El desenlace fatal dentro del asentamiento 8 de diciembre se inscribe en una secuencia más prolongada. La toma ocurrió hace más de un año y, como suele ocurrir, se trató de un negocio de bandas dedicadas a ese rubro con sus respectivos séquitos. A los “ocupantes” no les interesa “un lugar para vivir”, sino solo la comisión que les pagan los jefes una vez vendidos los predios. En una segunda o tercera fase aparecen los verdaderos interesados. Se trata de otras bandas allegadas a los primeros de diversos orígenes e intereses. Compran grandes extensiones, que revenden a agregados menores reservándose la “administración” de su área como “delegados”.
En este caso, se distinguen cuatro grupos de origen nacional diverso: paraguayos, bolivianos y peruanos. Cada lote posee un perímetro de 10 metros de ancho por 30 de largo evocando que el negocio constituye en ocupar conjuntos de allegados a los “delegados”. A cada familia nuclear se le otorga un “dominio” precario que es solo una fachada para simular precisamente aquel valor diluido durante los cuarenta años que ya lleva esta modalidad anómica de urbanización: la propiedad privada.
Luego, los paraguayos montan edificios de altura para alquilar a los contratistas de trabajadores informales de la construcción; los bolivianos, talleres grandes con costureros reducidos a la esclavitud de régimen de “cama caliente” o edificaciones para alojar paisanos explotados a destajo.
No faltan bandas argentinas que encuentran allí una guarida para desarrollar a buen resguardo otras actividades venales. Tampoco sectores marginales de organizaciones sociales vinculadas a todos estos negocios conjugados con la movilización de sus aparatos políticos que aportan abogados o “trabajadores sociales”.
Los “delegados” suelen no vivir en los barrios, sino dejar allí a sus emisarios. La alta rentabilidad que les ofrece la economía delictiva se constata en la verdadera playa de estacionamiento en donde, al momento de la “asamblea” que preludió la tragedia, confluían decenas de coches y camionetas.
Los conflictos detonan por roces en torno del carácter difuso de sus jurisdicciones, o por la actitud contestataria de algún “capito” subordinado frente al despotismo de quienes controlan “el territorio”.
La situación se complica cuando se producen entre exponentes de las diferentes colectividades. Y nunca falta algún “soldado” –esta vez, sindicados como “sicarios” o “culatas”– que al momento de “picarse” la discusión arroja una bala al aire o se tienta en dispararle a alguien a quien tiene entre ojos por ofensas pasadas de la más diversa índole. Entonces, se consuma la secuela de víctimas luego caratuladas por la policía como “pelea en riña”, que garantiza la impunidad de los asesinos.
Suele insistirse en la ausencia de las autoridades públicas o del “Estado”. Se trata de un discurso desprevenido o demasiado apegado a la formalidad de un derecho que es justamente lo que ha desaparecido en esos arrabales regidos por “códigos” que abarcan desde el origen étnico hasta los religiosos, tumberos o de las barrabravas, frecuentemente yuxtapuestos.
La ausencia es entonces presencia tácita en la “zona liberada” para la comisión de delitos cuyos réditos los “delegados” coparticipan con la policía, funcionarios judiciales o burócratas de segunda o tercera línea municipal.
También es importante remarcar la elección no azarosa de estos asentamientos. En este caso, próximo a la prolongación del Camino del Buen Ayre en una autopista de 83 kilómetros que enhebrará nada menos que a doce municipios del GBA. Un corredor crucial para la probablemente actividad principal en disputa: la elaboración de estupefacientes procedentes del nordeste y el noroeste en “cocinas” al abrigo de la visibilidad pública. Un problema que requiere de superlativa atención dado el sitio estratégico del país en ese largo circuito que arranca en Perú y que encuentra aquí un mercado en ascenso, además de una excelente plataforma para la exportación a África, Europa y el Lejano Oriente.
¿Es posible intuir un plan de toda la saga? La respuesta es ambigua. Sin duda que las diferentes secuencias de la toma ocurren en tierras públicas o privadas abandonadas o en procesos de sucesión complicados o herencias vacantes. Pero el resultado suele ser bien distinto al de los proyectistas y se conjuga con factores aleatorios de beneficiarios finales al de las bandas pioneras.
Publicado en La Nación el 16 de enero de 2024.