roberto Lavagna estuvo lejos de ser el único “agorero”, y ya se presentaban señales inquietantes. Lavagna dejó el ministerio en noviembre de 2005, pero las elecciones legislativas habían sido en octubre: podría haber sido un contexto apropiado para cambiar de rumbo. Aun admitiendo que ese cambio habría sometido a cierta presión la cúspide del gobierno (léase CFK), no hacerlo no fue audacia, fue una temeridad.
Una decisión de consecuencias muy importantes, no obstante poco analizada, es la nominación de Cristina Fernández como candidata presidencial. Seguramente entre tanta literatura se me ha escapado algo, pero no he encontrado prácticamente nada. Curioso. ¿A qué se debió este enroque? Conjeturas:
- NK sabía que estaba enfermo (desde 2004 hasta su muerte, Néstor sufrió de dos crisis muy serias). Dejar la presidencia alargaría su vida, al reducir su estrés (cosa que al parecer no se confirmó). Y hasta le podría permitir reestablecerse y volver cuatro años después, con un peronismo impávido delante de la maniobra.
- NK y CFK habían hecho un pacto político de sangre, sangre matrimonial, se entiende, cuando la Presidencia era todavía solamente un sueño, en un momento en el que estaban en un pie de igualdad. CFK le exigió cumplir ese arreglo. Y él aceptó. Tenía buenas razones. Políticamente (y personalmente) no cumplir podría haber sido muy costoso.
- Una combinación de a y b.
- Consideraciones y cálculos estratégicos, archisabidos (pato cojo, etc.). He leído al respecto análisis apenas superficiales. Que no concilian los incentivos que genera la regla establecida (puede haber una sola reelección inmediata, pero luego de un turno es posible una re-re) con la excepcionalidad de la confianza proveniente de los lazos matrimoniales, aunque algunas piezas teatrales tanto antiguas como barrocas nos enseñan que esos lazos no son tan seguros. Pero hay dos cosas que sí lo son. En la hipótesis de que todo marcharía viento en popa, tras ocho años de NK, este debería aguardar ocho años para volver a la presidencia; eso estaba más allá de cualquier cálculo sensato. Y por fin, créase o no, entraba en los cálculos el hijo varón de la pareja (esto no lo he inventado). Por supuesto que para la Argentina este plan familiar de cinco lustros es un delirio, pero delirarse es un deporte nacional.
Las consecuencias de la sustitución y luego de la muerte de NK fueron trascendentes. Se trataba de una transferencia mucho más que formal del timón. Seguía habiendo dos timoneles, pero no contaban como antes. Creo que se crearon en dos pasos las condiciones para una temeridad galopante. Cristina asume en diciembre de 2007. Pero no faltan los observadores de esta historia reciente que estimen que mientras NK vivió el timón del navío presidencial continuó en sus manos. Kirchner murió en octubre de 2010; acompañó la presidencia de Cristina nada menos que tres años. Sobre este punto no hay a disposición elementos definitivos ni es posible llegar a conclusiones tajantes. Pero ciertamente la transición no fue de la nada al todo. La gravitación de CFK se había ido incrementando antes del comienzo de su presidencia, así como la de NK nunca decreció del todo durante esta. Y ya a lo largo de 2007 la audacia se transfigura en temeridad. Se hacen propicias las condiciones para una radicalización identitaria del campo político.
Asumir la Presidencia le dio alas a la hibris de CFK, quien tenía, hay que decirlo, razones para considerarse dueña del éxito tanto como su esposo. Pero de la hibris no se retorna. La parábola del kirchnerismo entró rápidamente en una nueva fase. En mi opinión se ingresó de veras en una etapa de populismo radical. Ese rostro había permanecido poco visible durante el mandato de Kirchner. Parecería que dejar el Ejecutivo no fue positivo para la salud emocional de Néstor. Consiguientemente este deterioro, sobre todo después del conflicto con el campo, perjudicó su capacidad de acción. Lo que es seguro es que con su muerte creció la imagen de ambos. Más allá de lo convencional (el héroe muerto en combate, llamado joven por los Dioses, que ha ofrendado su vida), NK quedó como gran legitimador y memoria inspiradora de todo lo que se le ocurrió a CFK de ahí en adelante. Es como si en su lecho de muerte (figurativamente) hubiera firmado un cheque político en blanco a su nombre. Y ella se soltó, para “ir por todo”.
