viernes 29 de marzo de 2024
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Ley 1.420: derechos… y obligaciones

La Constitución había organizado la sociedad, fijando sus derechos y su forma de gobierno. Una ley vendría a moldear sus valores y darle identidad. Fue la 1.420, de cuya promulgación acaban de cumplirse 138 años.

Es posible considerarla un antecedente de la “educación inclusiva , equitativa y de calidad”, objetivo de “Educacion 2030”: la agenda y plan de acción que 160 países aprobaron en el Foro Mundial sobre la Educación (Incheon, Republica de Corea, 2015). La 1.420 es la piedra basal de la educación pública, gratuita y laica, pero a fin de alcanzar sus objetivos impuso fuertes obligaciones a la sociedad.

A menudo es recordada, invocada, alabada. Pero pocos la han leído. Esa ley diseñó una política educacional ambiciosa, que requería del Estado una actividad frenética, a la cual debía otorgar recursos extraordinarios. Resumen: -Decidió que debía haber una escuela cada 1.000 habitantes. Cada 300 en el campo.

-Creó “escuelas ambulantes”, para llevar enseñanza a lugares remotos.

-Resolvió “convertir cuarteles, guarniciones, buques de guerra, cárceles, fábricas u otros establecimientos” en escuelas para adultos.

-Introdujo los jardines de infantes: idealmente uno o dos en cada ciudad.

-Impuso la no discriminación. Prohibió diferenciar al alumnado por la condición social, el color, la nacionalidad o la religión.

-Decidió que la mujer debía tener la misma educación que el hombre y dio lugar a clases mixtas.

Pero no sólo comprometió al Estado. También impuso rigurosos deberes a la sociedad. Obligó a los padres a enviar a la escuela a sus hijos, desde los 6 hasta los 14 años de edad.

No eximió de esa obligación a las familias pobres. Primero, porque la escuela sería gratuita. Luego, porque la educación – como se había dicho en el Congreso Pedagógico que precedió a la ley – es el mejor modo de superar la pobreza. En 1884, más de la mitad de la población era analfabeta.

Fue coercitiva. Si un chico faltaba “más de dos días” a la escuela, sus padres tenían que pagar una multa. El chico, a la vez, podía ser conducido a la escuela por la fuerza pública.

Forzó a los padres a gerenciar las escuelas desde cargos públicos irrenunciables y ad honorem. En cada distrito escolar habia que establecer un Consejo Escolar, que integrarían cinco padres elegidos por el Consejo Nacional de Educación.

El sistema funcionó. Los designados no tenían derecho a rechazar el nombramiento. Durante dos años desempeñaban un trabajo exigente, sin recibir remuneración alguna. Tenían que reunirse, como mínimo, una vez por semana; y no para un mero intercambio de opiniones.

La ley les imponía tareas precisas. Debían recaudar las rentas del distrito, procedentes de “multas y donaciones o subvenciones particulares”, y con ellas hacer cosas como “proporcionar vestido a los alumnos indigentes”, establecer “cursos nocturnos o dominicales para adultos” y promover la fundación de “bibliotecas populares”.

Hay que recurrir a Karl Marx, y su noción de las “contradicciones dialécticas” (que operan como un boomerang) para entender por qué esta ley fue promulgada y defendida a ultranza por el presidente Roca, que encarnaba a una oligarquía aferrada al poder.

Los efectos de la educación masiva no podían ser favorables a la clase dominante, ya que en el pueblo culto germina enseguida la ambición de igualdad. Sin embargo, cuando una clase domina una nación, el interés nacional percibido se vuelve tan importante como los intereses objetivos de clase.

La Generación del 80 sintió que era dueña de una Argentina destinada a convertirse en potencia. Para lograrlo, se necesitarían profesionales, intelectuales y mano de obra calificada. El fin de su política educacional era crear ese conjunto de capacidades.

Lo hizo, pero el éxito fue su ruina. El país, transformado por obra de aquella política, se le escapó de las manos. Seis años después de sancionada la ley se inició la revolución popular que pondría fin a los gobiernos oligárquicos. En 1916, Hipólito Yrigoyen inauguró la democracia. El progresismo hizo suya la ley 1.420.

Esa democracia naciente la complementó en 1918 con la Reforma Universitaria, que transformó la educación superior en laica, gratuita y de libre acceso, con universidades autónomas, cogobernadas por estudiantes.

A partir de entonces, al profesorado sólo se podría acceder por concurso. Por cada materia habría varias cátedras. Las universidades tendrían que conciliar docencia con investigación.

El nicaragüense Carlos Tünnermann, estudioso de la Reforma Universitaria argentina, dice que esa reforma convirtió a las universidades en “espacios de ciencia y pensamiento crítico”. Y en 1919 se incorporó en la escuela primaria una obligación que perfeccionó la ley 1.420: todos los alumnos, sin excepciones, debían usar guardapolvos blancos. Era un modo de igualar a ricos y pobres.

Hubo sectores que se resistieron. Alegaban que la obligación de usar guardapolvo era inconstitucional, dado que cercenaba la libertad individual. No aceptaban que, por encima de los egocentrismos, había un interés social.

El proceso iniciado por la ley 1.420 permitió la alfabetización masiva y facilitó el desarrollo económico y humano, diferenciando a la Argentina de los otros países de la región.

En la segunda mitad del siglo 20, sucesivas crisis económicas hicieron que el Estado relegara a la educación. A la vez, la lucha por los derechos sociales debilitó en la sociedad la noción de deber.

La educación inclusiva y de calidad requiere hoy métodos distintos a los del siglo 19. La ley 1.420 impuso una suerte de servicio militar educativo, que hoy no sería admisible. Cuesta imaginar, por ejemplo, que un chico sea arrastrado a la escuela por la policía. Pero eso no significa que la sociedad haya sido desobligada. La educación es una acción colectiva, para la cual tanto el Estado como la sociedad deben asumir obligaciones.

Publicado en Clarín el 14 de agosto de 2022.

Link https://www.clarin.com/opinion/ley-1-420-derechos-obligaciones_0_dSitMHcN8w.html

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