No hace mucho, 3.900 millones de seres humanos estaban encerrados en su casas. Los gobiernos de 90 países habían impuesto cuarentenas. En Singapur, quien no acataba el encierro se exponía a pagar 10.000 dólares o pasar seis meses en la cárcel.
63 países habían cerrado escuelas, colegios y universidades.
En muchas partes del mundo sólo estaban abiertas la farmacias, los supermercados y los bancos.
Las cuarentenas más largas superaron los 200 días. La lista fue encabezada por Australia (en Melbourne): 262. La siguieron la Argentina: 234; Irlanda, 227 e Inglaterra: 213.
Como consecuencia de estas medidas, hubo en diversos países: desempleo masivo, desaparición de industrias y comercios, caída del producto bruto, costos estatales imprevistos, menor recaudación impositiva, retaso educativo, problemas psicológicos y descontento social.
¿Qué gobierno puede querer eso?
¿A qué gobernante le conviene dejar trabajadores en la calle, hacer quebrar empresas, hundir la economía, catapultar el déficit, retrasar la educación, sembrar descontento y cosechar impopularidad?
Por supuesto, a ninguno.
Sin embargo, hay quienes creen que los gobiernos han aprovechado la pandemia para implantar “covidictaduras”.
Quienes dicen esto sostienen que todas las restricciones anti-pandemia son innecesarias y afectan el derecho a la libertad.
Presumir que son ineficaces es desconfiar, ya no sólo de los gobiernos sino de los científicos que en el mundo entero urgieron a tomar tales medidas.
Esgrimir el derecho a la libertad es desconocer que la libertad de cada uno llega hasta el punto donde daña o puede dañar a los demás.
La ética, rama de la filosofía, ha repetido siempre este precepto, convertido en principio jurídico por la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano (1789).
Dicho de otro modo, una persona es libre si sus deseos racionales prevalecen sobre sus deseos irracionales. Ya lo dijo Platón.
Y Rousseau advirtió que la libertad “no debe someter la voluntad ajena a la nuestra”.
La actitud insolidaria frente a la pandemia se ha extendido ahora a algo que es aun menos discutible que el barbijo o la distancia social. Se trata de las vacunas.
Quienes se niegan a vacunarse sostienen que las vacunas no impiden la enfermedad Covid-19) y que, aun si la impidiera, nadie debería estar obligado a vacunarse.
En verdad, el solo hecho de que no vacunarse pueda poner en peligro a una o más personas, hace imperiosa la vacunación.
Hasta el miércoles pasado se habían producido en el mundo 267.829.108 contagiados y 5.292.235 muertos por Covid-19. Habrá quien diga que eso no es nada, comparado con los 7.753 millones de habitantes que tiene la Tierra. O que, si se publicaran las cifras de muertos por infartos o cáncer esta nueva enfermedad no tendría la letalidad que se le adjudica . Por supuesto, si se las compara con la población mundial, todas las enfermedades y su mortalidad parecen insignificantes.
Y en cuanto a la difusión del número de víctimas, sí existe, al menos en Estados Unidos. Está registrado que la Covid-19 es ya la tercera causa de muertes: el año pasado murieron 690.882 personas por males cardíacos, 598.933 por cáncer y 345.323 por Covid-19. Es imposible saber cuántas habrían sido las víctimas de no haber sido por las restricciones; pero sin duda un número considerablemente mayor. El coronavirus, tiene una capacidad de propagación antes desconocida.
En Europa, Hans Kluge, director regional de la Organización Mundial de la Salud (OMS) dice que la Covid-19 no es, como en Estados Unidos, la tercera causa de muertes. Es la primera. La idea de que cualquiera es libre de infringirse un daño o correr un riesgo -aplicada también al uso del cinturón de seguridad en los autoses insostenible. No vacunarse o no usar el cinturón, puede afectar no sólo a quien se rebela contra las normas sino también a terceras personas.
Los posibles efectos secundarios de las vacunas son muy escasos y equivalentes a los de cualquier remedio. Los resultados de las restricciones y las vacunas, por lo demás, están probados: allí donde se ablandaron las medidas, la enfermedad volvió a expandirse.
Y las restricciones no pueden mantenerse incólumes. Al contrario hay países que las están reponiendo, y en algunos casos con mayor dureza. Es que el virus muta; se disfraza para desorientar al sistema inmunológico. Así disfrazado puede propagarse más rápido y ser más dañino.
Empezó a serlo con la variante Delta y habrá que ver cuánto lo será con la variante Ómicron, recién aparecida.
Kluge notifica que “Ómicron está a la vista y en aumento”, dice. “Tenemos que estar preocupados y ser cautelosos . Pero, el problema ahora es Delta, y lo que ganemos hoy contra Delta, será mañana una victoria temprana sobre Ómicron”.
A partir de eso Kluge advierte: “A menos que se endurezcan las medidas, en Europa podría haber medio millón más de muertes la próxima primavera. Sabemos lo que hay que hacer para combatir el virus: además de observar las restricciones, vacunarse y portar el certificado de salud para acceder a sitios de concentración de gente”.
El ministro de salud de Alemania, Jens Spahn, por su parte, sostiene que “la situación ha llegado ahora hasta un punto en el que no habíamos estado en ningún momento de esta pandemia”.
Son pronósticos que alarman.
No obstante, en las calles de Europa y Estados Unidos se suceden las manifestaciones de protesta contra la obligatoriedad de la vacuna. El tiempo que lleva la pandemia, y el consecuente el hartazgo colectivo, pueden favorecer a los grupos que se rebelan contra toda medida compulsiva.
Gobiernos, científicos, medio de comunicación e influencers deben hacer un esfuerzo de concientización.
La libertad es un derecho humano. Pero no la libertad para contagiar.
Publicado en Clarín el 12 de diciembre de 2021.