“La legislación sobre el negacionismo pretende imponer la verdad histórica como verdad legal”, escribió Pierre Vidal Naquet en referencia a la legislación europea que penaliza la negación del Holocausto, y que hoy se propone en la Argentina para los crímenes de lesa humanidad de la última dictadura.
Vidal Naquet -hijo de un francés judío muerto en Auschwitz- fue un refinado historiador, un activo militante, un apasionado refutador de los negacionistas -“los asesinos de la memoria”- y un defensor de la libertad de pensamiento y de investigación, que veía amenazada por las leyes europeas que hoy se pretende trasplantar a la Argentina.
En Europa el negacionismo es una cuestión seria, vinculada con un largo proceso de discusión pública sobre el genocidio y sobre lo que los contemporáneos hicieron o dejaron de hacer. Luego de 1945, los europeos decidieron ignorarlo, combinando la amnesia con el cultivo de una idealizada historia de la resistencia. Solo en los años setenta nuevas generaciones comenzaron a debatir la cuestión. La discusión, muy intensa, concluyó con el reconocimiento de las culpabilidades por los Estados y la adopción de políticas de preservación de la memoria.
En las últimas décadas emergieron grupos neo nazis, que entre otras cosas negaban el genocidio; como respuesta a lo que se consideró una amenaza a la democracia, se dictaron leyes contra el negacionismo, aceptadas por la opinión pero rechazadas por quienes, como Vidal Naquet, colocaron la libertad de pensamiento como valor primero.
¿Qué pasó en la Argentina? Las organizaciones de derechos humanos identificaron las acciones del estado terrorista clandestino con el genocidio judío. Hubo razones prácticas: colocarse bajo la nueva legislación sobre la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad. Además, la semejanza parecía natural, casi obvia.
Pero a poco que se reflexione, aparecen las diferencias que no son menores. Un genocidio se define como la eliminación masiva de personas pertenecientes a un grupo étnico -judíos, gitanos, armenios o bosnios-, mientras que los crímenes de la dictadura tuvieron como destinatario a un grupo definido en términos políticos, similar al grupo Baaden Meinhoff alemán o a las Brigadas Rojas italianas. También hay una diferencia de magnitud, que resulta cualitativa: fueron seis millones de judíos, contra 30.000 desaparecidos alegados en nuestro país.
Más importante aún es el hecho de que en la Argentina no hubo ni hay negacionismo. Ya antes de que concluyera la dictadura, el llamado “show del horror” había suministrado pruebas contundentes sobre lo sucedido. Nadie niega los hechos; solo se discute sobre la interpretación.
Pero lo más importante quizá sea que en los países europeos los jueces fallan según la ley, ni más ni menos, y la libertad de opinión está asegurada por una cultura jurídica liberal básica. En la Argentina, esa tradición liberal es minoritaria y en ocasiones irrelevante. Los gobiernos acostumbran a avanzar, abierta o encubiertamente, sobre la libertad de opinión. Son pocos los que creen que la ley está para ser cumplidas, en su literalidad, y es común ignorarla o “interpretarla”.
Las leyes europeas son muy estrictas en la distinción entre el “negacionismo” del hecho –no hubo genocidio– y la aceptada revisión de sus detalles específicos y de sus explicaciones. Ciertamente es una línea sutil, sujeta a la interpretación judicial; pero el riesgo se atenúa porque existe una larga tradición jurídica y una opinión vigilante.
En la Argentina no se discute el hecho -los crímenes aberrantes-, pero sí los detalles. En parte porque importan; pero sobre todo porque algunos de ellos se han convertido en el credo de una corriente -la de la “corrección política”- que se legitima en la cerrada defensa de esos artículos de fe. No usar la palabra “genocidio” ya delata a un disidente peligroso, de esos que no se le escapan a Verbitsky. Discutir si los desaparecidos fueron 30.000 -como se afirma sin fundamentos empíricos- o alrededor de 8.000, como permiten afirmar hoy las evidencias disponibles, ya es un sacrilegio mayor. Su “verdad” incluso ha sido establecida por una ley de la provincia de Buenos Aires, votada unánimemente. Se trata de un buen ejemplo del poder de los “políticamente correctos”, del terror que generan sus posibles sanciones y, por otro lado, de la lábil idea de qué cosa es la ley para nuestros legisladores que, en ese aspecto, se comportan como cabales representantes del pueblo.
Un tercer punto se refiere a la diferencia que se ha establecido entre las víctimas del terrorismo de Estado y las de las organizaciones armadas. Ciertamente, las hay, en el número y sobre todo en las desapariciones sistemáticas, pero en ambos casos los asesinatos establecen una base común. Sobre todo, hubo y hay por parte del Estado una negativa a cualquier reconocimiento a las víctimas de las organizaciones armadas.
Finalmente, está la cuestión de los juicios a los acusados por crímenes de lesa humanidad”. Muchos de estos juicios se apartan radicalmente del principio de la igualdad de la ley; para ellos rige un derecho diferente: el llamado “derecho de los vencedores”. La retaliación, la venganza, han pesado más que la preocupación por afirmar, con estos juicios, un Estado de Derecho que en la Argentina es extremadamente débil.
Esto ha sido posibilitado por una opinión pública militante y facciosa, a la que los jueces han seguido. Muchos actuaron -por voluntad o presionados- según estos criterios de retaliación, tanto en los juicios como sobre todo en el tema de las prisiones domiciliarias. Aún quienes afirman defender la ley, en estos temas suelen hacer concesiones al “estado de la opinión” y a la “interpretación”.
Podemos imaginar cómo se aplicaría entre nosotros una ley que condene el negacionismo. Probablemente serviría no solo para establecer judicialmente la “verdad histórica” sino para perseguir a los disidentes, o a quienes simplemente quieran saber, con mayor precisión, “cuantos”, “quienes” o “como”. Sería un importante instrumento para quienes tienen vocación totalitaria.
La sociedad argentina tiene un problema con la memoria de su pasado reciente. El manejo casi dictatorial de las políticas de memoria por parte de quienes se asignan el monopolio de la corrección política es una parte importante del problema. Necesitamos discutir mucho sobre lo que nos sucedió, y hacerlo con libertad. Para comprenderlo, los historiadores necesitan trabajar libremente. Para asumir nuestras responsabilidades -las de todos, aunque en grados diferentes- necesitamos llegar al fondo de la verdad, como lo hicieron las sociedades europeas con su pasado genocida. Quizás entonces podremos comenzar a olvidar, a dar vuelta la página, pues como lo expresó Ernest Renan, una nación se construye y vive no solo con recuerdos sino también con olvidos compartidos.
Publicado en Los Andes el 23 de febrero de 2020.