La Argentina exhibe crisis envolventes que se agregan y superponen, alimentándose unas a otras. La primera, de raíz estructural, está dada por el estancamiento que distingue a nuestra economía desde el agotamiento del patrón productivo de la industrialización sustitutiva de importaciones, a mediados de la década de 1970.
A esa primera categoría se suman las consecuencias de una gestión oficial de la pandemia improvisada, vacilante, especulativa y prejuiciosa. Y con escaso apego al cuidado de la calidad democrática y de los derechos individuales. Si nos guiamos por la combinación de resultados sanitarios y económicos, la gestión de la pandemia por parte del gobierno nacional llevó a nuestro país a las posiciones menos honrosas en la región con tremendas consecuencias económico-sociales y educativas.
Abordar con éxito los desafíos de la pospandemia está condicionado por la evolución de dos variables decisivas: la dinámica de los asuntos globales y el desempeño del sistema político.
En relación con la primera, la “desoccidentalización” de la globalización abre las puertas a la intensificación de la disputa estratégica entre las dos superpotencias, incluida la competencia por la primacía tecnológica, que repercute en dos precios claves para nuestra estructura productiva: los commodities y la tasa de interés internacional, ahora puesta en jaque por la reaparición de tensiones inflacionarias desconocidas en los últimos 40 años. El proceso se desenvuelve además en un contexto de retroceso de la calidad democrática, aun en países que creían haber consolidado sus instituciones. En cuanto al desempeño del sistema político, es claro el déficit de gobernabilidad democrática de nuestro país, en tanto no ha sido capaz de promover eficazmente progreso económico y social incluyente, sostenible y equitativo.
Es evidente que cuando la pandemia termine nuestro país estará en peores condiciones económico-sociales e institucionales que al inicio de la crisis sanitaria. Ese resultado será también la derivación de un estilo de gobierno que no valoró las enseñanzas de las mejores prácticas internacionales, que no consideró relevante las opiniones científicas plurales y multidisciplinarias y que antepuso su voluntad de regimentar a la sociedad desde el poder a las fortalezas que siempre ofrecen los modos cooperativos de gobierno.
Ese modo del abordaje oficial a los desafíos que impuso la pandemia es propio de los gobiernos con registros populistas y que puede sintetizarse, tal y como sostuvo Felipe González, en que el populismo tiende a imaginar supuestas soluciones simples para problemas complejos, los que, por otro lado, siempre están causados por actores, locales y/o internacionales, a los que se les atribuye la “culpabilidad” de la situación.
El populismo puede tener en términos económicos variantes muy amigables con el mercado o una visión estadocéntrica, pero en lo que no hay diferencias, tanto en países desarrollados como en periféricos, es en la subestimación de la democracia representativa y en la relativización de la división de poderes. Uno de los casos extremos fue el del presidente Alberto Fujimori, un adalid del neoliberalismo que en un autogolpe en el año 1992 cerró el Congreso del Perú.
En nuestro país, el peronismo en el gobierno concibe el poder como un sitio exclusivo a conquistar, en lugar de ser, esencialmente, una plural construcción política. Esa visión conduce a una lógica de suma cero, donde el adversario que no admite transformarse en un sujeto político a ser cooptado se convierte en un “cuasi enemigo”.
En las creencias de ese mundo, los contrapesos institucionales y la rendición de cuentas dejan de ser atributos imprescindibles de una república para convertirse en obstáculos formales al mandato popular que, por otro lado, tiene una única representación política: la propia.
Además, otro registro de este nuevo turno del peronismo es la crisis del dispositivo de poder oficial. Su notoria debilidad de origen –por la anomalía del proceso decisorio para la selección de las dos posiciones políticas más relevantes del país, el presidente y el gobernador de la provincia de Buenos Aires– se ve aumentada desde la nítida derrota electoral, sin antecedentes para un peronismo unido y en el poder.
Esa morfología del quinto gobierno peronista elegido en las urnas desde la inauguración democrática de 1983 es original: el titular del Ejecutivo, que lo es también del Consejo Nacional del Partido Justicialista, ostenta dos carencias notables: no tiene la empatía con amplios sectores sociales que tuvieron Carlos Menem y Cristina Fernández y tampoco le es reconocido liderazgo partidario, que sí ejercían Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde.
Un resultado de aquella anomalía y de esta originalidad es una administración que, dada la abundancia de actores con capacidad de veto, sufre bloqueos a iniciativas propias originados en sectores del propio oficialismo. Por ejemplo, el Senado con amplia mayoría oficialista no le aprobó las nominaciones del procurador general, del presidente del Banco Central y de la directora de la Agencia Federal de Inteligencia.