CFK se tomaba mucho más en serio las posiciones “ideológicas” que NK, que más bien las consideraba posturas de ocasión. Para Néstor se trataba de oportunidades, para Cristina de cambios culturales; una fuerte afinidad electiva con la temeridad, en este caso no de NK. Cristina se mostró, al menos al principio, aún más temeraria que Néstor, porque eran valores los que estaban en juego, era la historia la que había pasado a sus manos. Néstor saludó con un “volvimos” su primera Plaza de Mayo (“Y al final un día volvimos a la gloriosa Plaza de Mayo a hacer presente al pueblo argentino en toda su diversidad“). Pero en Cristina la palabra tenía una resonancia más auténtica. Cristina podía ser tan manipuladora como Néstor, pero la seducía liderar una batalla cultural dentro del peronismo y fuera de él. No sé qué es más peligroso. Y apenas una conjetura: que el énfasis puesto por Cristina en lo ideológico era un modo velado de diferenciar su perfil. En todo caso, ese énfasis parecía traducirse en disposiciones más marcadas. Un testimonio, que encuentro fidedigno, señala que “Uno de los pocos temas en los que él era más decidido que ella era el de la Iglesia, pero en general ella era más decidida que él” (Horacio Verbitsky).
A la larga es otra cosa. La presidencia de Kirchner habría quedado como una época dorada, de no haber sido sucedida por las administraciones de CFK y AF, que empañaron su recuerdo. De cualquier modo, en esa primera presidencia se formó gran parte del capital político que el kirchnerismo mantiene hasta ahora. ¿Habría sido justo que NK conservara una imagen de gran estadista? Es dudoso, porque no he encontrado ninguna evidencia de que Kirchner procurara o bien moderar a Cristina, o bien evitar las decisiones más insensatas, más temerarias, como dibujar los números del Indec, u oponerse a meter al gobierno en el atolladero de la 125. En ocasiones, Kirchner les dio rienda a los conflictos, en lugar de sosegarlos. Fue el caso de las papeleras con Uruguay. No encuentro motivos para pensar que la radicalización populista y/o la fuga hacia adelante, que muchos componentes de la coalición hallaron de perlas (pero cuya insostenibilidad era a todas luces inexorable), hubiera encontrado en NK un freno. Pero de haber fallecido en 2009 a comienzos de una segunda presidencia Kirchner habría conservado, o adquirido post mortem, una imagen de estadista. Habría “pasado a la historia” de otro modo.
Pero volvamos a las decisiones cruciales, en que la audacia fue arrollada por la temeridad. Ya recordé que la temeridad acarrea la ausencia total de cálculo serio (entendiendo por tal uno que no es infalible, pero distingue costos y beneficios, riesgos y seguridades, identifica incertezas, calibra la potencias de las propias fuerzas, así como de las ajenas). El cálculo es sustituido por las coartadas, que nunca faltan, por los argumentos prefabricados a partir de las conclusiones. El gobierno K, bajo el empuje ahora de Cristina, creyó que virando marcadamente hacia un populismo de izquierda obtendría un apuntalamiento más apropiado para superar las dificultades que afloraban en el terreno económico. Con foco en el incremento de la carga impositiva a los productores agrícolas, la temeridad se vistió de economía e ideología, culminando la transición desarrollada a lo largo de 2007. Esta conjunción pavimentó el camino a un territorio del que sería imposible retroceder.
Al expandirse sin tapujos hacia una versión radicalizada del populismo (no pareció que NK estuviera en condiciones de impedir nada, o haya intentado hacerlo), los K se cercenaron a sí mismos mucho margen de maniobra. Al abrir el enfrentamiento con el campo pareció que habían previsto reacciones mucho menos intensas (quizás un buen ejemplo de autoengaño). Pero resolvieron que no había vuelta atrás, en lugar de cortar las pérdidas, hasta que fue demasiado tarde.
