I. Mientras existan millones de personas decididas a consumir drogas y mientras su venta le reporte a sus vendedores millones y millones de dólares, el narcotráfico sobrevivirá a los sermones morales, a la represión e incluso a la prisión y muerte de sus jefes. No sé por cuánto tiempo los Cantero, los Alvarado y sus colaboradores resistirán a la maquinaria política y militar del estado nacional. Más temprano que tarde serán liquidados, pero vendrán otros y después otros y después otros. No soy pesimista, porque estos problemas no se resuelven con dosis de optimismo, pero lo que la experiencia enseña es que mientras se mantengan las condiciones objetivas que hacen del consumo de drogas una actividad lúdica y un negocio millonario el narcotráfico persistirá, y en todo caso lo que habrá que preguntarse es si será más o menos violento, más o menos agresivo, pregunta algo ingenua porque por su naturaleza los trámites de este negocio suelen resolverse con balas y muertes.
II. El negocio es redondo y sus ramificaciones son extensas y múltiples. En las varillas da de vivir a quienes no tiene otro horizontes que la miseria y por un motivo o por otro apuestan a hacerse ricos traficando drogas o morir en el intento. Sectores de la clase media encuentran en esta actividad una posibilidad de enriquecerse archivando en el desván de la memoria las lecciones de moral y buenas costumbres que le dieron sus padres. Empresarios, políticos, policías, jueces se han tomado a pecho el principio de que es imposible resistir un cañonazo de más de un millón de dólares. Oración para no creer que no nos queda otra alternativa que convivir con las llamas del infierno: hay millones de argentinos que no tienen nada que ver con el narco y tampoco quieren tener algo que ver. La mafia existe y corrompe a los que se dejan corromper, ya sea por necesidad, ya sea por la ambición de acumular millones sin límites. Montañas de dinero obtenido con algo de riesgo es siempre una tentación que deja poco margen para la culpa. Después de todo, siempre habrá alguien que satisfaga la sed de los consumidores de drogas y si ese servicio no lo presto yo lo prestará otro. Además, como toda “industria”, están los que hacen el trabajo sucio y el trabajo limpio; los que derraman sangre y los que prolijamente lavan fortunas sin mancharse las manos.
III. La estructura del negocio narco es sencilla y no necesariamente violenta. La obtención de la coca, el traslado a centros urbanos y a puertos es una actividad tan inocente como trasladar bananas o rabanitos. Para los empresarios dedicados a esta actividad, un tiroteo, un asesinato, es una mala noticia, la señal de que algo anda mal. O los policías que tenían que mirar para otro lado no lo hicieron o los contadores y abogados que debían poner las cuentas en orden se equivocaron, o los políticos que prometieron aceitar los contactos del caso se olvidaron de hacerlo, pero lo cierto es que para un narco verdadero la violencia es un mal negocio, o en todo caso es al último recurso que se debe recurrir. Después está la competencia y la ambición. Sin olvidar que por las características de este negocio esa competencia no recurre a los métodos de un pastor luterano o un monje zen. Entonces vienen las balaceras y los ajustes de cuentas, y en el camino caen muertos de un lado y del otro. De los narcotraficantes podría decirse lo mismo que en su momento se dijera de la mafia siciliana o de Al Capone: son empresarios eficientes, competitivos, nada más que a diferencia de otros empresarios entienden que la ley que vale es la que dictan ellos mismos. Por lo demás se movilizan respetando las reglas del mercado y su máxima preocupación es insertarse legalmente, viviendo en barrios respetables, con cuentas bancarias limpias y disfrutando de las dulzuras que la vida ofrece a los que disponen de mucha plata. Así de sencillo y así de tiernos suelen ser estos buenos muchachos.
IV. Es verdad que los pioneros del narcotráfico suelen salir de barrios humildes. Traficar drogas no fue su primera actividad ilegal, pero rápidamente admitieron que era el negocio que más se correspondía con sus aspiraciones. El caso de los Cantero o los Alvarado es un clásico con escenas y episodios que nosotros, pacíficos ciudadanos, hemos visto repetirse hasta el cansancio en las series de Netflix mientras tomábamos un vino, un whisky o un fernet. No nos privemos de ese placer, siempre y cuando sepamos que la relación de los guiones con la realidad es la misma que la de la caricatura con el original. Si el narcotráfico fuera el negocio exclusivo de lúmpenes salidos de las orillas, muy de vez en cuando ocuparía un margen de alguna crónica policial. Por el contrario, lo que lo hace poderoso son sus relaciones con el poder y en más de un caso su condición de poder como tal. No es muy difícil detener o abatir a un sicario, pero mucho más complejo es deshacer la densa red de complicidades con los titulares del poder. Por lo tanto, no se trata, o no es lo más importante, llenar la ciudad de gendarmes y policías. El corazón, el núcleo del poder del narcotráfico no lo detenta un sicario; está en otro lado, y su enemigo letal no necesariamente es un soldado armado hasta los dientes y con músculos de Rambo, sino un inofensivo pero implacable funcionario de la AFIP. Al Capone algo aprendió al respecto.
V. Una última consideración respecto de los militares o de la participación de los militares. Lo que la experiencia enseña es que en la mayoría de los casos han sido más un problema que una solución. En sus versiones más extremas la historieta concluyó con sectores de las fuerzas armadas constituyendo su propio cartel. No terminan aquí mis prevenciones. En estos días leí declaraciones, no sé si de militares en actividad o en retiro, que se oponen o sugieren que se oponen, a que las fuerzas armadas participen, porque, según ellos, así lo hicieron en 1975 y después terminaron todos presos. Respuesta: si el poder político convoca a los militares no es un tema para debatirlo en una asamblea, es una orden. Así lo dicta la ley y los reglamentos. Arreglados estaríamos si los militares deliberan acerca de cumplir o no cumplir las órdenes que le dan sus superiores institucionales. Agrego, además, que en 1975 la orden dada por el gobierno peronista era aniquilar la subversión, no dar un golpe de estado, mucho menos instaurar como operativo legítimo la tortura, los secuestros de niños y los vuelos de la muerte. De aquellas desventuras y desgracia han transcurrido casi cincuenta años. Los militares que hoy exhiben los cargos más elevados en ese entonces eran niños o adolescentes. Sin embargo, ellos o sus mayores, a juzgar por sus declaraciones, daría la impresión de que, como dijera Talleyrand de los borbones: “No aprendieron nada, no olvidaron nada”.
Publicado en El Litoral el 14 de marzo de 2024.
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