Otros ejemplos son la sanción de leyes relevantes –el llamado impuesto a las grandes fortunas es una muestra– o los proyectos aprobados en el Senado y estacionados en Diputados de reformas a las leyes del Ministerio Público y de la Justicia Federal, ya que ninguno de ellos fueron iniciativas del Ejecutivo.
Esa vulnerabilidad manifiesta del liderazgo presidencial también se expresa en la política exterior de la administración, que es registrada por los otros actores globales y regionales como confusa y errática, cuando no extravagante.
En este marco de crisis superpuestas que se retroalimentan, resulta pertinente afirmar que el gobierno de Alberto Fernández no está en condiciones de afrontar con éxito los desafíos de la pospandemia.
En estos tiempos críticos, una administración debilitada y disociada que no cuenta con respetabilidad social –como lo muestran las encuestas de los índices de esperanza de los ciudadanos– ni con la confianza de los mercados –las tasas de riesgo país y la brecha en la cotización de las divisas son ejemplos válidos de ello– y que es, al mismo tiempo, tratada con distancia por relevantes protagonistas de la escena global, solo puede ponerse como máximo objetivo que la situación no empeore.
Para ello debe, al menos, dejar de emular a Donald Trump –que aún no reconoció, después de un año, el limpio triunfo del Presidente Joe Biden– y asumir que siempre es legítimo expresar opiniones propias pero que nunca los “hechos propios” pueden ser aceptables.
Una regeneración institucional
Con la presidencia de Raúl Alfonsín la sociedad argentina pudo dejar atrás las recurrentes interrupciones institucionales que jalonaron nuestra historia desde el primer golpe de estado en 1930. Sin embargo, aún está pendiente la superación de los modos populistas de gobierno y los estilos movimientistas en la acción política. El punto es especialmente relevante porque existe suficiente evidencia de la asociación positiva entre la calidad de las instituciones y el progreso económico.
De ahí que la regeneración institucional, junto a una integración inteligente al mundo, sean los pilares de la creación de un marco contextual que aliente la inversión privada y la consiguiente creación de empleo de calidad, únicos caminos para avanzar en la competitividad económica sistémica y la imprescindible cohesión social.
En nuestra concepción, el régimen político ideal es el que se sostiene en tres pilares. Un componente democrático: elecciones libres, limpias y competitivas. Una base liberal: reconocimiento de los derechos individuales y de todas las minorías. Y un elemento republicano: división e independencia de los poderes con efectiva rendición de cuentas. Y, nobleza obliga, debemos reconocer el evidente retroceso, en los dos últimos años, en la calidad de nuestro funcionamiento institucional.
La administración del presidente Fernández – que cuenta con un mayor número de facultades delegadas por el Congreso que en la crisis de principios del siglo XXI, sancionadas antes de la pandemia– pasará a la historia como el titular del Ejecutivo con más cantidad de decretos de contenido legislativo firmados en un año. La máxima concentración de poder en el Ejecutivo, que incluye avances sobre la independencia del Poder Judicial, se grafica con el dato de que son más los DNU firmados en un año que leyes sancionadas en el Congreso en el mismo período.
A tal punto estos DNU crearon un estado de excepción que la Comisión Interamericana de Derechos Humanos despachó, por algunos de estos casos y por la situación de Formosa, medidas cautelares contra nuestro país. A sabiendas de que estos DNU colisionaban con derechos reconocidos en normas internacionales de Derechos Humanos de los cuales la Argentina es parte, el Gobierno no tuvo otra opción que comunicar a la Secretaría General de la ONU, la suspensión de ciertos derechos y garantías del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos hasta el 31 de diciembre del año pasado.
Aunque sorprenda, es así. El Gobierno suspendió un Pacto Internacional porque ha dictado DNU que no solo son incompatibles con la división de poderes y las atribuciones que la Constitución le acuerda al Congreso, sino que además en muchos de ellos se lesionan y limitan derechos y garantías de las personas.
Hay que aceptar, también, que la globalización económica impone límites a la autonomía de los estados nacionales y, en consecuencia, a las capacidades de los ciudadanos para influir de manera efectiva en el curso inmediato de los asuntos públicos de cada uno de los países.
De allí la relevancia de la acción exterior de los estados nacionales –en pos de mejorar los déficits de gobernanza de la globalización– para reforzar el papel de los organismos multilaterales: incentivar la integración, aumentar el intercambio comercial y promover la vigencia de valores fundamentales.