NK tuvo un papel central en esa ofensiva que fue quizás la que empantanó la coalición. Néstor pesó mucho en la decisión de dar batalla, y lideró la pugna de retóricas, aunque el esfuerzo principal de radicalización haya sido de CFK. Como sea, la conjunción de más impuestos y “relato” hizo patente una temeridad descarnada. La voracidad de la Resolución 125, tanto como el despliegue del conflicto, mostraron que el gobierno trataría de huir hacia adelante, en una trayectoria muy incierta. Cuando fue frenado por la protesta, la coalición trastabilló y sufrió alteraciones significativas, pero hacia un perfil más sectario y radical, cerrado sobre sí mismo.
El panorama económico era desolador y se había hecho visible. Gerchunoff juzga muy claros tres aspectos: la arquitectura económica que había quedado montada condenaba a la sociedad al estancamiento y a reproducir la fragmentación; iba a ser enormemente difícil revertirla; en el contexto argentino, era imposible financiarla.
* El análisis de la experiencia de Kirchner enseña no poco. Cuando un gobierno nace débil institucional y políticamente, es imperioso que dé una respuesta a ese problema. Perentoria. Tiene que hacer algo. Una posibilidad es la de entornarse (concentrar decisiones y reducir al máximo el acceso y la influencia). La otra es ir al encuentro de actores dispuestos a acompañar o a ser inducidos a ello, de un modo pesadamente autoritativo (controlar todo, decidir casi todo, confiar en muy pocos, y construir un bricolaje político). Y la tercera es la más difícil: apostar al juego institucional. Es la que más afinidad electiva tiene con la democracia liberal, y es muy riesgosa. Claramente, NK optó por la segunda. Entre tanta penuria, aprovechó una de las perceptibles ventajas a la mano: la disposición de múltiples actores para la formación de una coalición win win. NK quedó atrapado en su propio éxito, cosa que puede decirse ex post facto, y que a nuestro protagonista poco le importaba. Dilapidó, temerario, el gran ciclo internacional de commodities, elevando sustancialmente el gasto público más allá de cualquier prudencia y profundizando la desmesura de los rasgos predatorios y asistencialistas del Estado (el “ogro filantrópico” de Octavio Paz, pero de bases económicas más frágiles que las mexicanas). Tal vez se desperdició así la mejor oportunidad desde la instauración de la democracia. Pero vale la pena capturar algunos rasgos políticos básicos de este episodio, porque resulta un ejemplo insuperable de cómo la trayectoria suele estar condicionada por las decisiones previas de composición coalicional y elección de políticas. La temeridad en pleno se manifestó en dos decisiones del presidente, en 2005 (desplazamiento de Lavagna y negativa a toda medida anti-cíclica) y en 2007 (en enero el Indec es intervenido). En 2008, el grupo político al comando estatal comenzaba a ser consciente de que el gobierno de la economía (y el Estado) ya estaba peligrosamente complicado y en tendencia a empeorar. En este contexto, se resolvió que lo que se necesitaba era más dinero, y aquí NK cometió una nueva y desmesurada temeridad: él, y la presidenta, fueron sencillamente a buscar el dinero donde estaba, procurando no afectar el bienestar de las bases de la coalición dominante (aunque también sin preocuparse, qué remedio, por el alejamiento de una parte de sus electores, muchos productores agropecuarios). En la medida en que las reacciones en contrario fueron más fuertes que las esperadas, en parte debido a que la miríada de pequeños productores se movilizó por sí misma y la rebelión se propagó por todas las regiones agrícolas, en la misma medida la coalición vigente en esos cuatro primeros años sufrió deserciones importantes pero, más reducida, se galvanizó cerrada sobre sí misma y adquirió una identidad expresiva de un perfil más sectario. Pero este fue el resultado de una gestión temeraria del conflicto y no de una causalidad mecánica. Fue la consecuencia de que el gobierno dobló sucesivamente su apuesta e hizo todo para convertir un conflicto de intereses en un conflicto de identidades. Convencido de que allí estaba la solución.
