viernes 10 de mayo de 2024
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Milei y Caputo frenaron la fábrica de billetes: ahora deben frenar la de pobres

El ajuste finalmente lo haremos todos. Lo que era esperable, y será tal vez soportable si el programa, cuando se complete, reúne ciertas virtudes: genera suficiente confianza, es decir, muestra luz al final del túnel, el esfuerzo que reclama es socialmente equitativo, y contempla las compensaciones suficientes para que, en el ínterin, los peor situados no caigan del todo del mapa.

Algunos de los anuncios no contribuyen mucho que digamos en esta dirección. Para empezar sobre un tema puntual, pero muy sensible, pareciera que a los jubilados se insistirá en prometerles lo que no se puede cumplir, que su poder de compra no se va a deteriorar aún más. Algo que evidentemente sucederá, por lo menos en los primeros meses.

Esa fue probablemente la parte menos convincente de las explicaciones que brindó Luis Caputo estos últimos días. Habló de eliminar el sistema de actualizaciones vigente porque perjudica a los jubilados, cosa que es bien evidente (ni siquiera con los bonos dispuestos por Sergio Massa durante la reciente campaña electoral, los de la mínima lograron empatar con la inflación, mucho menos los demás jubilados, que globalmente han recibido aumentos de apenas 110% en el año). Pero sucede que lo que ofrece el ministro en su reemplazo no es mucho mejor: desvincular las actualizaciones de la inflación pasada, cuando estos meses va a superar el 20% mensual, implicará sin duda mayores retrasos.

Tal vez sería preferible aplicar en este campo un criterio similar al usado con la AUH y la tarjeta Alimentar: asistencia focalizada para los más necesitados. Finalmente, la tasa de pobreza entre los jubilados ronda el 10%, mientras que la de los menores de edad supera el 60, así que sería bastante razonable que, durante la emergencia, se privilegie a los peor situados, y a los demás se les pida paciencia. Y en vez de prometerles lo que no se va a cumplir, se les ofrezca un horizonte de recuperación y atención sostenible de sus derechos.

El otro aspecto, más general, en que las medidas de emergencia podrían estar fallando para conducir a un integral programa de estabilización es el de la política de ingresos: simplemente porque, por ahora, no hay ninguna. Lo que tal vez se deba, y esto sería un problema serio, a que el equipo económico, en su excesiva fe ortodoxa, considera que con la recesión va a bastar para que los precios, después de un par de meses de aceleración, detengan su loca carrera.

La experiencia indica que en Argentina, si el gobierno nacional no hace o no logra imponer una política de ingresos, se la terminan haciendo e imponiendo los acuerdos entre empresarios y sindicatos y los gobernadores. Y este es uno de los riesgos más serios que enfrenta la actual administración.

Porque para la mayoría de los sectores empresarios va a ser fácil y conveniente ceder a las presiones de sus sindicatos, y trasladar a precios los aumentos de salarios que les permitan evitarse huelgas u otros conflictos que perjudiquen su actividad. Y si esta se volviera la dinámica preponderante entre los privados en las próximas semanas, por más que el gobierno lograra evitar que lo mismo sucediera en el sector público, nos encaminaríamos a recrear la escena del Rodrigazo: un ajuste del dólar y las tarifas que en poco tiempo se traslada a los demás precios de la economía, y se convierte en aceleración del ajuste caótico, es decir, más sacrificios inútiles como los que hemos estado padeciendo por años, en vez del esfuerzo colectivo y productivo que el nuevo gobierno prometió.

En cuanto a los gobernadores, pareciera que se los ha puesto ante dos opciones. La primera, acatar los lineamientos de la política nacional y reducir sus gastos para cerrar el rojo que vienen arrastrando, y que las medidas de Massa sobre Ganancias e IVA agravaron. Con lo cual podrían enfrentar protestas intensas en los próximos meses. La segunda, seguir el camino que está ofreciéndoles Axel Kicillof: emitir un bono o cuasimoneda para cubrir lo que la baja en las transferencias nacionales no les permita pagar, coordinarse con sus pares para volver coparticipable el impuesto al cheque o algún otro ingreso de la Nación, en suma, apostar a que el plan de ajuste fracase, y a que las protestas se concentren en la Plaza de Mayo, pasando por alto a las capitales de provincia. Más o menos como sucedió a fines de 2001, solo que a una velocidad mayor.

