miércoles 24 de abril de 2024
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Luis Alberto Romero: “Toda mirada del pasado tiene que ver con el presente y con el futuro”

Recientemente galardonado con el Premio Ñ a la Trayectoria Cultural 2020, el profesor Luis Alberto Romero es uno de los referentes más importantes de la historiografía argentina, además de un agudo analista del presente. Sus columnas son reproducidas habitualmente en Nuevos Papeles.

¿Cómo es hacer historia en Argentina?

Las condiciones para hacer historia profesional, académica, han cambiado profundamente desde 1983. El Conicet expandió de una manera notable todo el área de humanidades y ciencias sociales y hasta hace poco era relativamente tener una beca para doctorarse. Muchos luego ingresaron a la planta permanente del Estado como investigadores. Las universidades se multiplicaron en todo el país, y muchos docentes tuvieron dedicaciones exclusivas con tiempo para investigar. Por otro lado, se consolidaron las normas profesionales estándar en todo el mundo: doctorado, actualización permanente, participación en jornadas y congresos, publicación regular en revistas con referato, que se multiplicaron. Todo fundado en el mérito, juzgado por los pares.

Personalmente, yo me formé en otro mundo y en sus márgenes. Pero desde 1983 trabajé mucho para ayudar a construir las instituciones de la historia profesional. Su resultado más notable es una elevación significativa del nivel estándar, que hoy es similar al del universo internacional, en cantidad y en calidad. A la vez, parafraseando un comentario de Martha Argerich sobre los pianistas, diría que la media es buena, el nivel superior es muy sólido, pero no se vislumbra la figura de grandes historiadores, como José Luis Romero o Tulio Halperin Donghi. Aunque imagino que los franceses dirán lo mismo respecto de Bloch, Braudel o Le Goff.

Más importante es la cuestión de la especialización temática, que es uno de los requerimientos de la profesionalización. La síntesis histórica -hecha a partir de las ionvestigaciones de base- no es valorada en el mundo profesional. Yo creo que es una parte importante del proceso colectivo de elaboración, y en mi trabajo como editor impulsé esos proyectos.

Tengo la impresión de que el enorme avance de la producción profesional no está llevando a la discusión de nuevas síntesis. Salvo excepciones, claro.   No es bueno para el avance de la disciplina. Pero además, desde el punto de vista del historiador, que es a la vez un ciudadano, esa es su forma de intervenir en la vida pública.

En la Ciencia Política, la misma definición habla de una ciencia política en sentido amplio y otra en sentido estricto; en el caso de la historia, ¿Cuál es el espacio para la historia académica y la divulgación histórica? ¿Cómo pueden convivir?

La historia académica o profesional de la que hablaba corresponde a un mundo pequeño, una corporación de practicantes que aspiran a conocer la verdad, sabiendo que es un horizonte nunca alcanzado. Pero examinan su tarea con ese horizonte, y son examinados por sus colegas con ese presupuesto.

Pero veamos la historia desde otro punto de vista: el de la comunidad y de cada una de sus integrantes. Toda persona es un historiador en potencia, y tiene derecho a serlo. Construye una versión de su propia existencia -una identidad, suele decirse-, articulando su pasado, su presente y su futuro proyectado, y lo hace de una manera arbitraria y útil a la vez, recordando lo que quiere y olvidándose de lo que le conviene. Por alguna razón, y a diferencia de la ciencia política, las historia -es decir nuestra versión del pasado- nos interpela de un modo profundo. La humanidad -la occidental, para ser preciso- lo sabe desde Homero. En ese sentidos, todos somos historiadores.

Mutatis mutandis, lo mismo ocurre con la comunidad, que construye su memoria o, como se decía antes, su conciencia histórica. La memoria colectiva intersecta con la personal, y tiene una fuerte capacidad performativa. Es un terreno fundamental de la vida social y política, un campo conflictivo, donde se proyectan los conflictos de la sociedad. La lucha por la memoria en una parte de lo que antes llamábamos la lucha de clases.

