jueves 21 de noviembre de 2024
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Los tres días que el peronismo y la UCR se disputaron la calle frente a un héroe de guerra

Eran las 11.45 del sábado 3 de octubre de 1964 cuando su imponente estampa de 1.96 metros de estatura asomó por la escalerilla del avión DC-6 Caravelle de Air France, que lo había aterrizado en el Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires. El general Charles de Gaulle, héroe de la Segunda Guerra en la cruzada contra la barbarie nazi, gestor principal de la resistencia y liberación de su país, acaso intuía lo que le esperaba. Hace sesenta años el presidente de la V República de Francia, iniciaba una visita de 76 horas al país como parte de un prolongado tour por América Latina, que ya llevaba un recorrido de 12.000 kilómetros a través de Venezuela, Colombia, Ecuador. Perú, Bolivia y Chile.

De Gaulle había programado su gira política con la idea de morigerar el impacto del liderazgo creciente de EE.UU. en todo el hemisferio occidental y posicionar a Francia en la escena europea, mediante un pacto para promover la reconciliación franco-alemana, impulsar con nuevos apoyos la Unión Europea y en lo personal fortalecer su imagen con vistas a su reelección en las presidenciales de 1965 en Francia, que De Gaulle recién ganaría en el balotaje al socialista Mitterrand.

Al pisar suelo argentino, el “general de la resistencia y la libertad” en su país, espejo antifascista para el mundo, vestía un uniforme con dos estrellas, el rango más bajo del generalato francés, vestimenta sobria y austera para su dimensión histórica. Había una explicación. De Gaulle era un “general de dos estrellas” cuando se plantó ante el colaboracionismo resignado de una parte de su país para convertirse en el presidente de “Francia en el exilio”, durante la prolongada ocupación de las tropas alemanas. Desde entonces se había negado a recibir un ascenso, que lo debería haber llevado al grado de “mariscal” (cinco estrellas). Siempre argumentó que “con las dos estrellas había alcanzado su máxima gloria militar”, y que con ellas se quedaría, como el recuerdo más sublime de su vida: “Hubiera querido llegar a las cinco estrellas en el campo de batalla, pero la guerra no me dio tiempo. Terminó antes…”.

En Argentina, De Gaulle encontraría a sus pies un protocolo con todo tipo de actos celebratorios. Sólo el intercambio de presentaciones y saludos de las dos comitivas al pie del avión tardaría más de 10 minutos. Ni hablar de la seguridad: tres horas antes del arribo, 5 mil de los 11 mil efectivos de la Policía Federal asignados al operativo ya habían sido distribuidos a lo largo de la avenida Costanera, en las vecindades del Aeroparque. En el palco montado allí para la bienvenida oficial, no menos de 300 banderas de los dos países flameaban en los alrededores. Sobresalía “un cartel de 20 metros, de altura donde en el centro de dos retratos (de 3 metros por 2) del doctor Illia y del general Charles de Gaulle se leía esta leyenda: Argentina y Francia: unidas en la libertad, la justicia, el derecho y la democracia”, según consignaría la crónica de Clarín del día siguiente.

En esa recepción en la aeroestación porteña, el presidente Illia le diría al visitante: “Nuestros compatriotas, que conocen la historia y las largas luchas de vuestro país en favor de la democracia y la justicia, ven en usted, señor presidente de Francia, el intérprete de esos sentimientos y de esas condiciones que son también parte fundamental de nuestra lucha.” En verdad, tras la Segunda Guerra Mundial, de Gaulle venía de abdicar de un colonialismo furioso luego de la retirada francesa de Indochina y, sobre todo, de los episodios de Argelia, donde había combatido con dureza la resistencia argelina hasta comprender que las prácticas coloniales eran ya una rémora incompatible si se pregonaban, como él lo hacía, las ideas de un “mundo libre”, fetiche cultural que confrontaba con la utopía del “hombre nuevo” de Fidel Castro, el Che y la revolución cubana, ya bendecidos por el Kremlin.

