El viernes 31 de enero Gran Bretaña abandonó la Unión Europea (UE) después de 50 años de pertenencia (en un principio se llamo Comunidad Económica Europea). Este proceso, que demandará distintos tipos de arreglos y compensaciones con elevadas sumas de dinero en juego, llevará un año de negociaciones.
El surgimiento del Brexit había sido el tema fundamental que signó el referendum del primer ministro (conservador) David Cameron, quien se mantuvo en funciones entre el 2010 y 2016. En principio, el funcionario creyó que el escape de Europa no sería aprobado por la ciudadanía británica. Fue una especie de desliz político. Una movida torpe, antirracional.
El hecho es que la salida del Reino Unido se impuso electoralmente en el interior de la isla, en tanto la juventud y muchos empresarios lo rechazaron.
Luego siguió una danza de conversaciones entre Inglaterra y Bruselas, la capital de la UE, y la renuncia de funcionarios de alto nivel. Gran Bretaña ya no tendrá más representación (73 diputados) y ya no le admiten voto en los momentos clave, aunque sigan aportando millones a la Unión hasta el 31 de diciembre.
El viejo continente pierde 66 millones de habitantes británicos (ahora totalizará 450 millones de personas) pero se propone forjar el presupuesto de la comunidad política en 20 billones de dólares.
De aquí a fin de año se prevé la redacción de pactos comerciales entre la isla y Europa, sumado a los entendimientos financieros y legales correspondientes. El plazo de un año de negociaciones podría extenderse a pedido de las partes.
Sin embargo, Boris Johnson, el primer ministro inglés responsable de trasladar a los papeles la ruptura (algunos utilizan la palabra “divorcio”), apuesta a que se concrete y jura que no habrá postergaciones. El mandatario tuvo libertad de movimientos porque contó con el respaldo decisivo de la reina y su corte para seguir hasta las últimas consecuencias.
El líder del Partido Conservador tendrá que hacerle frente a la oposición de Escocia que cuestiona la decisión que, en paralelo, daña económicamente a Irlanda del Norte. No se sabe todavía qué tipo de relación adoptará Inglaterra en el terreno aduanero y en las políticas comerciales. En anteriores momentos, Johnson prometió un puente comercial con Estados Unidos, con el apoyo del presidente Donald Trump.
¿Cómo se llegó a esta realidad? En primer lugar porque en las últimas elecciones ganaron los conservadores. En la vereda de enfrente, los laboristas (social-demócratas) no pusieron en práctica ideas claras: demoraron definiciones, encararon sin bases sólidas la contienda electoral, no fueron explícitos en expresarse contrarios a la salida del Reino Unido, presentaron una ideolgía ultraizquierdista y perdieron en regiones donde el laborismo siempre fue un triunfador, en especial en ciudades industriales.
Nadie se anima a pronosticar cuál será el futuro de Johnson y el Brexit. Las dudas emergen cuando se leen las estadísticas: el bloque comunitario es el mayor socio comercial de Gran Bretaña. El año pasado representaba el 45% de sus exportaciones y el 53% de sus importaciones.
Si bien el 1 de enero de 1973 fue el día decisivo en el cual la isla firmó el ingreso a la Unión Europea, los ciudadanos no le dieron mucha importancia. Había tensión social, un gran desengaño de los políticos, el Ejército Republicano Irlandés Auténtico (IRA) ponía bombas en todos los rincones y la sociedad mostraba indiferencia. Hace 47 años eran algunos países europeos que no querían saber nada con esa incorporación.
Charles de Gaulle siempre vetó la entrada al continente. Su argumento se basaba en que los británicos eran muy especiales en su forma de ser, hábitos y tradiciones. Eso era lo que pensaba un general francés que encontró asilo en Gran Bretaña entre 1940 y 1945 y desde allí reunificó fuerzas para combatir a los nazis.
Las horas actuales tienen sus particularidades. Europa no termina de salir de la crisis financiera y productiva del 2007/2008, y allí encontraron sitios donde vivir más de tres millones de refugiados africanos y de Medio Oriente.
El Brexit emergió dentro de un cascarón nacionalista y una sociedad que no quiere recibir refugiados porque puede forzar una extrema sensibilidad contra los extraños. Al finalizar la Segunda Guerra Mundial arribaron a la isla nativos de todas las colonias inglesas en Asia y en el Caribe gestando grupos humanos muy diferentes entre sí, con culturas distintas.
Este separatismo no se diferencia de los brotes nacionalistas en otros países, como Italia y Francia, Alemania del Este y en aquellos que integraban la órbita comunista que ahora forman parte de la comunidad continental.
Son varias las naciones que no ponen todas las fichas a la suerte del Brexit, por lo que es, por lo que significa y por la bandera que ostenta.
Las divisiones son graves. Como la búsqueda de Barcelona de alcanzar el desprendimiento de España; las proclamas antiracistas de Matteo Salvini, de extrema derecha de la Liga del Norte de Italia; los enfrentamientos en los Países Bajos entre valones y flamencos, separados por idiomas distintos y esquemas diferentes de pensamiento aunque pertenezcan a un mismo país, Bélgica.
Fueron los ingleses los primeros en cuestionar a la UE, manejada, según ellos, en Bruselas, por “burócratas” sin sensibilidad, dispuestos a imponer políticas financieras y económicas demasiado exigentes y desgastantes.
La salida del Reino Unido cierra el último capítulo que ligaba a los ingleses con Europa. En la Primera y Segunda Guerra Mundial se unieron a los franceses (no colaboracionistas de los invasores alemanes en 1940) en una empecinada pelea contra Alemania y el Imperio austrohúngaro. Históricamente ambos se enfrentaron en duras batallas, pero se diluyeron cuando las casas reales de los países forjaron alianzas matrimoniales.
Publicado en El Auditor el 3 de febrero de 2020.
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