-¿Usted está seguro, doctor, de que lo que me está comentando es el deseo del General Perón? Si es así, me parece que tengo derecho a saberlo de su propia boca, ¿no le parece?”
Palabras más, palabras menos, Héctor J. Cámpora, entonces presidente de la República, electo por el voto popular del 11 de marzo de 1973, dejó perplejo a su interlocutor, el abogado y militante Juan Manuel Abal Medina, entonces secretario general del Movimiento Nacional Justicialista, hombre de máxima confianza de Perón, gestor de su regreso al país el 17 de noviembre de 1972, y mensajero que le había llevado un pedido de “paso al costado”, en verdad una indisimulada solicitud de renuncia al cargo en nombre del fundador del peronismo, que recién se acomodaba a su nueva vida en el país luego de su dilatado destierro.
Poco después de su victoria, Cámpora había viajado a Madrid para “ofrecerle el triunfo al General”, pero tendría gestos y declaraciones como si la victoria le perteneciera sólo a él. Quizá lo creyó: los votos en las urnas estaban a su nombre, aunque todos sabían que el dueño de la algarabía popular era Perón. Cámpora no se percató de eso y aceptaría un encuentro con el papa Paulo VI, del que el General, todavía excomulgado por la Iglesia, quedaría excluido.
A poco de regresar al país, se pondría en marcha la asonada partidaria del 13 de julio de 1973, dirigida en las sombras por el viejo general con la astucia de un cazador furtivo, y un único objetivo: desalojar a Cámpora de la Casa Rosada. En verdad, el jefe peronista venía rumiando la decisión desde que comprobó que la juventud partidaria en armas, en particular Montoneros, había rodeado a su otrora fiel delegado, un hombre sin identidad política propia, cuya mayor virtud había sido su lealtad y sentido de la obediencia.
Y terminó de definirla el mismo día en que Cámpora asumió el poder, el 25 de mayo de 1973, cuando la izquierda trotskista y las orgas en rebeldía de los jóvenes peronistas habían copado la Plaza. Más aún: esa misma noche las puertas de la cárcel de Devoto se abrirían para todos los presos, políticos y comunes. Ya madrugada alta en España, Perón comprendió que la permisividad del presidente no auguraba la refundación institucional que pretendía para la Argentina.
En su libro “Conocer a Perón”, editado en 2022 por los 50 años de regreso de Perón al país, Juan Manuel Abal Medina, justificaría el golpe palaciego que desplazaría a Cámpora del poder con un argumento imposible de refutar: “Con Perón en el país, no podría haber otra persona al frente del Gobierno.”
La verdad histórica es que, desde el vamos, Cámpora no había sido el candidato prioritario de Perón. Lo era Cafiero, respaldado por las 62 Organizaciones y la poderosa Unión Obrera Metalúrgica, entonces un gremio de enorme gravitación política. Hasta que Cafiero cometió un error imperdonable, que desafiaba el liderazgo de Perón. Todo pasaría como el parpadeo de un relámpago. Perón venía de haber sentado a Cafiero a su lado el 8 de octubre de 1972, su último cumpleaños celebrado en Puerta de Hierro, en el exilio madrileño, apenas 40 días antes del histórico regreso del 17 de noviembre. Era la bendición oficial del líder para su candidatura.
Sin embargo, Cafiero, entonces de apenas 50 años (la edad en la que Perón había llegado al poder), con suficientes dotes intelectuales como para recrear la mística y las ideas del peronismo originario, sería tentado por quien consideró un mensajero confiable. Mientras el cruce de chicanas hostiles entre Perón y el dictador Lanusse crecían y escalaban la temperatura política del país, Cafiero cometería “el error más grande de mi vida”, según confesaría alguna vez, en ruedas íntimas.
