martes 12 de noviembre de 2024
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Las elecciones en Venezuela pueden marcar el camino democrático que necesita la región y sus izquierdas

El salvadoreño Nayib Bukele podría ser la excepción. Javier Milei difícilmente: no tiene ni el sustento social ni el poder institucional necesarios, algunos dicen que tampoco las convicciones ni la doctrina, para volverse una verdadera amenaza contra los equilibrios democráticos y la estabilidad constitucional de su país, que es el nuestro. 

Del otro lado del espectro, en la izquierda, en cambio, hemos visto cómo en las últimas dos décadas proliferaron gobiernos electos democráticamente que, a través de un ejercicio cada vez más abusivo del poder, condujeron a sus países hacia regímenes cada vez más autoritarios: primero lo hizo Chávez en Venezuela, después Evo Morales en Bolivia y más recientemente el matrimonio Ortega en Nicaragua. 

Todos con el auspicio de la Cuba de los Castro, a nivel regional, y de Irán y Rusia a nivel global. Intentaron algo parecido Correa en Ecuador y los Kirchner en Argentina, pero no les resultó. Al menos hasta ahora: en ambos países existen todavía actores que sostienen esos liderazgos, prometen radicalizarlos y volver a intentarlo. 

La deriva autoritaria de Venezuela fue, dentro de esta historia, particularmente significativa y trágica. Porque el chavismo inauguró el camino y estrenó los instrumentos que otros iban luego a emular. Y lo hizo mientras rompía todos los récords mundiales de destrucción de la economía de un país en tiempos de paz. A lo que sumó también otro de exiliados y emigrados. 

¿Y todo para qué? Para probar que el “socialismo del siglo XXI” podía hacerse realidad con indiferencia a esos resultados, o mejor dicho, gracias a ellos. Y que el mismo modelo que destruyera la economía y la sociedad cubanas sesenta años antes podía imponerse establemente en países más grandes del continente, pese a la democratización de la región ocurrida en las últimas décadas del siglo XX, si sacaba provecho de las desilusiones acumuladas por el mediocre desempeño de esas democracias y sus economías capitalistas. 

Podríamos acordar que, como experimento, ya duró lo suficiente. Y que probó que sí, efectivamente, el socialismo autocrático no era cosa del pasado, aún tenía futuro en América Latina. Aunque lo que ofreciera fuera espantoso. 

Durante todos estos años en que el famoso experimento se desplegaba, extendiéndose de un país a otro, el grueso de la izquierda democrática de la región participó en alguna medida de él. Primero, con una mezcla de entusiasmo, objeciones menores y ceguera. Después con creciente disimulo, a veces resignación, algunas objeciones más y sobre todo mucha más ceguera. 

Aunque también hay que decir que una porción cada vez más amplia de esas fuerzas políticas, de sus dirigencias y sus simpatizantes, se fue rebelando contra ese karma. Sobre todo en Chile, parcialmente en Uruguay, Costa Rica, y algunos lugares más. Entendieron que debían cortar lazos con todo ese proyecto y lo hicieron sin temor a que los señalaran como traidores. 

En el resto de la región, sin embargo, siguieron predominando actitudes que hoy avergüenzan. Fue el caso en particular de las fuerzas que actualmente gobiernan los dos países latinoamericanos por lejos más importantes, Brasil y México. También, por supuesto, en Colombia. Y las que gobernaron hasta hace poco en la Argentina. 

Para todos ellos tolerar o minimizar los “deslices autoritarios” del chavismo resultó mejor opción que compartir su impugnación con “la derecha” o, peor todavía, con “el Imperio”. Igual que hicieron con Cuba desde los años sesenta del siglo pasado, les resultó razonable argumentar que “si no fuera por las agresiones de Washington, sus permanentes amenazas golpistas e intervencionistas, los chavistas no se hubieran visto obligados a limitar las libertades”. 