Muchas voces intervienen allí. Con proyectos ideológicos o políticos -desde las Iglesia hasta los partidos que compiten hoy por las elecciones- y también hay proyectos mercantiles. Todo político habla de historia; toda iglesia, religiosa o laica, lo hace. Pero además hay mercaderes de la historia, dicho sin ofensa. Las versiones del pasado son una mercancía que rinde mucho, en forma de libros de historia, de canciones, de filmes, de novelas, hasta de poesía. A esas versiones del pasado las llamábamos hasta no hace mucho “narrativas”; hoy se usa “relatos”.

¿Donde queda, entonces, la objetividad, la “verdad histórica”?

Se admite que las narrativas y los relatos son construcciones y que su propósito no es la verdad, si bien la verosimilitud es necesaria. Es decir, es un  terreno en el que a los historiadores profesionales, preocupados por acercarse a la verdad, no se le reconocen prerrogativas particulares. Para decirlo por la positiva: la memoria social, la conciencia histórica, es algo demasiado importante para dejarlo en manos de los historiadores académicos.

Ni tiene sentido renegar de esas narrativas o relatos, Son parte constitutiva de cualquier  comunidad, y desempeñan una función muy importante en la construcción de identidades y en la explicitación de los conflictos. Siempre están. No son ni verdaderas ni falsas. Lo que cada uno puede decir, desde el  punto de vista de sus valores, es que son útiles o dañinas. Por ejemplo, quien valore la pluralidad y la convivencia preferirá cierto tipo de narrativa; quién quiera convertir los conflictos en agonales recurrirá a otra.

Ese es el lugar en que los historiadores profesionales pueden, eventualmente, hacer valer su saber, indicando los aspectos fuertes o débiles de las versiones, consideradas desde sus perspectivas ciudadanas. Es decir: no habrá una opinión de los historiadores, habrá varias.

Quizá nuestra mayor contribución a la comunidad sea la forma como discutimos esas distintas opiniones en nuestros ámbitos profesionales. Nadie renuncia a sus valores, pero todos tenemos exigencias de verdad que finalmente achican los márgenes de disidencia y ayudan a entender el punto de vista de los otros. Un diálogo entre historiadores serios puede ser un buen ejemplo de convivencia civilizada, esclarecimiento y recíproca comprensión. Puede ayudar a convertir lo agonal en plural. Últimamente me he dedicado a promover esta práctica, y ojalá sirva de ejemplo.

En una entrevista reciente indicó que su estrategia es tener una mirada en el presente. ¿De qué manera estructura su pensamiento para explicar los fenómenos históricos?

En mi caso no fue exactamente una estrategia sino una elección. La elección tiene fecha, y claramente un componente ciudadano: en los años ochenta y noventa me propuse escribir una síntesis sobre la historia argentina contemporánea basada en los numerosos estudios existente, que llegara exactamente hasta el presente. Lo hice porque creía que una intervención de ese tipo podía ser significativa. Entusiasmos propios de la edad, y de la singular coyuntura de la construcción democrática.

Es algo sabido que toda mirada del pasado tiene que ver con el presente y aún con el futuro. Un historiador vive en su época, y es sensible a las preguntas de su tiempo, aún cuando las cuestiona. Pero una cosa es preguntarse por la lucha de clases o la naturaleza del patriarcado en el Antiguo Egipto o en la Alta Edad Media y otra es contar una historia que llega al propio presente. Por más precauciones que se tome, el sesgo subjetivo es más fuerte. Es inevitable. Lo único que se debe hacer es ser consciente y, en beneficio de los lectores, declararlo. Luego, los colegas, los pares, señalarán los sesgos.