En nuestro caso la política exterior debe pasar por una integración inteligente al mundo. Y debe basarse en la asociación regional, en la promoción de los derechos humanos sin limitaciones impuestas por la geografía o los prejuicios, y en avanzar en los acuerdos Mercosur/ UE y la incorporación a la OECD, dado que por un lado son palancas decisivas del progreso social y ejemplo de las mejores prácticas internacionales y, por otro, están asentados en los principios democráticos y de preservación del medio ambiente.
Así, en esta era de las coaliciones políticas en nuestro país y en la región, y con este “bicoalicionismo imperfecto” que caracteriza el sistema político argentino, la coalición que integramos, JxC, ya demostró que puede ganar, como lo hizo en tres de las cuatro elecciones nacionales en las que compitió, y alcanzar un piso de representación de alrededor del 40% de la voluntad popular. Por caso, si en los próximos comicios se repitieran los últimos resultados electorales, nuestra coalición sería primera minoría en Diputados, habría paridad en el Senado y estaría a escasos tres puntos porcentuales de ganar la candidatura presidencial en primera vuelta.
El último pronunciamiento ciudadano contribuyó a la estabilización y el reequilibrio del sistema político, condición necesaria para afrontar en la Argentina los desafíos crónicos y los derivados de la pandemia.
Por si hubiera dudas sobre la pertinencia de la afirmación precedente, basta con pensar en una oposición fragmentada y dispersa frente a un oficialismo rechazado por siete de cada diez electores. Ese eventual escenario de impotencia oficialista y de irrelevante dilución opositora sería garantía de frustración y fracaso social.
Ahora bien, hay que reconocer que construir una oposición con capacidad de gobierno es más complejo que armar una propuesta exitosa en la arena electoral.
Es necesario –además de contar con presencia territorial, estructura organizativa, propuestas de campaña y candidatos atractivos– ser idóneos para formular una visión de país que exprese un modelo de sociedad deseado y una prestigiada inserción internacional, en un todo coherente con los ideales permanentes de libertad e igualdad, pero con ideas actualizados a nuestros días.
En suma, es indispensable ser competentes para ofrecer un sueño socialmente compartido de cumplimiento colectivo como el que fuimos capaces de protagonizar en el amanecer democrático, dejando atrás las más de cinco décadas de golpes, autoritarismos y proscripciones.
Ese sueño socialmente compartido requiere, en primer término, de un renovado fortalecimiento de la confianza social. Debemos ser capaces de transmitir que es factible construir una Argentina inclusiva y en condiciones de resolver los enormes desafíos que tiene por delante. Esa construcción del horizonte colectivo no puede apoyarse solo en la voluntad. Requiere señalar con claridad el contorno de las dificultades a superar y el camino a seguir. Es el llamado a un trabajo que sabemos que es arduo, pero para el cual no existen atajos ni soluciones simples.
Este punto requiere reconocer dos dimensiones: la primera es la distancia entre los ciudadanos y las instituciones como consecuencia de las expectativas frustradas de amplios sectores sociales que se expresan en el desinterés por los asuntos públicos y la desafección política.
Pero otra distancia, no menos importante, es la que trasciende la saludable confrontación de ideas y la diferenciación política y se expresa en una tóxica polarización social que contamina la discusión pública y conduce a una enemistad cívica peligrosa para la convivencia democrática.
Esos objetivos requieren de un liderazgo político que, pleno de austera ejemplaridad democrática, se proponga ser custodio del interés público antes que protector de ventajas corporativas o intereses sectoriales.
Ese liderazgo político de nuevo cuño, necesario en todos los niveles de gobierno, debe entender que no hay democracia sin deliberación pública y que las reformas para ser tales deben ser duraderas y que ello exige no solo acuerdos políticos sino también consensos culturales para construir una verdad plural y compartida.
Ese enorme trabajo político exige una fuerza política comprometida en la identificación de la agenda; en la discusión de los problemas; en la claridad de los diagnósticos y las propuestas programáticas. En el planteo honesto de los dilemas que es necesario resolver y en la docencia política que haga posible un nuevo gobierno que encare con éxito no solo las cuestiones estructurales pendientes sino también el desafío de la nueva era.
Para terminar, en un presente lleno de incertidumbres sociales y, también, de miedos y angustias personales, JxC tiene la obligación de ofrecer un horizonte de certidumbre y esperanza para superar las consecuencias de la pandemia y del desgobierno que ejerce el oficialismo nacional.
Publicado en La Nación el 5 de febrero de 2022.