El regreso de Donald Trump a la Casa Blanca pone en riesgo el reconocimiento de la democracia y las instituciones como manera de gobernar, gestionar y negociar a nivel global, en tanto la mayoría de un grupo, partido o pensamiento no supone, empero, la disminución, persecución o desaparición del otro. En democracia, se sabe, quien gobierna tiene poder de decisión y potestad de implementar sus proyectos y políticas públicas, que obtuvieron el apoyo mayoritario del país en las urnas. Pero no es un cheque en blanco para deshacer todo lo previo ni para pintar en un lienzo cualquier cosa. Para eso está la Constitución, las leyes, el Congreso, la Justicia. Obviedades, aparentemente, para quienes viven y apoyan vivir en democracia.
Pero la democracia nunca está del todo saldada. Se la debe pensar, debatir, defender y reforzar todos los días. Porque el mundo, las sociedades y las necesidades cambian. Y porque nunca faltan, tampoco, quienes tienen ganas de tambalear consensos que a veces lucen sólidos. En la Argentina, por ejemplo, hoy el gobierno de Javier Milei pone su mirada sobre las universidades públicas, a las que acusa de ser nidos de cucarachas de izquierda, de estar ideologizadas, de ser un gasto y un privilegio para clase media o alta porque según algunos funcionarios allí no van los pobres a estudiar. Los libertarios ponen en entredicho que se trate, en definitiva, de un espacio donde hay igualdad de oportunidades para un futuro mejor en el que el hijo de un obrero o un inmigrante puedan convertirse en profesionales que asciendan socialmente para competir con quienes, afortunadamente, pudieron partir desde una posición más cómoda.
Esa misma operación la ponen en marcha contra la cultura, la ciencia, la investigación y la tecnología, sobre las que hacen recortes con su motosierra porque todo lo consideran un gasto, una cosa inútil. Que docentes, científicos e investigadores salgan a vender libros, apuestan. Que se encargue el mercado y se retire el Estado. Todo esto en síntesis, porque muchas veces el oficialismo no ofrece datos, cifras, ni da debates medianamente profundos. Carecen de propuestas. Mejor tirar un meme, una imagen hecha con inteligencia artificial y repetir a mansalva dos o tres frases vacías para salir del apuro.
Ese modo de plantarse frente (contra) el otro es similar al que usó Trump en su campaña electoral, sobrecargada de bulos y lugares comunes. Que los inmigrantes se comen a las mascotas, que son el origen y la causa de toda violencia y crimen. Que los latinos ―específicamente los puertorriqueños― provienen de una isla de basura o los mexicanos deberían estar separados con un muro en la frontera. Que con Hugo Chávez Venezuela era un país increíble y ahora Nicolás Maduro hizo de su sangrienta dictadura un lugar seguro porque liberó las cárceles y envió a delincuentes por la selva con destino a Texas. Así la lista sigue, con un dedo que estigmatiza a grupos que nada tienen que ver, pero que no importan, con tal de que sumen votos para la causa.
El otro pilar de Trump, que tiene implicaciones internas y externas. Va contra el globalismo, al que señala cooptado por la izquierda para supuestamente imponer una agenda plagada de “mucho sexo gay”, aborto, falso cambio climático, libertad de pensamiento religioso e “inclusiones forzadas”. Ese último punto es curioso, porque en nombre de la libertad, sospechan de la libertad que tienen las personas para pensar como quieran para ejercer su sexualidad, su credo, y en el caso de las mujeres, si interrumpen o no un embarazo. En lugar de eso es mejor imponerles que tengan que ser conservadores, católicos y miedosos de lo distinto.
De nuevo, otro paralelismo con la Argentina: pueden leer en los tuits del “Gordo Dan” o en declaraciones del “pensador” Bertie Benegas Lynch varias declaraciones e insultos contra la comunidad LGBTI, los estudiosos de las ciencias sociales o de ideas “colectivistas”. Para ellos, todo lo que sea socialdemócrata, socialista o comunista salta como “enfermedad mental” o “enfermedad del alma” (Milei dixit).
Trump, en su caso, coincide en ir contra el globalismo y apuesta por el retorno hacia un “nacionalismo” con tufo a ombliguismo. Por eso la permanente pulseada contra la Agenda 2030, contra Naciones Unidas u otros organismos multilaterales. Make America Great Again. Un retorno al pasado. O a sostener un orden geopolítico post Segunda Guerra Mundial, como si no hubieran ocurrido cambios en los últimos 80 años. Como si hubiera que barrer, entre otras cuestiones, parte de los fenómenos globales que distintos intelectuales consideran que se aceleraron tras la caída del Muro de Berlín, la masividad de internet o el papel protagónico que tuvieron grandes cadenas televisivas en la década del 90. Hoy la derecha de Trump o Milei ve con malos ojos a aquél multilateralismo, aunque ellos mismos impongan sus narrativas en redes sociales globales mientras llaman ensobrados a periodistas y a la prensa tradicional.
Trump y Milei no son exactamente iguales. En algunas cuestiones ni siquiera son comparables. Tienen orígenes, trayectorias y soportes muy disímiles, por mucho que el Peluca se autoperciba como “el segundo líder más importante del mundo” por detrás de Trump. Sí comparten el rasgo de la virulencia, muchas veces desmedida e injustificada, que no les permite nunca alguna zona gris. Describen todo lo previo a ellos como un fracaso mientras profetizan porvenires sustentados en Dios o las Fuerzas del Cielo. Todo es blanco o negro, a favor y en contra. A quienes quedan en el medio los acusan de tibios, como si disentir o tener criterio fuera algo negativo. Lo es, quizá, para quienes no quieren sociedades libres sino cegadas y fanatizadas.
Y Trump y Milei comparten, también el desafío de no ser quienes, a su paso, destruyan el sistema democrático de sus países. En la Argentina están por cumplirse 41 años ininterrumpidos de democracia, desde Raúl Alfonsín hasta hoy. Con mejores y peores momentos, con cuentas y necesidades pendientes con la sociedad. Pero sólida como en ningún otro periodo histórico argentino. Estados Unidos, por su parte, se jacta de ser una república de libertades, leyes y derechos desde tiempos de sus fundadores. Eso ya se tambaleó con Trump cuando sus seguidores radicalizados rodearon el Capitolio. Se puso en entredicho al sistema electoral y pudo haber un Golpe de Estado tantas veces asociado a las Repúblicas Bananeras o a países africanos. A lo periférico. De vuelta en la Casa Blanca, le vienen cuatro años por delante tras los cuales, ojalá, el sistema democrático siga vigente, como también se desea en la Argentina para 2027.
Si Trump, desde Estados Unidos, corroe o destruye al sistema democrático, populistas y dictadores de izquierda y derecha del resto del mundo tendrán pista despejada para replicar restricciones y persecuciones a todo lo que consideren distinto. ¿Qué podrían decirle a Bukele, Díaz-Canel, Putin, Maduro, Ortega o al loquito del mundo que quiera hacer “grande” a su país de nuevo en nombre de la libertad?