Un clásico de la filmografía italiana de los años cincuenta, que da título a esta nota, muestra la inolvidable actuación de Gassman, Mastroianni, Cardinale, Totó, Carotenuto, y otros actores de la época, en torno a las vicisitudes de un grupo de ladronzuelos perdedores, ilusionados en salir de la miseria mediante el asalto a una casa de empeños. Pese a los destrozos perpetrados, los resultados no alcanzan el éxito imaginado, por lo que terminan compartiendo resignadamente –en la penumbra- unos fideítos escasos, ayudados con las paternales palabras de Totó: “prova, prova, va buono”.
El guión se inspiró en un relato de Italo Calvino, conocido como: “Robo a una pastelería” (1949). Influido aún por los dolores de la guerra. Describe escenas y personajes risibles, a veces patéticos, a quienes con espléndida brevedad literaria, Calvino les imprime una ternura conmovedora. Luego de conseguir entrar, desde un comienzo y hasta el final, salvo los pocos dineros que el Trucha (Gassman) consigue del buen cajón, los demás, tanteando en la media luz interior desvían el sentido principal de su intento. Son atrapados por deseos famélicos tras el perfume de masas, pasteles, amarettis, turrones, cerezas confitadas, merengues, mermeladas, tortas, cañones y otras exquisiteces con cremas, hasta llegar a la saturación. Lo extraordinario es que los policías que aparecen -como siempre un poco tarde-, también se entretienen en un dulce festín, de modo tal que los “muchachos” se escabullen. Finalmente, uno de ellos se pierde en el lecho con Mary la Toscana, y allí están hasta la mañana, picoteándose hasta el último resto de dulzura que los envuelve.
Esas cariñosas escenas –que tocan de cerca nuestra sensibilidad- vienen bien en un rapto de delirio bohemio y simpático. Los problemas comienzan cuando en esa realidad dulcificada y “nosotrita”, como dice una amiga, las carencias vitales no obtienen respuesta. No hay remedio. Ni remedios, literalmente, ni techo. Ni pan.
Oscar Wilde dijo: “Puedo resistir a cualquier cosa menos a la tentación”. Y José Eustasio Rivera, inicia La Vorágine con inolvidables palabras: “Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la violencia.”
A qué viene todo esto ? A la invencible indignación que producen los históricos y actuales escándalos farragosos de los servicios de inteligencia y sus usos malsanos, intencionales o desidiosos que de ellos hacen todos los gobiernos, apañándolos, en perjuicio de la libertad y de la decencia. No es cuestión de medir el porcentaje o la intensidad de responsabilidad que le cabe a cada gobierno. Todos deberían haber efectuado un rechazo total a su existencia inútil y oscura, cuando no criminosa, en vez de mantenerlos con cambios de nombres, altos costos, argumentos ridículos y sobre todo falsos. No defienden intereses legítimos ni el interés nacional. Por el contrario, los perjudican con sus grotescos espionajes, que dañan y despiertan ímpetus violentos.
Mientras, la discordia crece entre los argentinos. Los más serenos coinciden por separado en que la situación es tan grave que requiere con urgencia una honesta concertación básica. Pero, al mismo tiempo, crecen los obstáculos para llegar a ella. Y se extiende la impresión de que -de no haberla- se avizoran dos tristes escenarios futuros, ambos divergentes, regresivos e insanos: Maduro o inestabilidad social de alcances inciertos.
En sus Estudios Económicos, y al hablar sobre la contradicción de pueblos pobres que habitan suelos ricos, Alberdi señaló que para superarla es preciso reconocerla, analizar sus causas y corregirlas. Al revés de lo que hacemos, con repetición crónica, durante varias generaciones. Mostramos ante el mundo el triste espectáculo de una opulencia andrajosa. Es una actitud lastimosa que se sustenta en creer que estamos condenados al éxito sólo por tener recursos naturales. Grandes llanuras, grandes montañas, grandes ríos, grandes mares. En la vanidad de la invocación está la confesión de su pecado: la pobreza e indigencia de gran parte de su pueblo.
Las metáforas iniciales también representan nuestra situación. Grandilocuencia imaginativa, extravío de conductas en medio de la pequeñez e ineficacia de la realidad circundante, ausencia de ilusiones claras y robustas, sonambulismo en medio de los dolores anchos. Lo absurdo o risible de transitar y dar vueltas en un tiempo sin sentido útil -mientras todo empeora-, ya se vuelve peligroso.
La suerte de los tiempos futuros no debería quedar en manos del azar, de cómo resulte la próxima elección, ni de los tironeos entre unos y otros en el mientras tanto. Tampoco es suficiente la imagen semanal del “triángulo de las Bermudas” con caras solemnes. Se requiere otra cosa. Entendimientos mayores, amplios, profundos, sobre asuntos esenciales. Y senderos claros para caminar el mundo. De ese modesto modo -que parece tan difícil de alcanzar- cuidaremos juntos que no se produzca el infierno tan temido. Todos compartimos la patria a secas, sin aditamentos, y tenemos el deber de contribuir para su bien, sin que se nos impongan condiciones que sobrepasen el umbral inviolable de nuestros derechos individuales y colectivos.