El primer mandatario francés, que estaría en el país entre el 3 y el 6 de octubre, no podría escapar a los coletazos de una astuta movida política del ex presidente Juan Perón. Desde su exilio en Puerta de Hierro, el barrio de los suburbios madrileños, el veterano zorro de tantas estrategias de poder, a través de voceros calificados, como los sindicalistas Augusto Vandor y Paulino Niembro y el dirigente político Antonio Cafiero había organizado la ejecución de una orden terminante: “Han de recibir a De Gaulle como si fuese yo quien llegase”. La jugada consistía en generar estallidos menores, pero de impacto político y mediático en las calles de la ciudad y otros focos críticos, Por ejemplo, se diseñarían como ejes de la rebeldía peronista, actos relámpago en Plaza Francia, Plaza de Mayo y Plaza Once.

Ya a orillas del Río de la Plata, la visita insinuaba una conflictividad al acecho. La pelea por “ganar la calle,” apotegma de simbólico “orden de combate”, acuñado en aquellos años de la resistencia peronista, comenzaría manifestarse. Al comienzo sólo se escucharía la voz metálica y potente del visitante: “A través de mi voz, Francia saluda a la Argentina…”, quien tras recibir las Llaves de Oro de la Ciudad de manos del intendente Rodolfo Rabanal, agradecería en castellano y haría surgir una ovación de la multitud. Se escuchaba un sólo grito: “De Gaulle… De Gaulle”.

Como en el amanecer de una batalla, el totem de la Francia libre disfrutaba las honras y halagos que lo envolvían. Por los aplausos y vítores, el general debería interrumpir en seis ocasiones las fugaces siete líneas de discurso previsto, que sin embargo le llevarían cuatro minutos de lectura. Hasta que el sonido de los clásicos bombos peronistas empezaría a sacudir la previsible solemnidad del ceremonial. Uno de esos ruidosos militantes, con su bombo a cuestas, lograría trepar a un eucaliptus cercano y desde allí animaría la coreografía de la protesta peronista, que en simultáneo desataría la guerra de carteles: a los de la bienvenida radical (Illia-De Gaulle- Libertad, igualdad, fraternidad) le surgirían las réplicas peronistas (De Gaulle, Perón, un solo corazón; De Gaulle, Perón, Tercera Posición), a los que se sumarían los coros propios de su liturgia. Los “muchachos peronistas” de la militancia más experimentada cantarían “la Marcha”, con la picardía de una letra cambiada: “De Gaulle, de Gaulle qué grande sos” y otras maniobras más intensas del activismo clásico.

El mecanismo de la protesta peronista se había activado la noche anterior al arribo del líder galo, con focos combinados que desorientarían al gobierno radical. Las trincheras convocadas eran, además de los alrededores del Aeroparque, donde era recibido De Gaulle, Plaza Francia (donde estaban los cuadros dirigentes), la Plaza de Mayo, Plaza Once y el Congreso, donde convergían los núcleos de la militancia más dura. El peronismo callejero se haría notar como en sus jornadas de gloria militante, en marchas coordinadas y agresivas, con coplas que ya entonces se creían en desuso por el tiempo que no se escuchaban: “¡Qué risa, que pena! La Contra se envenena”; “Sube la papa, sube el carbón, baja el viejito, sube Juan Perón”. La ambigüedad del término “viejito” reflotaba algo de la clásica picardía barrial peronista. ¿De Gaulle o Illia?

Algo no había funcionado del todo bien en la inteligencia radical. Las dos fuerzas políticas mayoritarias, con el peronismo siempre delante de los hechos, peleaban metro a metro de la Ciudad frente al héroe de guerra que traía un mensaje que pretendía universal, con augurios de prosperidad y paz, mientras el auto que lo trasladaba con Illia a su lado continuaba la marcha. Al paso de la comitiva, el visitante vería carteles escritos en francés, que decían.: “El pueblo reclama el retorno de Perón” y otras leyendas sobre la proscripción justicialista. Los responsables de la seguridad del Gobierno quedarían descolocados.