Es claro, por tanto, que si el gobierno nacional no administra compensaciones para las provincias que colaboren con él, correrá un alto riesgo de que Kicillof se salga con la suya y el programa entonces le estalle en las manos. Pero, al menos hasta aquí, Milei y su equipo más bien han dado la señal contraria: de que tratarán a todos los distritos con el mismo rigor, independientemente de cuánto contribuya cada uno a sostener el esfuerzo estabilizador. Y lo mismo podría estar sucediendo con los sectores empresarios y sus sindicatos: levantados los controles de precios, puede que los que terminen siendo favorecidos sean los que más rápido aumenten los suyos, no los que colaboren a poner un freno a la escalada.

Estos dilemas de la nueva administración nos conectan con un desafío más general que ella enfrenta: asegurar que la ventaja que logró sacarle el mercado al Estado en los últimos tiempos en la estima de los argentinos no se revierta en el corto plazo. Lo que va a depender de que la experiencia con los mercados no se vuelva, una vez más, negativa para buena parte de la sociedad.

Y justamente eso es lo que podría suceder, de no administrar el gobierno compensaciones suficientes, y no completar el ortodoxo esquema fiscalista hasta aquí pergeñado, con los elementos necesariamente heterodoxos que hacen falta para que la inflación se frente antes de que la recesión se haya vuelto insoportable. Porque mientras hasta ahora el origen de la inflación, del empobrecimiento, de la falta de oportunidades y de todas nuestras otras desgracias ha venido siendo, para una mayoría cada vez más contundente y más enojada, “todo lo que el Estado nos saca sin darnos nada a cambio”, podría suceder que si la experiencia con la liberación de los precios, la reducción del gasto público y las riendas sueltas para que se despliegue la “cooperación espontánea” se vuelve masivamente decepcionante, parte sustancial de esa mayoría vuelva rápido sobre sus pasos. No sería la primera vez que algo así sucede.

Por eso sería conveniente que en el gobierno recuerden que el principal talón de Aquiles del consenso que lo entronizó reside no en que, efectivamente, no hay plata para repartir, sino en que los argentinos, en particular los de mitad de la tabla para abajo, que contribuyeron en gran medida a su mayoría electoral, no han tenido en sus vidas ninguna experiencia de mercado exitosa, al menos no una suficientemente larga y convincente sobre sus ventajas y virtudes.

Lo que saben o creen saber sobre esas ventajas les viene a esos votantes, más bien, de su contacto con otras sociedades, a las que envidian y quieren imitar, de discursos políticos bastante difusos, o simplemente es el fruto de haber tenido experiencias aún peores y más recientes con el Estado. Y esto le quita espesor al consenso pro mercado de estos momentos: no es que al credo populista e intervencionista, fuertemente enraizado en nuestra cultura, se le hayan secado sus raíces, no es que haya encontrado un opuesto equivalente, tan sólidamente asentado en costumbres, instituciones y reglas de juego como él, sucede simplemente que, de momento, ese credo y su grey están como turulatos, por la ristra agotadora de dislates de sus representantes y los pésimos resultados de las políticas asociadas.

Y esta precariedad del consenso liberal reformista define sus urgencias: la estabilización, el ajuste, las reformas de mercado tienen una ventana de oportunidad, pero no será una muy prolongada, ahí están ya los Kicillof de este mundo tratando de acotarla, insistiendo en que se volverá a comprobar que haberla creado fue un error.

Esta es, claro, no solo una disputa en el terreno de las ventajas materiales, sino también, o principalmente, por la atribución de éxitos y fracasos a los méritos y deméritos de cada bando. Sin ir más lejos, el kirchnerismo, en su repliegue, de nuevo se ha vuelto afecto a evocar sus años dorados, los de su fundación y del crecimiento a tasas chinas, con superávits gemelos, baja inflación y atracción de capitales. Olvidando que esos años justamente fueron de los pocos en que rigieron las reglas de una economía abierta, un peso acotado del sector público, y baja o nula interferencia en los mercados y los precios. Todo lo cual fue luego destruido, precisamente por las políticas de los Kirchner. Sería útil por tanto que Milei y su equipo recuerden correctamente esa experiencia a los argentinos, en particular a los dubitativos sobre la posibilidad de que los mercados los vayan a tratar mejor que nuestro Estado, que serán muchos en los próximos tiempos. Porque no hace falta retroceder 100 años para aprender cuáles son las reglas que nos pueden permitir volver a progresar.

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