En efecto, algunos dirigentes peronistas de peso se apartaron del gobierno disgustados con el cariz de los acontecimientos, alarmados por el modo en que el núcleo K manejaba el diferendo, y otro tanto ocurrió con figuras de relieve de la Concertación Plural, como el radical Cobos, a la sazón vicepresidente, que definió la votación en el Senado. Coetáneamente, nacieron las organizaciones más intensamente militantes en los campos juvenil y político cultural: La Cámpora y Carta Abierta (como observa con no del todo injustificada displicencia Horacio Verbitsky: “cierta militancia juvenil kirchnerista, en estos años se ha planteado más como ‘soldados’ de Néstor y Cristina que como una fuerza autónoma capaz de intervenir en conflictos”). La paranoia del “matrimonio presidencial” se alimentó del clima de movilización desatado, y también de la retórica que ambas partes emplearon. Nace entonces el término “destituyente”, de inmenso éxito en el nuevo léxico político, que acompañó la reapertura de la así llamada “grieta”, es decir, una agudización de la polarización – que no inmutó al gobierno, confiado en que no podía tener sino consecuencias positivas. La grieta saltó la frontera agro-tributaria para sentar sus reales en los más diversos ámbitos (la economía, la ubicación de Argentina en el mundo, los partidos políticos, la vida cultural y el Poder Judicial). El término “destituyente” no puede pasar desapercibido: comenzará a ser empleado para explicar muy variados episodios, como Blumberg, Cromagnon, la 125, etc. La lógica de su empleo en el caso del campo es que la denuncia de estar bajo ataque (destituyente) es de por sí un instrumento ofensivo.
NK jugó un papel central, pese a no ser ya presidente. Promovió sin dudarlo la resolución 125, lideró la confrontación a la par de la presidenta. Tras su epílogo su actitud inmediata difícilmente podría ser calificada de responsable – es imposible saber a ciencia cierta si el anuncio de retirada familiar era una reacción cabal o un farol, pero en ambos casos pone de manifiesto poco temple y un desdén por las consecuencias. Parece haber sido más bien un impulso irreflexivo, no un cálculo mal elaborado, lo que arrastró a Kirchner al arrebato que no pudo concretarse porque el paso no dependía exclusivamente de él.
La coalición se redujo y se tornó más intemperante, y algunos sectores hicieron un culto de la militancia, asignándole poderes que desde luego no tiene. Como en otros de nuestros episodios históricos, un conflicto de intereses se había transformado súbitamente en una confrontación de identidades (la diferencia entre “el gobierno nos esquilma” versus “la patria es el campo” y “paguen impuestos por el yuyito que crece solo” versus “luchamos contra la oligarquía y sus grupos de tareas”). Y permanecería como tal, porque había reformulado rasgos centrales del kirchnerismo. Así, este deja conocer su nuevo rostro, cristinista. El término cristinismo resulta algo tosco, pero es útil, siquiera, para calificar una fase, la de populismo radical. Modestia aparte, integré el pequeño y variopinto grupo de quienes sostenían, como Ernesto Laclau y Beatriz Sarlo, que Kirchner durante su presidencia no era estrictamente el caso de un liderazgo populista. El intento, sólo parcialmente exitoso, de neto populismo político se inicia en la crisis del campo, cuando se intenta en firme constituir una parcialidad (un conjunto de actores heterogéneo articulados por el “matrimonio presidencial”) en un todo legítimo nacional y popular, trazando una línea que negaba legitimidad política a la “minoría” (que no era tal) enfrentada. No vale la pena abundar en este punto. El kirchnerismo tuvo una victoria pírrica, ya que logró construir una cadena de equivalencias nacionales y populares, pero esa cadena no resistió. El mismo Laclau, en