jueves 5 de diciembre de 2024
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Lo que no cambia

Se advierte el desconcierto tan evidente como el papel que representa este outsider de la política establecida en uso intensivo de la presidencia. Todo parece estremecerse al conjuro de un cambio que el Presidente pregona sin cesar en las redes sociales. No obstante, si miramos con alguna perspectiva, podemos comprobar unas continuidades difíciles de doblegar.

A menudo escuchamos infundios y metáforas: la motosierra, la licuadora, “los políticos de mierda”, el “nido de ratas” en el Congreso, que se transmitieron en la campaña y ahora desde el Gobierno. En la tradición liberal, que no coincide con la pasión libertaria del Presidente, el concepto de libertad solía estar ligado a actitudes tolerantes, inclinadas al diálogo y a razones y argumentos sujetos a la crítica.

El pasado desmintió estos ideales cuando, al influjo de estilos jacobinos, la libertad se transformó en un proyectil que se dispara contra el oponente. Algún espectador dirá que, aún con este descalabro verbal, esta es una noticia inédita. ¿Cuándo en efecto se combatió con tanto ardor en nombre de la libertad?

En realidad, el asunto tiene poca originalidad porque renueva una tradición persistente: la manera de concebir la política como el lance en que hay que eliminar enemigos. Nuestra política es dualista y polarizante. Unos y otros enfrentados, pueblo y anti-pueblo, hoy estatismo y anti-estatismo.

Estas polarizaciones recorren nuestro pasado y se acentuaron en los últimos veinte años al influjo del proyecto hegemónico del kirchnerismo. Si los fines se modifican, pues nada tiene que ver la economía propuesta por Milei con el desastre que nos legaron aquellos gobiernos, los medios son los mismos.

Antes y ahora, el debate político está infectado de una incontinencia verbal que traza líneas divisorias; lo que antes era la mafia de los “medios hegemónicos” o del sistema judicial, ahora es “la casta inmunda y corrupta”. La fiereza verbal, lejos de atenuarse, se realimenta a cada cambio de gobierno. En este sentido, todo cambia para que nada cambie.

Tan dramáticas como esos dualismos son las desventuras de un gobierno que se despide con una mega inflación y las de un gobierno que asume para desactivar esa bomba. Nada nuevo: esta es la tercera crisis en la cadena de la declinación. Los efectos a corto plazo fueron hiperinflación y aumento exponencial de la pobreza.

Ahora soportamos el mismo azote. Para contener la hiperinflación estamos pagando el precio, no de una topadora para reformar el Estado, sino de una licuadora de los ingresos de jubilados, de empleos informales de baja calidad, de la clase media en franco descenso; una pobreza que roza, como 1989-1990 y 2001-2002, la cifra que se empina sobre el 50% de la población.

Se habla desde luego de recesión, pero me pregunto si no estaremos en camino de padecer una “gran depresión” como se decía en los Estados Unidos de la economía que sucumbió luego del crack del año 1929 y tuvo efectos devastadores en el empleo y en el nivel de actividad.

Se verá, aunque en el pasado el malestar de ese derrumbe estuvo amortiguado por una complicidad que ahora no existe. Los gobiernos de Menem y Kirchner, que heredaron ambas crisis, estuvieron protegidos por guardianes sindicales que, cuando pasan del oficialismo a la oposición, lanzan de inmediato al ruedo movilizaciones y huelgas. Si además los nervios del Gobierno no responden, el horizonte de la desestabilización, que se nubló al final de la presidencia de De la Rúa, se puede oscurecer de nuevo.

Por fin, otra continuidad negativa se cierne sobre la voluntad de cambio: el riesgo de la ingobernabilidad, que aquejó al no peronismo en trance de gobernar. Con populismos, con hegemonías benignas u hostiles, cuando gobierna el peronismo la oferta de gobernabilidad sobrevive en la medida de lo posible. Alfonsín y De la Rúa no pudieron exorcizar ese fantasma; Macri lo hizo a medias. ¿Qué le espera a Milei de cara a estos antecedentes?

Habrá que reaccionar cuanto antes porque el plan de gobierno tiene fisuras, los elencos en el Poder Ejecutivo para administrar un Estado, que ideológicamente abominan, son todavía incompletos, los funcionarios entran y salen, mientras las incongruencias de una cultura política, a la vez facciosa y polarizante, impiden poner a punto coaliciones de gobierno.

Esta es otra continuidad negativa que impacta sobre un gobierno minoritario por donde se lo mire. Es minoritario en las provincias, en el Congreso y solo cuenta con el apoyo mayoritario en las urnas que, según las encuestas, sigue descendiendo.

Por cierto, hay excepciones en las filas del PRO que abren la posibilidad de coaligarse, pero las experiencias anteriores conspiran contra esa eventualidad. Ni el gobierno de la Alianza entre 1999 y 2001, ni el de Macri entre 2015 y 2019, pudieron consolidar coaliciones de gobierno efectivas.

La pobre experiencia coalicionista juega pues en contra; otra continuidad que denota las dificultades para alcanzar un equilibrio satisfactorio entre fines y medios.

Los fines derogatorios están a la vista: desmantelar el Estado-céntrico en Nación y provincias, y cortar de cuajo privilegios fiscales y regímenes especiales (bien por poner mano en los fideicomisos). Al contrario del estrépito con que se proclaman estos fines libertarios, los medios para llevar a cabo esta ambiciosa empresa brillan por su ausencia.

Tan larga y azarosa es esta continuidad que el historiador de estirpe liberal, Vicente Fidel López, ya describía esta contradicción en los hombres de 1810: “El liberalismo de fines es un liberalismo pseudofilosófico, que falsa y comúnmente se alía con el personalismo iliberal y absoluto de los medios…”. Esperemos pues que la historia no se repita.

Publicado en Clarín el 25 de febrero de 2024.

Link https://www.clarin.com/opinion/cambia_0_K65vfDGGpa.html

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