II. Nada personal contra Milei, pero le recuerdo que la negación de la política en el mundo moderno ha sido oficio de dictadores, autócratas y militares mesiánicos. En tiempos de Onganía la palabra “política” estaba prohibida, como también estaban prohibidos los partidos políticos y cerrado el Congreso, porque no hay dictadura que pueda arrogarse ese título con un Congreso funcionando. Milei no es un dictador, pero su negación de la política tiene muchas similitudes con costumbres y hábitos a los que eran aficionados los militares y los grupos de extrema derecha que los solían acompañar. A su favor hay que decir que sus bravuconadas verbales, sus descalificaciones violentas de los que no piensan como él no van acompañadas de persecuciones o condenas. Lo que corresponde preguntarse en estos casos es si su respeto a los hábitos democráticos responde a convicciones o a la imposibilidad real en la Argentina de 2024 de conculcar libertades. Por un motivo o por otro el país sigue siendo democrático a pesar de los graves problemas políticos y sociales que padecemos, pero es precisamente en estas condiciones cuando lo menos aconsejable, lo más peligroso, es la violencia verbal, y mucho más cuando esa violencia es promovida desde la más alta responsabilidad política, es decir, es ejercida por la máxima autoridad política del estado en un país estragado por la pobreza y las discordias políticas.
III. El presidente Milei propone una transformación profunda del estado, la sociedad y el individuo. Pretensiones de este tipo merecen calificarse de revolucionarias, revolucionarias de izquierda o de derecha, pero revolucionarias al fin. No creo en esas soluciones absolutas y me consta que los pueblos han pagado un precio muy alto en el siglo veinte por ensayar experimentos de este tipo. En sus giras por el mundo y en sus entrevistas periodísticas Milei insiste en su condición de anarco capitalista y en su certeza de que el estado es una organización mafiosa y criminal. En estos días el mismo se ha definido como “un topo” cuya misión consiste en liquidar el orden estatal. Como a las palabras se las lleva el viento, o en más de un caso no nos hacemos cargo de su contenido, cuando no, preferimos hacernos los distraídos, a nadie se le ha ocurrido iniciar una acción judicial contra una autoridad política que amenaza la existencia de la institución clave de la nación. “Destruir el Estado”, ha sido oficio de extremistas de izquierda o de derecha. Por esas curiosidades del lenguaje, la consigna en los hechos reales más que propender a la desaparición del estado lo que hizo fue reforzar sus costados más represivos, más autoritarios y, en más de un caso, más totalitarios. Lo que a los dictadores y aspirantes a dictadores les fastidia del estado no son sus desbordes, sus rutinas burocráticas a veces exasperantes, sus cuevas en las que anidan corruptos de todo pelaje, lo que les molesta son las libertades y garantías que asegura el estado de derecho, su esfuerzo o pretensión por proteger a los más débiles. sus estrategias a favor de educación y salud para todos, su vocación de asegurar una convivencia pacífica y civilizada. En definitiva, se propone la destrucción del estado porque se detesta la política y las libertades que suelen ir de la mano con el pluralismo cultural y político.
IV. Milei se declara anarcocapitalista y sus maestros preferidos suelen ser Hayek y Rothbard. No discuto su anarquismo, pero sí objeto su condición de liberal, por lo menos ese liberalismo forjado en los tiempos de la modernidad y la ilustración. El liberalismo fue una gran conquista cultural y social de la humanidad. No hay liberalismo sin libertades económicas, pero tampoco hay liberalismo sin libertades civiles y políticas. Históricamente el liberalismo ha sido una concepción moderada, dialoguista, tolerante de la política. Un liberal defiende sus ideas, pero admite que otras ideas pueden ser valiosas a la horas de pensar y realizar la política. Sus certezas no niegan el pluralismo, todo lo contrario, lo confirman. Su relación con la realidad es de aprendizaje, no pretende someterla por la fuerza. Más que un dogma de fe o una certeza absoluta, el liberalismo insiste en que nadie es titular de una verdad exclusiva y que la defensa de la libertad, el reconocimiento del individuo y la presunción de que en condiciones razonables los hombres pueden aspirar legítimamente al progreso y a condiciones de vida más justas para todos, es una aspiración legítima de la humanidad. No hay, por supuesto, liberalismo sin estado liberal, sin un estado con instituciones fuertes que pongan límites al poder y atienda los estragos que suelen padecer los sectores más vulnerables. Sé poco de Rothbard, pero conozco lo que piensa Voltaire, Montesquieu, Locke y Stuart Mill. O Popper, Berlín y Radendhorf. Y, muy en particular, los próceres liberales de nuestra historia, nuestros padres fundadores: Sarmiento, Mitre, Alberdi, cuyas diferencias a veces ásperas, a veces duras no le impedían desconocer que todos los esfuerzos desplegados en la segunda mitad del siglo XIX apuntaban precisamente a fundar una sociedad abierta y un estado, un estado liberal. Claro está. no todos estos objetivos se cumplieron, no todos los partícipes de la política de entonces tenían, como reclamaba Sarmiento y Justo, las manos limpias y las uñas cortas, pero en lo fundamental los logros de la Argentina liberal fueron muy superiores a sus carencias. Pues bien, a decir verdad “no lo veo” a Milei identificado con el liberalismo tal cual intervino en la historia nacional. No soy partidario de revoluciones que han enlutado a los pueblos en nombre de utopías siniestras. Prefiero los cambios graduales, los acuerdos y los entendimientos entre personas civilizadas. La civilización -se ha dicho- se sostiene sobre un hilo muy delgado para que la estemos arriesgando diariamente en nombre de disparates promovidos por personajes estrafalarios que en situaciones de extremas penurias las sociedades suelen encandilarse por su resplandor, tan fugaz como siniestro, tan breve como farsesco.
Publicado en El Litoral el 11 de junio de 2024.