su bastante impresionante práctica militante, coherente con su elaboración teórica, lamentaba que “el kirchnerismo no [hubiera] profundizado la frontera con los enemigos de todas las reivindicaciones populares”. Y que Carta Abierta “no le [hubiera] dado discurso a esa identidad…”. Mientras Carta Abierta, ansiosamente, observaba la “falta de una invocación…” y que “la conflictividad kirchnerista [fuera] incompleta”. Menos mal. Muchos acudieron al llamado de Cristina (Rosario, 27-02-2012), “Vamos por todo”, que tuvo a sus espaldas la derrota electoral de Kirchner en 2009 y la victoria de CFK de 2011, con el 54% de los votos, frente a una oposición extremadamente fragmentada. ¿La única explicación convincente es su viudez? Así pareció pensarlo Durán Barba cuando le recomendó a Mauricio Macri no anotarse como candidato. Yo lo dudo. Pero en lo que se refiere al voto económico, Gerchunoff es muy claro:
“antes de los dilemas estaban las alegrías y los festejos. Crecimiento económico, pleno empleo, salarios altos, planes sociales, nuevos jubilados, apreciación cambiaria, tarifas baratas, trato especial para con franjas medias de la sociedad, expansión del gasto público en gran medida endógeno a la inflación, déficit fiscal, financiamiento de ese déficit por parte del Banco Central… esta victoria se obtenía en medio de un desequilibrio macroeconómico que llevaba al límite a la estrategia seguida en los últimos tres años”.
Creo que las iniciativas en el terreno de la política social posteriores al 2009 (en 2011 el PJ triunfó por el 66% en PBA), y el carácter desleído de los candidatos de la oposición (Binner, Ricardo Alfonsín, Carrió, Rodríguez Saá, Duhalde, Altamira) contribuyeron a la victoria.
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Kirchner trazó su gestión como una línea recta, algo que sólo puede advertirse observando desde el punto de llegada. No alteró su rumbo, sino que lo fue profundizando. ¿Podría haberlo alterado en base a una convergencia de virtud y fortuna? Dadas las circunstancias iniciales y dadas sus bases políticas y su diagnóstico inicial de ingobernabilidad y propia fragilidad, es muy difícil que eso hubiera sido posible. Hubiera sido posible, sí, enlentecer la marcha del navío, como quien resiste por más tiempo ser tragado por una catarata. Él por el contrario empeoró las cosas. Respecto a correcciones soy bastante escéptico. Aventó presuntas amenazas – que lo aterrorizaban – a fuerza de golpes temerarios. Que tenían por propósito blindar el poder, pero al cabo conseguían lo contrario.
Pero en la segunda presidencia de CFK el ímpetu del populismo radical se deshizo. Para decirlo de otro modo, las circunstancias electorales (ese 54% y la diferencia con Binner) ayudaron a disimularles a los propios kirchneristas que habían perdido las clases medias; y sin ellas el filo populista podía aparecer más amenazante (y así lo hizo), pero era más frágil. Se podía jugar al populismo radical, pero este era un gigante de pies de barro.
Hay que observar que en esas circunstancias el oficialismo empezó a tropezar con ofertas alternativas. El electorado tenía a disposición una que se presentaba como genuina heredera de Perón, una consecuencia interesante de la ya lejana pugna entre Duhalde y Kirchner. En la plataforma de lanzamiento de Unión-PRO estará presente lo que quedaba del duhaldismo, que se potenciaba con la proyección nacional del electorado porteño (gracias a la Constitución de 1994). Y la otra era la formación del Frente Renovador y el enfrentamiento electoral de 2013. Irreversible, hasta el reencuentro de 2019. Con CFK en suma el radicalismo populista impulsa un proceso de descomposición; CFK nunca se convierte en un liderazgo real y gravitante de todo el peronismo, cosa que de un modo u otro NK había alcanzado a ser.
