sábado 2 de noviembre de 2024
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Miguel De Luca: “La elección presidencial en EE. UU. es una extraordinaria mezcla de caos, suerte y parroquialismo”

Miguel De Luca es profesor titular de Ciencia Política en las Facultades de Ciencias Sociales y de Derecho de la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en instituciones de gobierno, partidos políticos y sistemas electorales, temas sobre los que expone sin parar e ilustra con casos históricos y actuales.

Se aproximan las elecciones presidenciales en los Estados Unidos y tras las preguntas e intercambios de rigor sobre cómo está la competencia siempre surge el mismo tema: el colegio electoral. ¿En qué consiste? ¿Cómo se integra? ¿Cómo funciona?

El colegio electoral es un mecanismo de elección indirecta. Los estadounidenses no votan directamente al presidente sino a 538 delegados que son los encargados de tomar esa decisión. Esos 538 delegados provienen de cada uno de los 50 estados a razón de un número variable que equivale a la cantidad de senadores y  representantes que cada estado envía al Congreso de la Unión. Por ejemplo, en 2024 el estado de California posee 2 senadores y 52 representantes, entonces en esta elección envía 54 delegados al colegio electoral. A Texas le tocan 40 delegados, a Florida 30, a Nueva York 28, a Alaska 3 y así hasta completar la totalidad de los estados.

Luego de la votación de los delegados hay que resolver cuántos se asignan por partido, siempre sobre la base estadual. El partido político que gana en un estado obtiene la totalidad de los delegados en disputa, sin considerar el porcentaje de votos conseguidos ni la distancia respecto del partido que lo sigue en sufragios. Impera el criterio de “el ganador se lleva todo”. Así es en todos los estados salvo en dos, Maine y Nebraska, que tienen un sistema diferente y que no me parece conveniente describirlo ahora para no complicar la explicación.

El criterio de “el ganador se lleva todo” busca alentar la formación de una mayoría o directamente fabricarla. Porque el colegio electoral únicamente proclama presidente si un candidato o candidata consigue la mayoría absoluta: al menos 270 de los 538. Si nadie alcanza ese umbral, la decisión pasa a la Cámara de Representantes del Congreso.

Parece un poco extraño este criterio de “ganás y te llevás todo”, por lo menos desde la experiencia política argentina ¿Cuáles son las consecuencias más notorias de este criterio?

Ese criterio mayoritario es uno de los más antiguos entre los sistemas electorales. Es un criterio simple, fácil de explicar: “hay un único premio y para llevárselo hay que sacar más votos”. Los ingleses, que lo habían adoptado para escoger a los miembros del parlamento, lo difundieron entre sus colonias por todo el mundo. Por eso es el criterio usado actualmente en Estados Unidos, Canadá, en varias islas del Caribe, en la India y hasta la década de 1990 también lo practicaron en Nueva Zelanda.

Las consecuencias más notorias de este criterio mayoritario, desde nuestra propia experiencia, son dos.

La primera es que, como únicamente importa ganar en cada estado aunque sea por un voto, la competencia se concentra en los denominados “swing states”: los estados “oscilantes” donde la disputa es muy pareja entre ambos partidos y, por eso, definen la votación. Los candidatos no destinan muchos esfuerzos ni a atender los bastiones propios ni los del contrincante. Porque da lo mismo ganar por amplio o estrecho margen.  Por ejemplo, California elige la más grande cantidad de delegados al colegio electoral: 54. Pero desde hace treinta años en cada votación presidencial los demócratas vencen en California por una diferencia muy importante. Corolario: ni los demócratas ni los republicanos lo consideran como un “campo de batalla” electoral.

En este 2024 los “swing states” son Georgia, Pennsylvania, Arizona, Wisconsin, Nevada, Carolina del Norte y Michigan. Toda la atención está puesta en estos siete estados en los que unos pocos miles de votos definirán una elección con 180 millones de votantes. Los avisos de campaña, los esfuerzos por movilizar a los votantes, las visitas de los candidatos, los sondeos de opinión, en fin, todo. Y a pesar de todos esos esfuerzos, puede que en la definición sea clave un factor fortuito como un evento meteorológico o un cambio marginal en el método de empadronamiento o en el período para votar en un estado.

La segunda consecuencia de este criterio mayoritario es su potencial distorsivo. Que puede fabricar una mayoría absoluta en el colegio electoral para un candidato que no logró ese umbral en el voto popular o incluso para un postulante que obtuvo menos votos populares que otro postulante. Durante gran parte de la historia de Estados Unidos estos escenarios fueron excepcionales, pero en los últimos tiempos está pasando bastante más seguido. En 2000 votaron unos cien millones y el demócrata Al Gore obtuvo medio millón más de votos de George W. Bush, quien sin embargo se llevó la mayoría en el colegio electoral. En 2016 votaron casi 130 millones y Hillary Clinton le sacó una diferencia de unos tres millones de votos a Donald Trump, pero Trump consiguió la mayoría en el colegio electoral. En breve: en cinco de las últimas seis elecciones presidenciales los demócratas obtuvieron más votos populares, pero sólo lograron llegar a la Casa Blanca tres veces, las dos de Barack Obama y la de Joe Biden.