Finalmente, los sorpresivos piquetes opositores generarían una reacción policial, que el peronismo estimulaba y el radicalismo no sabía cómo evitar. Al día siguiente, Clarín relataría así aquella situación: “La puja se limitó durante más de dos horas a una mera expresión verbal. Estribillos. Cantos. Marchas. Bombos. Pitos…(gritos) lanzados con insistencia por personas cercanas al micrófono del palco oficial”. Sin embargo, este equilibrio bullicioso, aunque pacifico, se quebraría cuando un numeroso grupo de personas pudo romper el cordón policial. “Registrándose -diría el diario- un choque con los guardias del orden… El tumulto se prolongó un par de minutos. La policía… debió apelar a una carga de caballería, que dio por tierra con algunos de los manifestantes. Estos respondieron golpeando a la policía, con el asta de las banderas que portaban y arrojándole puñados del pedregullo colorado…”.

En la Plaza de Mayo, frente a la Casa de Gobierno, algunos dirigentes peronistas, mientras descansaban en el césped, se sacaron los zapatos: la postal sería vista por algunos nostálgicos como una lejana alegoría de la mítica escena de las patas en la fuente de 1945. Las columnas luego marcharían hacia las zonas de Once y el Congreso, como lo había previsto la planificación peronista. La revista Primera Plana, un influyente semanario de época, de sesgo editorial opositor al oficialismo, sobre todo al presidente Illia, a quien se empeñaba en caricaturizar casi siempre al borde del ridículo, diría sobre la serie de incidentes de esa agitada jornada: “Hubo gases y ocho disparos de armas de fuego…Cuando De Gaulle abandonó el Parlamento, humeaban improvisadas antorchas (eran diarios encendidos) acompañadas por el rugido de los manifestantes peronistas”.

Preso de esa maniobra, el gobierno de Illia mordería el anzuelo y sería llevado a esas escaramuzas de la represión. Tal vez lo que Perón había buscado desde que diera la instrucción de recibir al ilustre francés, su colega de generalato, como si fuese su propia persona. No sería casualidad que sólo dos meses después, Vandor, Cafiero y otros dirigentes motorizarían el llamado Operativo Retorno del jefe en el destierro, jugada recién detenida en el aeropuerto El Galeao, de Río de Janeiro, a sólo 4 horas de Buenos Aires, el 2 de diciembre, por un pedido especial de Illia al gobierno brasileño.

Lo cierto sería que ante la presencia de ese mítico cruzado contra los totalitarismos europeos en la guerra, reconocido en todo el mundo, militantes peronistas y radicales, más las fuerzas de seguridad, terminarían disputando la calle como ofrenda política en torno a la figura de semejante convidado. Más papelón que otra cosa.

Una vez en la Casa Rosada, el presidente le presentaría al visitante uno a uno los miembros del Gabinete nacional y los del cuerpo diplomático. El almuerzo, en la misma Casa Rosada, sería numeroso, con un menú preparado por el chef de casa, Severino Chioli: bandejeo de bocadillos, ensalada de palmitos con salsas golf y tártara, carnes asadas, cortes varios de un novillo donado por la Asociación de Criadores de Charoláis, vinos nacionales y franceses, jerez, whisky y coñac, con cierre de café y té.

En la visita al Palacio de Justicia, algo fatigado ya del corset de seguridad, el visitante lograría derrumbar el protocolo. Al salir del edificio, sus zancadas rápidas lograron esquivar el auto que lo esperaba puertas abiertas y con la custodia sorprendida para continuar la rutina programada. Agil pese a los 74 años en seguida cruzaría la calle Talcahuano y llegaría a la Plaza Viamonte para saludar a la multitud que lo aclamaba. Varios custodios lo rodearon y desde el cielo de su estatura el general los miraría con severidad y en perfecto castellano les diría: “¡Déjenme!”, para agregar en francés “laissex mol”, algo así como “permítanme ser amable con ellos.”

