martes 14 de enero de 2025
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Milei, un “estatista” a conveniencia

“El Estado es el enemigo, sigo siendo un anarcocapitalista y creo que el Estado es una organización criminal que se financia a través de una fuente coercitiva llamada impuestos, que nadie paga voluntariamente”, dijo Javier Milei en una entrevista otorgada a The Wall Street Journal. No solo el Presidente reiteró su desprecio por el “estado”, según su interpretación de lo que esto significa, sino que, como lo dijo en reiteradas ocasiones, se autodefine como un “topo infiltrado para destruir el estado desde adentro”.

El problema de ese dogma que lo caracteriza fanáticamente, como todo lo que esgrime con su particular forma de comunicar, es que por más que quiera y lo intente, Milei solo podrá achicar el gasto público, y hasta bajar y hacer desaparecer el déficit reduciendo los fondos utilizados por el Poder Ejecutivo Nacional para administrarse, pero jamás podrá lograr que el “estado” desaparezca. Decirlo y amenazar con hacerlo es una falacia, es la construcción de una idea, un camino que no tendrá el fin que tanto pregona.

Todo parece ser una postura ampulosa, cargada de títulos resonantes para impactar en la opinión pública, pero con poca relación con la realidad, y también con la verdad. Aún estamos esperando que el Presidente muestre el celular donde según él ya tenía 30 millones de dólares garantizados para “dolarizar” la economía o su plan estratégico para recuperar las Islas Malvinas: “sacala del ángulo” dijo una vez cuando admitió tener eso asegurado o que es considerado el mejor presidente de la historia, un autoreconocimiento condimentado con más vanidad que logros.

Lo que dice Milei sobre la “destrucción del estado” es absolutamente improbable. En principio basta con definir qué es el “estado”. Veamos: las constituciones de los países democráticos occidentales definen al Estado como una organización política con poder administrativo y soberano sobre una determinada área geográfica. Pero aclaran que esos estados deben contar con tres poderes diferentes: legislativo, ejecutivo y judicial, cada uno cuenta con funciones independientes. El Presidente, en este caso Milei, no tiene injerencia sobre dos de esos poderes: el legislativo y el judicial, salvo que piense en cerrar el Congreso o intervenir el Poder Judicial, algo que ni siquiera se permitiría discutir. En esta definición de organización política de un país ya tenemos la primera demostración de que es imposible para el Presidente “demoler el estado” -así lo dice él mismo- por más deseos cargados de un odio inexplicable que lo identifique. Pero hay más: existe una gran diferencia entre el Estado y un gobierno, la principal es que el gobierno es una parte del Estado encargada de administrar sus poderes y es temporal. En cambio, el Estado es una entidad permanente. No todos los ciudadanos somos el gobierno, pero todos somos el “Estado”. Sencillo, pero vale la pena aclararlo. Podríamos ir más lejos y recordar que somos un país federal, compuesto por provincias que tienen su propio estado con las mismas reglas de juego que en el orden nacional. Allí tampoco llegaría el poder destructivo que delinea a los gritos el Presidente.

Para un país que convive con una crisis económica endémica, cuyas razones de existencia y profundización están en parte relacionadas con el exceso de gasto público y el endeudamiento externo, la idea de Milei de “terminar con el estado” prendió fuerte en la sociedad, cansada del abuso y la corrupción en el ámbito público. Pero, ¿es sincero el Presidente? ¿Actúa de acuerdo a sus dichos? Realmente no. Sí lo hace en cuanto al achique del gasto público, necesario en algunos sectores de la administración pública, pero perverso y abusivo en otras áreas sensibles como el sector previsional, la salud y la educación pública. Párrafo aparte lo que se hizo con los jubilados en sus haberes y en el PAMI, obligándolos a peregrinar con papeles en sus manos para saber dónde y cómo serán atendidos o qué remedios dejarán de tener beneficios, merece un capítulo destacado en un hipotético libro sobre insensibilidad social.

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