sábado 21 de diciembre de 2024
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Más que “alegría”, responsabilidad y sensatez

La vicepresidenta invocó la necesidad de recuperar la alegría. Pocos objetivos son tan atractivos. Creo que quienes sostienen ese planteo lo hacen de buena fe. No hay dudas de que cuando transcurren meses con el país al borde de una corrida financiera, o se advierte que la inflación le resulta inmanejable al oficialismo, el humor social se deteriora. La Argentina necesita cambiar, pero también necesita reflexionar.

La experiencia política que estamos transitando, estos más de 20 años posteriores a la crisis que se incubó en la recesión de 1998 y que estalló en 2001/2, merece un juicio que excede la valoración electoral. La dominancia kirchnerista, ya sea como oficialismo o como una minoría con capacidad de incidencia, no ha sido una casualidad. Un largo ciclo más centrado en buscar culpables que soluciones, instalando consignas y apelando a las emociones, por ejemplo: “la alegría”. Por eso no sorprende que se bata recurrentemente el mismo parche.

Hay una relación que une la política espectáculo, el discurso épico y la apelación a sensaciones movilizantes, con la degradación del sentido de gestión, la falta de auditoría pública severa y la pobreza de resultados. Sencillamente porque la energía está puesta en otro lado. La consecuencia natural de este proceso es el deterioro de la calidad de vida y de la confianza en las instituciones. Pero no se trata de algo “que nos pasó”, se trata de un escenario que hemos construido como sociedad, con responsabilidades (obviamente) muy diferentes.

Lo paradojal de los recursos mal asignados y las apelaciones impostadas no es otra cosa que haber incubado en la sociedad un desprecio por lo público nunca visto en la Argentina. Al igual que en Cuba y Venezuela, las personas en privado se ríen, pero no de alegría, sino de los planteos desubicados y fuera de contexto de los funcionarios. Tanto reivindicar vanamente el Estado para que, al final del camino, luego de degradarlo y usarlo para fines partidistas, la sociedad haya incubado la idea de que se trata de una losa pesada de llevar, cara, y un nido de corrupción.

Se trata de una generalización falsa, pero de ninguna manera absurda. Este modelo es un fracaso, puedo decirlo categóricamente porque ningún otro país del área (a excepción de Venezuela) en estos años vio destruir su moneda ni duplicar sus indicadores de pobreza. Tomo solo dos referencias que demuestran que, en un contexto difícil, la Argentina añade elementos que complican aún más las cosas.

Lo de la “alegría” es revelador. Un Estado que no puede garantizar 180 días de clases, que hace un censo y no puede consolidar los datos en 6 meses, no parece ser el instrumento idóneo para alterar la vida de los ciudadanos hasta dibujar una sonrisa en su rostro.

Lo peor de todo es que los militantes del optimismo no perciben que la sociedad no pide tanto. Las personas “de a pie” saben o intuyen el agotamiento de un Estado exhausto, perciben la mediocridad y la falta de creatividad de las respuestas oficiales y están cansadas de hacer esfuerzos hacia la nada. Sus expectativas son realmente realistas, y por eso deben ser honradas con un programa claro. La suma de spots, insultos, descalificaciones, bravuconadas, música pegadiza y tuits ocurrentes no nos va a sacar de este pozo.

La tristeza y el escepticismo que atraviesa el país pueden ser un signo de madurez. Por primera vez en los casi 40 años de democracia, el agotamiento y la desconfianza en las respuestas públicas deriva en un nuevo escenario político. Lo central de la novedad es que la conversación pública se ha desplazado, y resulta incomprensible para aquellos que confían en que la alegría se conquista desde el poder.

Para una enorme mayoría social, no tiene ninguna lógica depositar en las estructuras políticas existentes expectativas que no van a poder atender. Desde el más humilde trabajador informal hasta el profesional más destacado, saben que hay algo profundo que hace que las cosas no funcionen bien. Por eso, para muchos es más fácil decir o sugerir que si algo no funciona se elimine. Parece una mala opción, así planteada. Pero tiene su lógica.

La Argentina está entre el conservadurismo kirchnerista y el abolicionismo de Estado. En cambio, resultaría razonable que nos propongamos un objetivo más modesto y no por eso poco trascendente. Por ejemplo, que digamos cómo vamos a eliminar el déficit, para recuperar a mediano plazo el crédito, o cómo vamos a reformar nuestro sistema previsional para dotarlo de sostenibilidad, o cómo recuperar la sensación de orden público alterada, o cómo mejorar las performances educativas frente a un sindicalismo reactivo.

Si Juntos por el Cambio llega al gobierno, más rápido o más lento, debe desplegar un conjunto de políticas que expresen una alternativa clara, consistente y centrada en los problemas. El ciclo de la fascinación emotiva arrastra los pies, la alternativa no puede ser otra vía a lo mismo, sino que debe incluir un aprendizaje. De la alegría debe ocuparse cada uno, y el Estado debe generar los marcos convivenciales aptos para poder desenvolvernos (lo que no es poca cosa).

La idea de que un cambio político nos cambia la vida puede ser cierta. El cambio, en la Argentina, se llama responsabilidad y sensatez. Proponer la alegría en un país con más de la mitad de los niños en situación de pobreza es más un exabrupto tribunero que ninguna otra cosa. No hay que encontrar la cuadratura del círculo, hay que poner foco en la tarea concreta que tenemos que hacer: ser más austeros, utilizar más la evidencia en el diseño de políticas, explicar las cosas con claridad, colocar incentivos correctos y recuperar el rol punitivo del Estado frente a la corrupción y el delito. Nuestro horizonte debe ser la reparación nacional, y eso no requiere otro relato, sino abonar otra cultura política.

Los charlatanes que tienen todas las respuestas son incapaces de reconocer la complejidad y, por lo tanto, comparten el espíritu adolescente de los optimistas militantes. La Argentina está a pocos meses de una cita electoral compleja. Todo lo que nos podamos alejar de la “política espectáculo” será un paso en favor de las soluciones sostenibles. Estos 20 años han sido una tragedia en materia de productividad, calidad institucional y relaciones internacionales. Sin embargo, no fueron una imposición. Es hora de enmendar esas malas elecciones. No vayamos atrás de otros cantos de sirena. Así como el agotamiento de los recursos públicos desnudó la impotencia del populismo, no es necesario advertir que la Argentina no debe ser el laboratorio de nada excepcional, sino sencillamente un país que madura y enfrenta sus problemas con criterio, racionalidad y determinación.

La novedad política en la Argentina no es buscar otra vía estatal a la “alegría”, sino construir un modelo en el que la política no asedie a las personas con su incompetencia, sus privilegios, sus cambios intempestivos y sus exacciones sucesivas.

Publicado en La Nación el 19 de noviembre de 2022.

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