Lo que sí importa para este trabajo es que la categoría de populismo radical no le ha sentado bien a Néstor Kirchner, el temerario. Ya observaba Torre antes del fallecimiento de Kirchner que el suyo no era “un liderazgo que se postulara eficazmente como alternativo y ajeno a la clase política existente”. La propia Carta Abierta, en el borde de la inflexión del 2008, sostenía que todo bien pero las cosas tenían que cambiar. Estos muchachos no querían hacer política en los marcos realistas de, digamos, Wainfeld, sino que declaraban en uno de sus textos más extraordinariamente expresivos: “había llegado el momento de simbolizar. Hasta el 2007 [los Kirchner] estuvieron más atenidos a lo real que a lo simbólico. A los conflictos, que a su representación, a las relaciones de fuerza que a las interpelaciones, a pelearse o aliarse con Magnetto que a proponer una historia y un futuro para los medios”. De la mano de Chantal Mouffe, el grupo identifica como propio de la nueva derecha el culto de la gestión, y a lo nacional popular con la defensa de los valores inherentes a la política; hay aquí una alguna ambigüedad, insoslayable, que proyecta en Kirchner la sombra de la gestión despolitizadora, mientras CFK encarnaría inequívocamente los valores que el populismo radical considera distintivos.
Podemos levantar cualquier comparación para pensar la diferencia. La política de medios de comunicación del gobierno ilustra muy bien el contraste entre una tesitura democrático-republicana, una populista, y tira y afloje de amistades y enemistades limitadas de los Kirchner. Delante de un mercado muy concentrado como es el argentino la primera buscaría desconcentrarlo. La segunda incorporaría el conflicto a una cadena equivalencial popular que abarcaría todo el campo político. La tercera procura antes que nada construir una red de medios propia. Otro ejemplo está dado por la relación con “organizaciones sociales”. En términos generales, y más allá de situaciones puntuales, esta relación se desplegó en términos muy diferentes a los deseados por Laclau: fueron, como es el caso de los piqueteros, más bien cooptadas que movilizadas en una configuración populista. Esto no desmerece la hazaña fiscal y organizativa que supuso un salto cualitativo en la administración de los pobres. Mientras Cristina soñaba con cadenas equivalenciales, Néstor jugaba un ajedrez posicional.
Ya dije algo sobre la paradoja de los ciclos de Kirchner: ciclos cortos en la política nacional y en su vida política personal. Y legado del ciclo político peronista más largo (la única excepción fue la de Perón, cuyo ciclo duró casi 30 años sin interrupciones). La prolongación del ciclo kirchnerista, especialmente por sus últimos cuatro años (2019-23), es la consecuencia más importante, y su tramo más sorprendente, más artificial y pernicioso. La estabilidad de los liderazgos no es siempre vulnerable a la inestabilidad de gobiernos o incluso de regímenes.
Como quizás ocurre no sólo en la gran mayoría de los populismos, sino en la mayoría de las experiencias de gobierno democrático, la trayectoria del ciclo kirchnerista no respondió a un programa preconcebido. No lo había, como sí pudo haberlo en otros. Fueron las oportunidades, y los conflictos, los que le dieron forma. Y allí pesaron de modo crucial los rasgos principales del timonel, en especial la temeridad, que conjugó con otros rasgos nada secundarios. Y, como ocurre quizás con la mayoría de los populismos, se producen desplazamientos en la estructura de la política que tienden a ser schmittianos: los líderes no son populistas, sino que pasan a serlo, porque el populismo es una de las estructuras más lógicas, no más absurdas, de la política.
¿Podríamos por fin capturar no ya rasgos propios de una personalidad, sino las marcas dejadas por ella, peculiares, distintivas, en la historia? Es difícil responder a esta pregunta. Otra forma de interrogarnos es: ¿la presencia o la ausencia de Néstor Kirchner jefe de estado, habría hecho diferencias entre los resultados históricos y los que sería menos aventurado imaginar? El caso de Kirchner es bastante opaco.