Estos fenómenos pueden darse por varias combinaciones posibles, la mayoría algo complejas de explicar por este medio. Por lo que recurro a un escenario hipotético simple: esta distorsión ocurrirá si, por ejemplo, un candidato pierde por una diferencia muy estrecha en los estados con más votantes (y por lo tanto con más delegados al colegio electoral) y vence por un margen muy amplio en los estados con menos votantes (y pocos delegados al colegio electoral).

¿Por qué los Estados Unidos tienen este sistema?

República y federalismo en el nacimiento del país. Los Estados Unidos habían declarado la independencia en 1776 y la habían defendido en una guerra frente a los ejércitos de un rey inglés, Jorge III. Así que al momento de organizarse políticamente la monarquía no era una opción: los patriotas que habían luchado para librarse de una no estaban dispuestos a adoptar otra. Entonces se decidieron por una república con una jefatura de Estado elegida con algún grado de participación popular, un método novedoso para la época. El colegio electoral resolvía esta cuestión y, a la vez, evitaba los riesgos de una votación directa y permitía filtrar candidatos indeseables para la elite. Por otra parte, la invención del colegio electoral combinaba muy bien con el diseño federal. Favorecía a los estados menos poblados, los protegía de la amenaza de elecciones presidenciales dominadas por los estados con más habitantes. Así que como solución de compromiso logró acoplarse con el diseño constitucional que armaron los constituyentes reunidos en Filadelfia. Y quedó.

Justamente, después de doscientos años y con tantos cambios en la política, la sociedad, la economía de los Estados Unidos, la pregunta que surge es ¿por qué el colegio electoral logró quedarse? ¿Por qué no lo cambiaron?

Las reformas constitucionales en América Latina, como la de Argentina en 1994, muestran que el reemplazo del colegio electoral por algún tipo de elección presidencial directa es posible. Posible pero poco probable: varios actores, beneficiarios de las reglas actuales, se opondrían fuertemente a cualquier iniciativa de cambio. Las nuevas reglas reducirían el peso político de los estados con electorados más pequeños y de los estados con competencia más reñida entre demócratas y republicanos y aumentarían la influencia de los estados más poblados. Habría también modificaciones en las estrategias electorales de los partidos y candidatos. Y, según el diseño de las nuevas reglas, también podría incrementarse la participación electoral, transformarse abruptamente el proceso de selección de candidatos y hasta variar el número de partidos políticos relevantes. Se trataría de un impacto concreto muy grande y de una evolución política de desenlace incierto. Por lo que, salvo una crisis de magnitud excepcional, entiendo que en los Estados Unidos el colegio electoral continuará vigente.

¿Funciona entonces el federalismo como un freno importante para cualquier tipo de cambio?

El federalismo es un factor clave para explicar toda la elección presidencial en Estados Unidos y no solamente la persistencia del sistema electoral. Presidente y vicepresidente son los dos únicos cargos electivos en los que participa la ciudadanía de todo el país. Sin embargo, no existe una regla general para esa elección, no existe lo que en Argentina llamamos Código Nacional Electoral. En definitiva, no hay “una” elección presidencial, sino cincuenta elecciones que, por adición, definirán quién ocupará el cargo.

Cada estado define todas las cuestiones básicas como la forma de asignar los delegados al colegio electoral por partido, el método y los plazos de empadronamiento, la forma de votar, el diseño de las listas, los documentos para probar la identidad como elector, el horario y la apertura de las mesas de votación, el plazo para emitir el voto, el modo de proceder al recuento de votos, entre otras.

Por ejemplo, como mencioné, para la asignación de delegados al colegio electoral por partido impera el criterio de “el ganador se lleva todo” en todos los estados, salvo en dos: Maine y Nebraska los determinan con un criterio diferente.

Ocho estados y también el distrito de la capital, Washington DC, habilitan ampliamente la votación por correo. La misma dispersión se da con la fecha de la votación. En esta oportunidad es el martes 5 de noviembre, pero en algunos estados se puede votar hasta un mes y medio antes del 5 de noviembre, como Vermont o Virginia, donde ya empezaron a votar. En cambio, en otros estados, como Alabama, no está contemplado el voto anticipado. E incluso más, algunas reglas dependen de municipios o condados, con lo cual las diferencias pueden darse entre estados o al dentro de un mismo estado.

En pocas palabras, la elección presidencial en Estados Unidos es una extraordinaria mezcla de caos, suerte y parroquialismo.

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