El incidente, que pasaría con muy bajo registro en los diarios, sería el reflejo de una tensión subyacente en los días de la visita oficial. El Gobierno procuraba imponer su estrategia que respiraba una forzada euforia democrática por sobre el disenso peronista, expresado en ruidosos actos relámpago regados de consignas y cantos intencionados. Sin embargo, la atmósfera que se respiraba no ayudaría la ambición radical, algo que seguramente De Gaulle no ignoraba. Dato clave: los dos últimos presidentes constitucionales del país no habían podido participar de las elecciones que consagrarían a Arturo Illia presidente argentino en la elección del 7 de julio del año anterior, con apenas el 25,14% de los votos. Perón estaba exiliado en España, electoralmente proscripto desde el golpe militar que le quitó el poder el 16 de septiembre de 1955; y Frondizi, disidente del radicalismo oficial, recién había sido liberado de la prisión, confinado por un golpe militar encubierto el 29 de marzo de 1962, en las horas previas a esa votación.

De Gaulle estaba bien asesorado: sabía que, como en todo el continente, la Argentina atravesaba un ciclo que años más tarde sería conocido como “democracias de baja intensidad”, provocadas por la envolvente crisis de la Guerra Fría, que partía al mundo en dos con los polos más influyentes en Washington y Moscú. Si desde la Argentina el general francés tenía la idea de mostrar al mundo su renovado liderazgo en Occidente, sin que lo advirtiera, al menos con nitidez, el exiliado Perón se acomodaría discretamente a su lado para transmitirle al líder francés que su fuerza política, mayoritaria en el país, estaba sencillamente proscripta: podía actuar con el nombre de Unión Popular, de manera acotada, y con autonomía restringida, pero no como Partido Justicialista.

Entonces no lo parecía, pero era una movida política en gestación. No sólo tenía sello oficialista. En el propio partido opositor germinaba de a poco esa idea: un peronismo sin Perón, que se potenciaba con la presencia circunstancial De Gaulle, a modo de breve y metafórico liderazgo sustituto por unos pocos días. En aquel tiempo, hace seis décadas, algunos peronistas leerían la jugada con cierto infantilismo. Si el general no está, utilicemos al que tenemos.

La maratónica sesión de agasajos tendría otra estación ante la Asamblea Legislativa, en el Congreso nacional, donde una prolongada salva de aplausos saludaría al huésped, con el vicepresidente de las Nación, Raúl H. Perete a su lado, quien calificaría a De Gaulle como un “digno, capaz y progresista representante de la querida República de Francia…un de las figuras más prominentes de la sociedad contemporánea…insigne abanderado y vigoroso estadista de la Francia inmortal.”

Los oídos del líder francés estaban muy endulzados por las dírigencias argentinas, en particular las más vecinas al poder, pero también tomaría nota de las riñas callejeras entre la oposición peronista y el oficialismo radical. Ambos partidos, los principales de la arena vernácula, procuraban hacer del viejo soldado, un símbolo partidario para obtener rédito político. Mal cálculo, un soldado como De Gaulle estaba muy por encima de las minucias domésticas de unos y otros. Fue tanto el alboroto y las alabanzas generadas por su visita que un periodista de Primera Plana aseguraba en su crónica que había escuchado el fastidio de un diplomático de carrera en uno de los tantos actos protocolares: “¿Qué pasaría el día en que llegue Dios”?

