Este gobierno heredó una economía funcionando con precios distorsionados e intervenidos. Empezando por el precio del dólar, y siguiendo por tres grupos de precios de bienes y servicios con diferente grado de intervención estatal.
- Un grupo de bienes con precios intervenidos por prohibiciones de exportar, retenciones, licencias y “corrupción” para importar.
- Otro grupo de bienes y servicios con precios intervenidos en distinto grado, por controles, “acuerdos” y procedimientos similares.
- Finalmente, un grupo de precios correspondientes a los servicios públicos, totalmente definidos por el Estado, con diversa magnitud de subsidios financiados con inflación.
Se podría considerar un cuarto conjunto de precios totalmente “libres” o cuasi libres como el de la rúcula, el tomate, o la papa, o algunos otros bienes y servicios privados, pero no voy a arruinar un título tan ingenioso por una ensalada.
Por lo tanto, se hacía y hace imprescindible ordenar este mamarracho de precios artificiales. Todo en un contexto en dónde el precio del trabajo, sobre todo el informal, entra también atrasado respecto a su evolución histórica.
Las primeras medidas de esta agenda fueron destinadas a corregir el precio del dólar oficial, aunque manteniendo el llamado cepo. También se liberaron restricciones cuantitativas a la exportación, aunque se mantuvieron retenciones, se actualizó en parte el impuesto a los combustibles y se incrementó la alícuota y el alcance del impuesto país. Dado el apretón fiscal y monetario y la consecuente profundización de la recesión, el fuerte ajuste inicial del tipo de cambio oficial todavía no se incorporó totalmente a los precios, pero el traslado fue fuerte y explica la tasa de inflación del bimestre diciembre-enero.
Los precios de los productos e insumos importados por no tener acceso inmediato al pago de las nuevas importaciones están fijados bajo incertidumbre, y a lo mejor, “se les fue la mano” dadas sus expectativas de devaluación futura.
En el segundo cuerpo, se derogaron las normas que servían de paraguas a controles y/o acuerdos de precios, lo que también permitió que algunos precios reprimidos se liberaran. Dicho sea de paso, las autoridades liberaron precios, sin considerar las características de cada mercado. El caso paradigmático fue el del seguro médico.
El mercado de la salud presenta asimetría de información. Para ponerlo en términos sencillos, el médico sabe más que el paciente (o debería). De manera que la oferta crea la demanda. Es el médico el que decide lo que gasta el paciente, en un contexto de tecnologías cada vez mejores, pero relativamente más caras.
En nuestro país, todo el sector de la salud ha sido distorsionado por un populismo irresponsable. Un creciente programa médico obligatorio, que deben cumplir los prestadores, sin reconocerle los costos, o sin un eficiente sistema compensador. Obras sociales cuyos ingresos dependen de la evolución del salario, y no guardan ninguna relación con la variación de los costos médicos. El Estado como principal demandante de medicamentos, (PAMI) que a su vez se distribuían (¿distribuyen todavía?) sin criterio, sin control, sin límites. El sistema de hospitales públicos sometido a la desinversión propia del Estado presente. Laboratorios, droguerías, farmacias. Corrupción en discapacidades. Todo el sistema de la salud en la Argentina tiene que replantearse. No es un problema de cartelización de algunos prestadores, es un gran desastre que hay que encarar integralmente antes de que se vuelva más insoluble todavía.
Finalmente, el tercer cuerpo: los precios de los servicios públicos.
Aquí se empezaron a reducir subsidios, en transporte y energía, y a restablecer mercados, dónde puede haberlos, pero todavía falta.
Y aquí aparece el problema.
Porque los subsidios favorecieron a los productores de bienes, servicios privados y familias, al mantenerse artificialmente bajos los precios de la energía.
La normalización de estos precios no sólo afecta la desinflación -más todavía si, de aquí en más, mientras se renegocian los contratos se sigue la ineficiente solución de indexar las tarifas- sino que, en la práctica, opera como un incremento de impuestos – disminuye el ingreso disponible de las familias para otros consumos y cambia la ecuación de costos de las empresas pequeñas y medianas que pagaban precios subsidiados-. Es cierto que los subsidios se financiaban con el impuesto inflacionario, pero ese impuesto era pagado, mayoritariamente, por los trabajadores informales y los jubilados, y no tanto por quienes ahora tienen que pagar los precios no subsidiados.
Más allá de estos aspectos redistributivos implícitos en lo que comenté antes, en los próximos meses, si se mantiene el ancla cambiaria y mientras siga la recesión, los precios del tercer cuerpo van a subir más que los precios del primer cuerpo, eso en nuestra jerga económica implica una caída del tipo de cambio real, en términos de competitividad -el tipo de cambio real es, al final del día, la relación entre el precio de los bienes y el precio de los servicios-. Es cierto que el gobierno está reduciendo el gasto público -el “servicio” más importante- pero no es menos cierto que lo hace a costa de bajar subsidios que operan como una suba de impuestos.
Entonces, hay que compatibilizar una política cambiaria que pretende usar la evolución del tipo de cambio oficial como ancla, en un contexto mundial de fortalecimiento del dólar y precios de los commodities flojos, con una política de precios de los servicios públicos que reduce el tipo de cambio real. A lo que hay que agregarle la necesidad de acumular reservas, normalizar el pago de importaciones, y pagar deuda.
El gobierno utiliza el apretón monetario como el camino para moderar los efectos negativos de esta aparente incompatibilidad entre la política cambiaria y la política de precios públicos, pero la consecuencia de corto plazo es que se vuelve más difícil un rebote rápido de la actividad económica.
No es la primera vez que surge este problema de precios relativos en la economía argentina. Es cierto que esta vez puede ser diferente, dada una política fiscal y monetaria inédita, junto a la intención de avanzar en un cambio de régimen. Pero si este cambio de régimen se demora, esta combinación de ancla cambiaria y caída del tipo de cambio real termina mal.
Habrá que apurarse. En la serie que “copia” el título de esta nota, la humanidad tiene 400 años para enfrentar el desafío. No es nuestro caso.
Publicado en Clarín el 27 de abril de 2024.
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