Es posible estudiar cómo, en la obra de cualquier historiador, esa relación entre su presente y el pasado va cambiando. Ese es el trabajo de quienes hacen la historia de la historiografía. En mi caso se nota -creo que claramente en las distintas versiones finales de un libro “Breve historia contemporánea de la Argentina”. Como se vendió mucho y se usó en la enseñanza, me vi llevado a agregar nuevos capítulos finales en tres ocasiones.

Mi perspectiva de la historia argentina del siglo XX, y ahora del XXI, fue cambiando entre 1993, cuando el eje y el punto de llegada orientador era la democracia, y 2018, más veinte años después, cuando pensé que el problema argentino residía en la relación espuria entre el Estado y las corporaciones de intereses. Esa idea fue creciendo en los nuevos capítulos, que no encajaba natural y satisfactoriamente con los anteriores. Es decir que lo que los historiadores van haciendo en distintas obras, en este caso está todo reunido en la versión final del libro, y cualquiera que se lo proponga lo descubrirá fácilmente.

¿Cuánto de la llamada “grieta” actual tiene que ver con las discusiones sobre los procesos históricos que, si bien saldados, no terminan de generar un consenso en la sociedad?

Es una pregunta muy interesante. Creo que entre el presente y el pasado hay un doble movimiento, un ida y vuelta permanente en el que la causalidad se disuelve en la interacción, en lo que unas décadas atrás se llamaba la dialéctica, y que es una respuesta posible a la célebre aporía del huevo y la gallina.

El origen, el motor siempre está en los conflictos del presente, que los protagonistas proyectan al pasado buscando conformar su identidad, darle entidad al conflicto que plantean y, si es posible, teñirlo con un lustre reivindicatorio. Esto opera sobre las lecturas, las visiones, las narrativas del pasado. Entramos aquí en el terreno el la conciencia histórica, que vigoriza los conflictos del presente.

Pero no solo eso. Las narrativas, cuando se decantan, se empalman con otras y adquieren el carácter de evidentes, se instalan en el “sentido común”. Llamo así, como lo leí en Gramsci, a esa parte de nuestra mente que piensa con piloto automático, sin cuestionar lo que cree. En ese momento el pasado se transforma en matriz de procesamiento de la experiencia cotidiana. Cada suceso, cada dicho se reformula en función de esa matriz.

Esto es lo que ocurrió y ocurre con una versión de nuestro pasado que, simplificando, llamaría nacional populista -o “nac&pop” como suele decirse.  Ha llegado a ser dominante. En rigor, hoy es la “historia oficial”.    Aunque su genealogía puede llevarnos mucho más atrás, me limitaré a trazarla en el siglo XX, cuando coincide con la democratización social y la constitución de una política de masas.

Su primer signo es el nacionalismo de las clases altas de principios de siglo, con su obsesión por encontrar el “ser nacional”. En los años 30 se nutre de problemas económicos, se hace anti británica y cultiva el “revisionismo” rosista. Por entonces empalma con la concepción católica integral, la de la espada y la cruz, que emerge victoriosa en 1943. De ahí sale Perón, quien le agrega el conocido giro popular. En los años sesenta se impregna del latinoamericanismo antimperialista y en los setenta se hace revolucionaria, entre castrista y católica. Se repliega en los ochenta y vuelve a emerger, con todas potencia en los años noventa, con la reivindicación del “setentismo” por generación de los hijos de los militantes. El kirchnerismo opera la última y más exitosa síntesis, al entroncarla con la tradición de los derechos humanos, en la perspectiva de Bonafini.

Como usted señala, perduran en ella algunos conflictos pasados ya saldados, como lo de Rosas y Rivadavia, o la Guerra del Paraguay; hay otros que están vivos y siguen doliendo, como los de los años setenta, y otros muy presentes. Lo notable es lo compacto de este nuevo compuesto, y su capacidad para moldear el sentido común. De un lado de la grieta, esta es clara, consistente, evidente para sus protagonistas. Del otro, las cosas son menos clara, menos seguras, y también menos agonales.