En espera de ese relámpago celestial improbable, en la zona de Martínez, en la próspera ribera de los suburbios del norte de la Capital, en la residencia de Cristian de Margerie, embajador francés en el país, se había montado una enorme carpa con capacidad para mil personas. Durante los días previos y en toda la visita, una semana en total, la colectividad francesa, y mayoría de curiosos, tributaría allí su admiración por el general de la leyenda guerrera. A cambio de esa muestra de gratitud expresaada cada día de la visita, recibirían de un ejército de 300 mozos, un servicio de estilo gourmet poco frecuente en aquella Argentina: champaña parisino, bocadillos exquisitos, trufas almendradas, masas vienesas y delicatessen varias. De Gaulle y su esposa casi no se dejarían ver por allí, salvo inevitables fotos protocolares. Se alojaban en el tercer piso de la embajada de Francia, sobre la calle Cerrito, en las vecindades de Recoleta, con todo el confort acondicionado para ellos, como los 12 juegos de sábanas especiales hechas a medida de las larguísimas piernas del paladín libertario.

Pese a la extraña combinación de agasajos, lisonjas y activismo político a su alrededor, De Gaulle siempre tuvo claro que no podía desairar al gobierno de Illia. Tomó nota de todo, y en las 76 horas en la Argentina, además de cumplir con resignación el exceso de protocolo, que de ratos despertaría su homérico mal humor, sólo se reuniría con algunos líderes de la oposición, en particular con Arturo Frondizi, pero no se sentaría a dialogar con dirigentes peronistas. Al contrario, entrevistaría a Pedro Eugenio Aramburu, símbolo mayor del anti peronismo más intenso en el país.

Sólo se permitió una leve descortesía. Aburrido hasta el tedio, se cuenta que el general francés hizo saber a su intérprete que el discurso del vicepresidente Perete en la Asamblea Legislativa estaba siendo demasiado largo, lo que obligaría al dirigente radical a pasar por alto sobre la marcha cinco o seis carillas. También trascendería que la señal de desagrado del legendario luchador contra el nazismo tenía una peculiaridad gestual: un par de golpecitos a su abundoso abdomen indicaban a su entorno que había que desertar sin previo aviso de donde estuviese.

Antes de la partida, el convidado pasaría una vez más por la Casa Rosada. Allí, en el Salón Blanco, recibiría una réplica del sable corvo del General San Martín. Illía le diría a su colega: “Sabe bien, señor Presidente, que el general San Martín sólo ha desenvainado su espada para lograr la libertad de los pueblos, sin reclamar nada para su beneficio personal, y sabe también que jamás ha querido manchar la hoja de su espada con sangre de compatriotas americanos…”. De Gaulle también le contestaría con la historia como testigo: “Era un hombre noble, un gran guerrero, que conocía a Francia y que la quería. Murió en nuestro país, en Boulogne sur Mer, que todavía conserva su recuerdo y tiene su estatua.”

Sin embargo, ninguno de los dos jefes de Estado repararía en un dato que entonces no tenía relevancia alguna. Entre los asistentes a esa ceremonia estaba el jefe del Ejército argentino, teniente general Juan Carlos Onganía, quien menos de dos años después abjuraba de todo mandato sanmartiniano; y usando su nombre en vano, desalojaría a Illia del poder. Probablemente, De Gaulle se haya enterado por los diarios que el presidente argentino que tanto se había ocupado de satisfacerlo ya era un ciudadano de a píe. Apenas tres años más tarde, él seguiría el mismo camino. Sólo que lo jubilaría no un general insurrecto, ultramontano y profascista, como Onganía, sino la propia ciudadanía francesa, mediante un inesperado “no” al plebiscito que él mismo había convocado para reconfirmar su liderazgo, bajo el escudo de glorias pasadas. Al año siguiente, su leyenda se apagaría para siempre, a los 79 años. Hace seis décadas, mientras peronistas y radicales peleaban por los harapos menores de la política doméstica, Illia y De Gaulle estaban escribiendo la historia. Aún no habían comprendido que se estaban despidiendo de ella.

Publicado en Clarín el 4 de octubre de 2024.

Link https://www.clarin.com/historias/dias-peronismo-ucr-disputaron-calle-frente-heroe-guerra_0_ItWc9iGACp.html?srsltid=AfmBOoqPc2RAhH_aLDFVQ4xFIxv2IzeMre1MxSLsTKCDxe-GQ0nlfDEy

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