No puede abordarse el problema sino en términos contrafácticos; esto es, en las horas más decisivas (por sus implicaciones), en las encrucijadas críticas, sustituir al NK de carne y hueso por un NK imaginario. Básicamente, menos temerario. Dispuesto a todo, desde liquidar a Duhalde hasta exprimir al campo. Pero un poco menos. En 2004 en la ESMA precisó olvidarse de Alfonsín, está bien, pero se podría haber olvidado un poco menos; la conciliación entre democracia y nacionalismo en Malvinas, en política externa, en el nacionalismo ambiental, no podía dejar de ser sobreactuada, pero un poco menos. Creerse capaz de timonear la gestión económica, pero un poco menos. Presionar por la renuncia de la presidenta en 2008, pero un poco menos. Algo más de templanza habría significado de todos modos temeridad, pero un poco menos. Es un ejercicio difícil, ¿no?
Testarudos, aferrémonos a este contrafáctico; un espíritu de mayor continuidad, aunque sea atenuando no necesariamente la retórica rupturista pero sí la índole rupturista de las decisiones, un poco más de descarnada sabiduría económica (utilidad de las medidas anticíclicas porque los precios de las commodities son como la marea, el problema de hacer una canallada con el Indec no es moral, sino que nadie te va a prestar un mango, etc.), una pasión menos furiosa por el refundacionalismo, y algo más de sangre fría ante el peronismo, que después de todo nunca se comió crudo a ningún presidente peronista.
Me pregunto qué le hubiera aconsejado el Nicolás Maquiavelo de El Príncipe (no el de La Década de Tito Livio) al Kirchner de carne y hueso. Dudo mucho que perdiera su tiempo, o su prestigio profesional, con sugerencias cándidas como las mías. Pero, en el capítulo XXI (Cómo debe conducirse un príncipe para ser estimado) hay un diálogo interesante, porque Napoleón Bonaparte mete la cuchara. Dice Maquiavelo que cabe a un príncipe nuevo llevar a cabo acciones “todas gloriosas y alguna extraordinaria”. En mayo de 2003, NK no necesitaba leer El Príncipe para saberlo. Pero hete aquí que Napoleón no se priva de comentar que es con esa suerte de acciones que “me he elevado y únicamente con ellas puedo sostenerme. Si yo no hiciera otras nuevas que aventajaran a las anteriores, decaería”. ¿Es un contraargumento a favor de la temeridad? Sospecho que sí. Pero también es posible percibir el espíritu de la hybris anidando en el corazón del Emperador, y creando las coartadas que la temeridad necesita.
Para terminar, aunque sin mayor entusiasmo, se podría hablar de legados ambiguos, decir por ejemplo que un legado positivo fue el fracaso del intento de volver a un pasado dorado, que su estruendoso fracaso le dejó a la sociedad y a la política la lección ya imborrable de que: a. no es posible regresar a un modelo económico y estatal siquiera emparentado con ese pasado; y b. no saldremos de nuestras calamidades buscando volver a ningún pasado.
Pero es más que dudoso que hayamos aprendido a y b. Vacilo en emplear la palabra locura, porque no explica, es una metáfora, pero la he reencontrado en la pluma de gente sensata para referirse a los K y a su vuelo. Y el vuelo está continuando.
* Deseo agradecer a Susana Decibe y a Juan Carlos Torre por la lectura y los diálogos que me resultaron muy provechosos. Este texto tuvo por punto de partida mi participación en las jornadas Personalidad y poder: líderes y liderazgos políticos en el mundo contemporáneo, que se desarrollaron en la UTDT organizadas por Andrés Reggiani y Juan Carlos Torre en octubre de 2024.
Notas:
[1] Como cualquier político que sea más que un vulgar logrero. Mutatis mutandis, ya lo explicaba Bernal Díaz del Castillo: “cosas hacemos que son de nuestro provecho y servicio de Dios nuestro Señor”.
[2] Imposible negar que el semblante que habría trazado Reutemann sobre NK era un tanto extraño. Reutemann no podía ignorar los antecedentes de Kirchner, su gestión de caudillo en Santa Cruz y sus actividades durante las presidencias de Menem. Quizás procuró ser lo más persuasivo posible.
[3] Reutemann no dio mayores explicaciones. Su negativa quedó envuelta en una niebla de misterio. “Vi algo que no me gustó”, declaró. No sabemos qué. Menos aún sabemos cuánto conocía Kirchner al respecto.