José Berd Gelbard, de discreta militancia comunista, empresario a quien Perón le había confiado el manejo de la economía con el claro propósito de abrir mercados del este europeo, le haría llegar a Cafiero una invitación del dictador Lanusse para “charlar de política”. Gelbard le aseguró que “no veía nada malo” en un eventual encuentro y que no era necesario poner al tanto a Perón. “Lanusse le puede dar buena información, Antonio, y después se la pasa usted al General”. Cafiero le creyó.
En Puerta de Hierro, Perón supo del encuentro antes de que se consumara. Esperó en vano un aviso de Cafiero, quien recibiría una advertencia que lo haría dudar, pero no lo suficiente. Ana Goitia, su mujer y madre de los 10 hijos de ambos, muy influyente en su vida privada y pública, lo sacudiría con energía: “No vayas, Antonio. Es una trampa y puede ser vista como una traición tuya”. Cafiero fue. Apenas salido de esa reunión, en la que no se hablaría sino de formalidades intrascendentes, en los cenáculos de la política y en las intrigas de las tertulias cuarteleras, ya estaban enterados. Perón también. Ese día Cafiero dejaría de ser candidato. De ahí en más, Perón no le respondería sus mensajes y llamados. Eso explica por qué le daría un puesto menor en el gobierno de Cámpora, como fue el de presidente de la Caja Nacional de Ahorro y Seguro. Indecoroso para sus antecedentes y capacidades.
E jefe peronista daría la última estocada el 14 de diciembre de 1972, después 28 días en la Argentina, donde disfrutó de un baño de multitudes y emergió como claro vencedor del duelo de inteligencias tácticas con Lanusse. En el momento de embarcar de vuelta a Madrid, antes del regreso definitivo del año siguiente, le susurraría Abal Medina: “El candidato es Cámpora. Encárguese de difundirlo, doctor”. Rucci y Miguel pusieron el grito en el cielo.
Abal Medina estaba desconcertado. El oráculo peronista había hablado: no había marcha atrás. En su libro “El Presidente que no fue”, Miguel Bonasso, periodista, escritor y en sus orígenes militante montonero, le pondría contexto picante al episodio al contar la reacción de Rucci al enterarse: “… Pero, ¿cómo nos hace esto? ¡Es un viejo hijo de puta!”. La candidatura de Cámpora nacía mal herida.
El 11 de marzo de 1973 hablarían las urnas. Y consagrarían en primera vuelta a la fórmula Cámpora-Solano Lima (FREJULI, alianza con el desarrollismo frondicista y otros partidos, como el conservadurismo bonaerense, encarnado en el vice Solano Lima) con el 49,53%. Los radicales, con Balbin-Gamond (UCR) sólo llegarían al 21,29%.
Esos días posteriores al triunfo electoral y a la asunción del mando, el clima social se volvía insostenible. El paisaje cotidiano era el de una creciente anarquía: secuestros extorsivos, asesinatos, las bandas peronistas se mataban en nombre del “Perón de izquierda y del Perón de derecha”. Con Cámpora en la Rosada, a punta de pistola y con un poder permeable y sin reacción, grupos armados ocupaban día tras día fábricas, edificios públicos, universidades, empresas privadas y medios de comunicación. El camporismo más duro se sentía en la gloria. Perón, no.
Una mañana llamó por teléfono a Abal desde Madrid: “Me dicen que la Argentina es un desastre, un verdadero caos”, bramó el General del otro lado del océano. Habría usado la palabra “quilombo”. No se equivocaba. La política se decidía en las cruces de los cementerios y no en las plazas de los debates públicos. El país clamaba por Perón y él actuaba y se manifestaba como un presidente en ejercicio. Isabel y López Rega, con gestos esotéricos y rituales de secta, empujaban a Cámpora cada día al abismo. Sólo faltaba que él se diera cuenta. El 13 de julio de hace 52 años, visitó a Perón temprano. Muchas fuentes aseguran que no fue recibido. Desde allí marchó al Congreso, donde leería su renuncia. El país sintió alivio, sin percibir que faltaba lo peor.
Publicado en Clarín el 12 de julio de 2025.
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