¿Tiene esto que ver con un “iliberalismo” en sectores amplios de la sociedad?

Su pregunta me permite ejemplificar el proceso que traté de describir. La corriente que caractericé tuvo una larga etapa de anti liberalismo militante.  Hoy, su instalación en el sentido común, su triunfo, nos lleva a pasar del “anti”, que es militante, al “i” o “in” que significa “ausencia de”. En la corriente principal de nuestra sociedad, ya no se pelea contra el liberalismo sino contra algo muy diferente, que han bautizado “neo liberalismo”. Por otra parte, las cuestiones que en otro tiempo habrían formado parte de una agenda liberal, como la ley de interrupción legal del embarazo, hoy se alimentan en otras fuentes.

La tradición liberal existió en nuestro país, y en toda Latinoamérica. Fue menos raigal que la antiliberal, pues no se sostenía en la tradición católica -un tema largamente desarrollado por Loris Zanatta- pero tuvo sus momentos de auge, entre su inicio, en tiempos de la Ilustración, y su crisis y quiebre, con la crisis de 1930. Esto lo ha planteado extensamente José Luis Romero. Del 30 para acá el liberalismo clásico retrocede y libra batallas de retaguardia. No es un retroceso lineal: en 1983 el liberalismo reapareció lozano, y aunque esa floración fue breve, muestra que hay aún hay brasas encendidas. Creo que hoy estamos en un combate en el que la tradición liberal, y su prima hermana, la republicana, tienen sus chances. Aunque en mi caso esto es menos un diagnóstico que un deseo.

¿Existe una explicación desde la historia para la fascinación de sectores de la sociedad argentina por procesos y sociedades dados en Estados que, incluso hoy luego de la tercera ola de democratización, siguen renegando de la democracia liberal?

Para la parte argentina de esa historia me remito a lo dicho anteriormente. No es una fascinación inexplicable sino un proceso político, cultural y social bien claro, con conflictos, ganadores y perdedores.

Lo de la fascinación nos recuerda que en la Argentina no inventamos nada; elaboramos versiones locales de cosas que pasan en el resto del mundo. La fascinación por modelos políticos que no son los de la democracia liberal fue mucho más profunda en la Italia fascista, la España franquista y la Alemania nazi, dentro de los países que tenían una tradición liberal previa. Y la Unión Soviética que, sin esa tradición, construyó un modelo.

En realidad, la “democracia liberal”, que a veces nos parece la forma política natural, a la que todos los países deben llegar -algo así como el fin de la historia- tiene una vigencia histórica y geográfica bastante más acotada. Solo es dominante desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, cuando se estableció firmemente solo en un grupo de países, y hoy mismo enfrenta embates muy fuertes.

Más en general, para los historiadores no hay nada natural ni definitivo. La democracia liberal hoy es una suma de interrogantes, y también un frente de batalla. Para que se sostenga, quienes la preferimos debemos luchar. Retomando su pregunta, yo diría que nunca se dejó de renegar de la democracia liberal, que es más una aspiración que una realidad efectiva. Es mi aspiración, pero no puedo asegurar que se mantendrá. No hoy, sobre todo.

¿Por qué cree que el populismo tiene tanto arraigo en nuestra sociedad?

Es una pregunta con muchos problemas. ¿Qué es el populismo? Cuando un concepto se instala en el centro de la polémica, como es este caso, quienes están a favor, y sobre todo en contra, empiezan a estirarlo y a cargarlo de connotaciones. Todo lo malo es populismo. Como no hace mucho pasó con fascismo, o el comunismo, para muchos era un insulto y para otros una manifestación de fe. El mínimo común de todas las definiciones de populismo es pequeño y escurridizo.

¿Por qué “especial arraigo”? El mundo occidental conoció muchos políticos populistas a principios del siglo XX, y luego tuvo la gran experiencia del fascismo, tan similar al populismo.