Como si la eliminación de la libre expresión, la partidización de las fuerzas de seguridad y de los militares, y el asesinato, encarcelamiento y tortura de disidentes no hubieran sido desde el principio parte del manual de operaciones de estos proyectos de izquierda, y no se correspondieran con lo que ellos, igual que sucediera en la Cuba de Castro y en la Rusia estalinista, siempre consideraron necesario para edificar y estabilizar sus regímenes. 

Por suerte para los venezolanos, en su país siguió faltando el elemento revolucionario que cubanos y soviéticos tuvieron en cambio disponible para justificarse: el acto refundacional de la nación que les permitió a los castristas y leninistas borrar definitivamente del mapa a los partidos de oposición. 

Gracias a esa falencia, contra la que de todos modos Chávez y sus seguidores se rebelaron, sobreactuando un “fundacionalismo” trucho, siguieron dependiendo de un aval electoral regular que no podían del todo fabricar desde el poder estatal. 

Tal como hicieron sus émulos de Bolivia, Ecuador y Argentina, en grados variables, los chavistas pudieron sí inclinar la cancha de la competencia, partidizando al mango el poder del Estado. Eventualmente, practicaron el ”fraude patriótico”, persiguieron a los medios críticos y dividieron y debilitaron a las fuerzas de oposición de mil maneras. 

Pero no pudieron eliminarlas ni sacarlas definitivamente de la consideración de los ciudadanos. Así que hoy estas los desafían. Con un grado de cohesión que por años les faltó. Y respaldadas tanto por la solidaridad democrática internacional como por una sociedad que está exhausta, pero no se rindió ante el miedo, ni el clientelismo, ni el conformismo. 

Lo más interesante que ha sucedido en el curso de la campaña electoral venezolana que hoy, domingo 28 de julio, llega a su fin, es que al menos algunos de los gobiernos de izquierda que por mucho tiempo miraron para otro lado y minimizaron los rasgos autoritarios del régimen chavista, se han tenido que jugar un poco y reclamaron respeto a los resultados electorales. 

Lo hizo Lula, y a colación, como si eso les hubiera dado permiso, lo repitieron Petro de Colombia y hasta nuestro entrañable Alberto Fernández. En nombre, seguramente, más de él mismo que del kirchnerismo, que guardó silencio. ¿Alcanza con eso para desprender a esas izquierdas regionales de sus complicidades autocráticas? Difícilmente, pero ayuda bastante. 

Las pone en un camino que podría llevarlas luego a actuar de modo semejante ante los casos de Nicaragua y Bolivia. Y tal vez también en sus propios países, cuando estén tentadas de usar el aparato del Estado en su provecho, incumpliendo sus obligaciones constitucionales. ¿Alcanzará para alentar a los chavistas a respetar un proceso que, todas las encuestas preelectorales adelantan, si no es manipulado por el Gobierno solo puede terminar en una amplia derrota de sus candidatos? Es aún más difícil. 

Porque lo cierto es que Maduro y su gente siempre han contado con otras solidaridades, la cubana, la iraní y la rusa, también en alguna medida la china. Así que pueden calcular que sobrevivirían a una nueva y más amplia etapa de aislamiento regional. 

Y, por sobre todo, porque resulta muy riesgoso para ellos soltar la manija del Estado sin garantías de impunidad: han robado demasiado, han matado y torturado durante demasiado tiempo, se han enredado demasiado con el narco y otras mafias. 

Aunque, por otro lado, si se roban también esta elección, a los Lulas de América Latina les va a costar mucho más que antes hacerse los distraídos. Y el hecho de que hayan advertido contra el “baño de sangre” que prometió Maduro si el oficialismo no ganaba puede ayudar a hacer la diferencia. 

Porque todo indica que los militares bolivarianos y otros actores medulares del régimen están más divididos que nunca, no saben muy bien qué hacer: si colaborar con un fraude violento y alevoso, y esperar que las democracias se cansen de denunciarlos; o no intervenir y dejar que Maduro y su grupo se las arreglen, para quedar ellos en mejores condiciones de negociar una salida si estos no logran finalmente evitar la derrota. Ojalá se hayan convencido de lo segundo. Lo sabremos muy pronto. 

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