En La Paternal, una mujer con las bolsas de la compra se para frente a la vidriera y pregunta: ¿Cuándo abren? En La Plata, un grupo de chiquitos que acomoda coches o pide lo que a los demás les sobra, saluda desde la calle y hace señas afirmativas sobre lo que ven detrás del vidrio. Es comida. Falsa, opulenta, en alguna medida imposible, pero comida.
No son los habituales participantes de eso que pomposamente llamamos el mundo del arte, elitista incluso en su ficcionada marginalidad. Este proceso de humanización, que por cierto no invalida ninguna de las otras dimensiones del circuito, es saludable y puede dar lugar a reflexiones muy ricas a las que vale la pena prestar atención.
La idea de mostrar obras de arte en espacios no convencionales no es nueva y no puede ser atribuida a estos tiempos pandémicos. En el caso de las vidrieras, recurso que usan Juan Miceli en El Local –La Paternal– y Nicolás Monti en el Museo Pettorutti –La Plata–, el antecedente más importante es el del proyecto Una Obra Un Artista, que inicialmente estuvo en la esquina de Lafinur y Tupiza y actualmente en Sánchez de Bustamante y Humahuaca.
La experiencia de ambos artistas abre una dimensión distinta en la relación entre su trabajo y el público, rompiendo algunas barreras y habilitando una conversación distinta, La puesta de Juan Miceli en El Local de la calle Juan B. Justo es, en primer lugar, climática. La cantidad de obras, sus diferencias de tamaño y de texturas, sus múltiples materiales generan una escena integral, que se percibe casi como una suerte de bosque de maravillas. La dramaturgia de la composición que propone Miceli es, al mismo tiempo, caótica y ordenada. No hay una sola lectura, pero al mismo tiempo la mirada compone un guión posible, una narrativa precisa. El material con el que Miceli trabaja mezcla lo natural con lo artificial, lo analógico con lo digital y la vida con la muerte. Los huesos revestidos en plástico, las quijadas reformulando animales mitológicos, seres monstruosos armados con autopartes, con plástico y con cinta de video. El parque temático que se muestra en El Local, bajo el nombre de Mitze, tiene algo del clima de Tim Burton y al mismo tiempo no se puede entender por fuera de una narrativa barrial muy concreta. Los elementos que componen las obras son rezagos de Warnes: rulemanes, piezas encontradas en el taller mezcladas con chafalonía comprada en Once.
El maridaje que produce el espacio de exposición, la vidriera con su capacidad de crear climas diferentes manejando la luz y las cortinas, y la puesta de Miceli es de tal contemporaneidad que consigue incorporar el componente barrial sin que esto implique buscar el chantaje emocional de la cultura de la esquina, la supremacía de lo local y el pobrismo. Allí reside su potencia conceptual, más allá del valor puntual de las obras y la fábula visual que finalmente se construye. Hay, en medio del bello vértigo de la puesta, dos protagonistas excluyentes, dominando las vidrieras principales. Un ser fantástico enorme, de color azul brillante, fuerte mandíbula y dos cuernos que salen de la boca, como un inmenso jabalí homínido, amenazante en su fiereza. Al otro costado, sobre una plataforma de madera, está montado “Verano Eterno”, otro ser mitológico, en este caso arbóreo, verde y con ramas que se extienden saliendo del cuerpo humanizado, casi de niño. Su cara, también entre ramas y flores, es la de un pequeño, lo que profundiza la condición inquietante y espectral. “Verano Eterno” viene con banda sonora, que el paseante, el flaneur o el iniciado puede descargar con un código QR colocado en el frente del local.
En otro entorno, en este caso un museo provincial como el Pettorutti de La Plata, Nicolás Monti pone Los años más duros. El museo permanece cerrado por la pandemia, pero en uno de los laterales del frente se abre un pasillo estrecho de unos cuatro metros, con vista a la calle y con el frente vidriado. En esa marquesina, el artista dibujó una escena con una mesa larguísima llenas de platos de comida y bebidas, una más pequeña por delante que funciona como mesa dulce, repleta de postres y algún café, una tarima al fondo con un cochinillo crocante que se corta con un plato, como en los viejos bodegones y otra al costado derecho, con un menú forrado en cuero, con sus hojas enfundadas en folios y con tipografía clásica. La comida y las bebidas están realizadas en cerámica esmaltada con un gran nivel de verosimilitud. Y no es que las piezas sean hiperrealistas, sino casi todo lo contrario. El brillo de los esmaltes usados en la confección nada tiene que ver con la realidad de cada bocadillo, pero el resultado es el de una representación cabal. Por ventura del arte pop, ese artilugio funciona a la perfección y quien mira desde afuera la escena integral se encuentra frente a una portentosa oferta de comida y bebida difícil de abarcar con un solo golpe de vista.
Como sucede en toda la obra de Monti, que abarca casi todos los registros, Los años más duros, tal como dice bien Alejo Ponce de León en el texto de presentación, admite múltiples lecturas. Hay una posibilidad antropológica, una potencial inscripción en la historia de la comida como factor cultural, e incluso una interpretación política posible. Todas viables, la dimensión estética se impone por propia fuerza.
La mesa larga asemeja la imagen de “La última cena”, pero sin comensales. Es como si se le hubiera arrebatado el elemento sagrado y dejado, para que adquiera relevancia, lo mundano, lo excesivo y lo extremadamente vital. Si algo caracteriza a los alimentos presentados por el artista es la abundancia y, en menor medida, una cierta inadecuación temporal. La comida presentada en la mesa de Monti es la de la edad de oro de la clase media argentina. El siglo XX resuena en esos cargados, en el corte en picos de los tomates rellenos, en el charlotte del almendrado. Esta exuberancia es crítica y al mismo tiempo nostálgica. Esos platos ya no existen y el tiempo en que vivieron tampoco. El presente está más cerca de las privaciones o, con un poco más de suerte, del minimalismo, pero ese derroche –que el artista irónicamente llama los años duros– ya no es deseable ni posible.
¿Cuál es el diálogo posible entre las dos muestras? En primer lugar, la capacidad para entrenar la mirada. La posibilidad de traspasar, usando uno de los términos de la ecuación general del mundo del arte, a las restantes. Poniendo en duda el espacio expositivo, Miceli y Monti abren el abanico de preguntas sobre la circulación, sobre la generación de audiencias para el arte contemporáneo, sobre las diferentes formas de comercialización y mercantilización y sobre las lógicas representacionales en tiempos complejos. La idea de democratización del arte suena presuntuosa y pedante y le debe demasiado a otros debates. Lo que los artistas lograron con estas puestas es ampliar las posibilidades de acceso a la belleza, y con eso, tenemos más que suficiente.
Publicado en Revista Ñ el 20 de febrero de 2021.