El actual presidente, igual que hizo Néstor Kirchner 20 años atrás, construye su poder en gran medida en base a agresiones y exclusiones, descalifica a adversarios y críticos, escarmienta a los disidentes de su propio campo con excomuniones inapelables, y alienta una obediencia ciega en todos los demás.
Pero igual que sucedió con Kirchner, sobre todo al comienzo de su periplo en el poder, su manera de actuar no solo despierta obediencia, sino también sanas reacciones críticas en una porción no menor de quienes no están dispuestos a bancar cualquier cosa, aunque simpatizan con sus objetivos. Cada vez que agrede y pretende acallar discusiones sobre la conveniencia de sus decisiones, o da explicaciones absurdas sobre su razón de ser y sus consecuencias esperables, hay quienes levantan la voz y reclaman: “Todo bien con los objetivos declamados, pero así no”.
Por lo que cabe preguntarse: ¿los liberales serán más renuentes a amoldarse a los designios de un líder populista abusivo y manipulador de lo que fueron los progresistas y peronistas de izquierda 20 años atrás? ¿Milei tendrá, en cualquier caso, mucho menos combustible económico y poder institucional para solventar ese disciplinamiento, en comparación con su predecesor santacruceño? Está por verse sí, con lo primero, con lo segundo, o con una combinación de todo eso, alcanza para refrenarlo. De esto depende que nuestra convivencia democrática no resulte nuevamente estrangulada por un gobernante de apenas solapadas inclinaciones autocráticas y por su séquito de fanáticos, reales o simulados, en cualquier caso dispuestos a hacer cualquier cosa para congraciarse con él.
En el curso de esta semana hubo un interesante campo de pruebas al respecto en la cena anual de la Fundación Libertad. El evento contó con la presencia de un Javier Milei desatado, que sometió a sus adversarios y críticos a ofensas de todo tipo. Y al hacerlo, queriendo o sin querer, testeó la tolerancia al abuso que existe en al menos una parte de sus seguidores. Siendo que el público estaba compuesto, en una altísima proporción, por sus simpatizantes. En particular por lo que el propio Milei llamó simpatizantes “calificados”, integrantes del empresariado, de la dirigencia política y el funcionariado. Pero que, podemos suponer, tal vez no difieran demasiado, en lo que piensan, sienten y están inclinados a avalar, o no, de los ciudadanos de a pie que apoyan al actual gobierno.
Y las reacciones observadas fueron de lo más curiosas: pasaron del festejo a una silenciosa incomodidad y a la perplejidad en el espacio de unos pocos minutos, a medida que el presidente se fue cebando y se ensañó, con peores modos, con cada vez más gente, buscando humillar y descalificar a cualquiera que se le hubiera puesto delante en los últimos tiempos. Algunos en el público, los menos, siguieron aplaudiendo a rabiar cualquier brutalidad que el jefe libertario profiriera desde el atril. Pero cada vez más gente se movía en sus asientos, cuchicheaba con sus vecinos, miraba alrededor para ver si la alarma que sentía era suya sola o era refrendada por la alarma de los demás.
Me trajo de inmediato a la memoria las incomodidades que supo generar Néstor Kirchner también en un auditorio “selecto” y “afín”, en su caso, el que le ofreció el colectivo de intelectuales Carta Abierta, en los primeros tiempos de ese grupo. Cuando todavía no se había abrazado del todo a la tarea de “bancar el proyecto”, cualquiera fuera el asunto que estuviera en discusión, y la excusa o argumento de ocasión que utilizaran sus líderes para justificarse y descalificar las críticas.
Recuerdo en particular una situación igual de incómoda que la vivida el miércoles pasado en Parque Norte, y que generó silencios y cotilleos igual de sonoros, cuando el entonces expresidente, en una asamblea de Carta Abierta, a comienzos de 2008, en plena crisis del campo, quiso justificar la intervención del INDEC y la manipulación de sus estadísticas por la necesidad de combatir una supuesta conspiración entre operadores de la city y técnicos del organismo para elevar los costos que debía afrontar el Estado por los bonos atados a la inflación.
Un delirio paranoico o un camelo manipulativo, que fue considerado como una cosa o la otra por no pocos de los que escuchaban sus palabras, y generó en la asamblea silencios incómodos, miradas escépticas, hasta algún rumor de disconformidad. Pero, tiempo después, ya no generaría nada de eso, porque o bien los miembros de ese colectivo intelectual se habían acostumbrado a mirar para otro lado y no discutir asuntos escabrosos como ese, o directamente habían decidido abrazar acríticamente cualquier tontería que se les ofreciera como explicación, si provenía del jefe.
¿Cuánto falta para que los liberales, los que escuchaban al presidente en la cena de la Fundación Libertad y los que en general simpatizan con su gobierno, se adapten, tal como hicieron en su momento Carta Abierta y su entorno, y pasen de expresar zozobra y malestar ante los abusos, a acompañar al coro de aplaudidores para no ser señalados como tibios o traidores, o excluidos de futuras convocatorias, de las mieles del poder o de los méritos por un eventual éxito oficial? Hay ya unos cuantos que, ante cualquier objeción, repiten que no quieren “hacerle el juego a la derecha”, perdón, “a la izquierda”, y miran con desdén a quienes se abstienen de festejar burlas y patoteadas. Eso siempre sucede en los movimientos radicalizados. El problema va a ser mucho más grave si esas actitudes se vuelven hegemónicas en el espacio político del que se nutre el poder presidencial, y disentir se torna entonces imposible o inaudible en derredor suyo. Como fue, en forma muy marcada a partir de 2008, en el kirchnerismo.
Pero puede que, de todos modos, estemos en camino a una polarización tan o más marcada que la imperante en las dos décadas pasadas. Y sigamos en ese rumbo mientras no surjan más resistencias, y el presidente no pague costos sensibles por su sordera y sus atropellos, para evitar que sigan alimentándose entre sí. Lo que depende, obviamente, de que esos costos se los hagan pagar no solo quienes ya desde el comienzo han venido criticando su “estilo”, ni tampoco sus ocasionales víctimas, sino, sobre todo, los seguidores y simpatizantes que, como buenos liberales, sienten sincero malestar ante los atropellos, se niegan a festejarlos, pero de momento tampoco levantan la voz para rechazarlos.
En la misma cena de la Fundación Libertad, antes de que hablara Milei, Lacalle Pou dio una breve clase sobre cómo funciona la cultura política uruguaya y por qué ella permite que prosperen las libertades. Lástima que nuestro presidente no estuvo para escucharlo, ni se quedó un minuto siquiera a conversar con su par oriental.
Publicado en www.tn.com.ar el 29 de abril de 2024.