sábado 14 de diciembre de 2024
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Los orígenes históricos de la persistente Argentina kafkiana

En junio se cumplió el centenario del fallecimiento de Franz Kafka (nacido en Praga en 1883). El escritor bohemio es, quizá, el más original de la literatura del siglo XX. La trascendencia y el simbolismo de su obra reflejan las tensiones y pesadumbres de su vida, tironeada entre su vocación de escritor y las demandas por ganarse la vida, bajo la sombra omnipotente de su padre –”como padre eres demasiado fuerte para mí”. “Yo, delgado, débil, pequeño; tú, fuerte, enorme, corpulento”– y de una sociedad moderna que aplasta al individuo con el peso de una creciente maquinaria estatal impersonal. Sin embargo, Kafka no asumirá el papel de revolucionario y tampoco buscará hacer una denuncia explícita de ese nuevo mundo, sino que dará testimonio de la desesperanza del hombre por encontrar su destino en la vida, en la que comprueba, como lo relata en su cuento sobre la edificación de la muralla china, que es inútil querer “penetrar demasiado las órdenes de la Dirección”.

Esa Dirección con mayúsculas asumirá la imagen de un opresivo Castillo, cuyas inalcanzables autoridades parecen convocarlo por su oficio hasta que pronto constata: “Usted ha sido contratado como agrimensor, pero, lamentablemente, no necesitamos agrimensor alguno”. K, el protagonista, en vano intentará insertarse en la sumisa sociedad dirigida por el Castillo, que ha sido también visto como un orden divino superior al que el hombre moderno ha perdido la esperanza de pertenecer.

Las situaciones intolerables que viven los personajes de Kafka, el ayunador que muere porque no puede evitar ayunar, la naturalidad con que Gregorio Samsa asume su “metamorfosis” en un escarabajo, la irracional lucidez no exenta de angustia que sienten mientras los agobian fuerzas ocultas, como lo vive Joseph K en “el proceso” que le siguen sin que jamás sepa de qué lo acusan, y que inexorablemente lo llevará a su ejecución, configuran una realidad kafkiana. Kafka es uno de los escasos escritores cuya obra ha transformado su apellido en un adjetivo insustituible para calificar una situación que, según la definición de la RAE, es: “absurda, angustiosa”.

El sentido de lo kafkiano se ha utilizado para calificar innumerables realidades. Quizá abusando de esa diversidad de usos, también es aplicable a la historia de nuestro país, y es posible hablar de una Argentina kafkiana. ¿Cuáles son las características de esa Argentina enredada en las sutiles incongruencias del mundo kafkiano? ¿En qué momento nace la Argentina kafkiana, que es lo mismo que decir, en qué momento abandonamos una realidad política más o menos armoniosa y caímos en las redes esotéricas del sinsentido político, económico y social?

Se han ensayado numerosas interpretaciones sobre cuál fue el punto de inflexión que inició nuestra trayectoria de decadencia, gradual en los primeros tiempos y en caída libre más tarde. En La democracia limitada sostengo que las nieblas kafkianas se apoderaron de nuestro país en el fatídico trienio 1928-1931.

La transformación de la República no democrática desde el interior del poder conservador llevada a cabo por una lúcida minoría reformista, liderada por Roque Sáenz Peña y acompañada por el radicalismo, se coronaba en 1916 con el ascenso al poder del primer presidente elegido por sufragio universal y secreto. Con el arribo de Yrigoyen a la máxima magistratura, el bipartidismo alumbraba una trayectoria histórica posible, saturada de esperanza y orientada a la consolidación de los extraordinarios logros de las décadas precedentes. La Constitución de 1853 y su demorada instrumentación legal en la reforma Sáenz Peña eran finalmente realidad, solo que ahora estaban en armonía con el progreso alcanzado. Los reformistas debían preocuparse por mantener bajo control el ala más reaccionaria de los conservadores, y los radicales, por llevar adelante una gestión de gobierno en un delicado equilibrio entre continuidad y cambio. La suerte de la joven democracia quedaría sellada por el balance de poder que se lograra entre esas poderosas mareas políticas. Ese delicado balance se logró, pese a innumerables dificultades, entre 1916 y 1928, cuando el bipartidismo radical y conservador fue una realidad. Y el progreso continuó su marcha ascendente.

Lamentablemente ese naciente equilibrio se quebró en el trienio 1928-1931. Cuatro factores fueron la causa: el primero, la inclinación de Yrigoyen en su segunda presidencia (iniciada en 1928) hacia un populismo que había evitado durante su primera presidencia (1916-1922), cuya exitosa culminación fue la elección de Alvear como su sucesor para el período 1922-1928; el segundo, la gravísima crisis económica del 29, que puso abrupto fin al modelo agroexportador y encontraba al país manejado por un líder radical sin reflejos y desprovisto de un elenco con la capacidad de encarar reformas de fondo; el tercero, la ausencia de líderes liberales-conservadores lúcidos y con una visión para el futuro del país que permitiera encauzar la crisis como lo habían hecho en 1890 Roca, Pellegrini y Mitre (la muerte de Roque Sáenz Peña en 1914 dejó a ese grupo político sin su líder y en manos de pequeños conservadores sin estatura política comparable); el cuarto, el contagio en el país de las corrientes nacionalistas y corporativistas que venían de Europa, que abominaban de la democracia. Estos cuatro factores condujeron trágicamente al golpe de Uriburu en septiembre de 1930 y a un intento contra natura de instaurar una Constitución corporativista y ultramontana.

Bien sabido es que el experimento político de Uriburu abortó en pocos meses. Pero la fuerza política que surgió como respuesta a esa coyuntura, la Concordancia, integrada por conservadores y radicales antipersonalistas y liderada por Agustín P. Justo, prefirió adoptar una serie de grandes y necesarias reformas para superar la crisis económica, que resultaron exitosas, sin afrontar el riesgo de perder elecciones a manos del radicalismo e inició una década en el poder sostenida en el fraude electoral. La pesadilla kafkiana estaba consumada y conduciría a décadas de enfrentamientos políticos estériles.

En esos tiempos turbulentos los dirigentes ignoraron un aforismo de Kafka: “Todos los errores humanos son fruto de la impaciencia, interrupción prematura de un proceso ordenado, obstáculo artificial levantado al derredor de una realidad artificial” (Consideraciones acerca del pecado). La consecuencia de esos errores de cuño kafkiano es que todavía hoy existen minorías aferradas al pasado que se resisten al actual intento de salir de nuestro infinito laberinto borgeano, la magistral síntesis de la obra de Borges que hizo universal su apellido, al igual que su alter ego bohemio, y que, de no haber existido Kafka, daría título a esta nota.

Publicado en La Nación el 24 de julio de 2024.

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