Una singularidad argentina fue su temprana democratización, social y política, desde principios del siglo XX. Tuvo una sociedad muy móvil, con gran capacidad de integración, hasta cierto punto, cuando los límites de la economía limitaron la naturalidad y la espontaneidad del proceso. Por otro lado, tuvo un Estado que fue potente y que creció, por decirlo así, dadivoso con quienes sabían presionarlo, especialmente los intereses corporativos.

Son dos referencias significativas para entender los populismos que afloran en los períodos democráticos, pues los militares también tuvieron su versión del populismo. En democracia, para gobernar el Estado se necesitan votos y, por otro lado, una relación fluida con los grupos corporativos que -como el monstruo de Horacio Quiroga- crecieron y crecen, succionando recursos estatales.

El populismo peronista inicial construyó su apoyo facilitando el ascenso de quienes faltaban incorporarse a la movilidad social, dando un sostén, un empujón, a los retrasados. También fundó el pacto corporativo que todavía subsiste.

Hoy el país es muy distinto. Los trabajadores pujantes de 1950 dejaron su lugar a los pobres de 2000, que como aquellos siguen poseyendo un voto. Los mecanismos para captarlo cambiaron, pero no son demasiado distintos, y forman parte de lo que llamamos populismo. Los acuerdos corporativos se generan con naturalidad en el marco del peronismo. Esta es una explicación esquemática, al estilo de los politólogos, que necesita complementarse con el poderoso discurso articulador, tanto del primer peronismo, como del kirchnerismo, al que hice referencia antes.

Uno de sus textos más importantes hacía referencia a aquellos espacios donde “residía la democracia” durante los años de la dictadura. En tiempos de populismo, esa democracia, ¿está amenazada? ¿Cree que hay espacios, incluso donde debería residir el pensamiento crítico, dónde se ataca sistemáticamente al disenso?

Usted se refiere a una idea seminal, que formulamos en 1982 con Leandro Gutiérrez, Hilda Sabato y Juan Carlos Korol sobre “los nidos de la democracia”, que eran refugios, invernaderos democráticos en tiempos de represión. Fue una idea bastante ingenua, muy propia de los inicios de la primavera democrática, que sin embargo resultó útil. Empujo por un lado a Hilda Sabato a estudiar la política en Buenos Aires en el siglo XIX y a Leandro Gutiérrez y a mi a estudiar las sociedades de fomento y la construcción de ciudadanía en las primeras décadas del siglo XX en Buenos Aires.

La idea tenía que ver con las dictaduras y la represión pura y dura. Con el populismo el problema es otro. Vivimos en un estado de derecho. Sin duda hay avances represivos por la vía legal, como lo fue la Ley de Medios. Pero en ese terreno las defensas son fuertes: el respeto a las libertades civiles y políticas, la prensa independiente, el debate público, las manifestaciones en la calle y, hasta cierto punto, la justicia son obstáculos no fáciles de avasallar.

El problema no está en la represión sino en el avance de la homogeneidad discursiva en las distintas instituciones. El caso que más me asombra es de las universidades, cuyas expresiones públicas son de un kirchnerismo unánime y unanimista verdaderamente impactante. Ahora estoy muy alejado, y es posible que se me pierdan los matices. La universidad pública que conocí tenía un fuerte sector radicalizado, que nos tenía a mal traer a los moderados, pero estaba muy lejos de la unanimidad. Los Estatutos aseguran que en los órganos de gobierno -Juntas departamentales, Consejos directivos- estén siempre presente las minorías. Por eso, me asombran las declaraciones unánimes de los órganos de gobierno, que me hacen pensar en algún tipo de intimidación, de bloqueo de la disidencia. Hay un combate similar en la justicia. Son temas para estar atentos. Vale la pena leer sobre la experiencia italiana en los años 20 o la alemana en los 30. 

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