La tercera ola de democratización que se extendió a partir de 1974 en el mundo occidental comenzando por Grecia y Portugal, presenta rasgos novedosos. Fabián Bosoer subrayó agudamente que en los olas previas -la primera desplegada a partir de las postrimerías del siglo XIX, y la segunda, a finales de la Segunda Guerra Mundial– las recaídas en el autoritarismo estuvieron asociadas a rupturas, es decir a golpes militares y a la violenta instalación de dictaduras tout court.
En cambio, durante la tercera ola el patrón predominante de ocaso democrático tomó la vía del deslizamiento progresivo en la dirección del autoritarismo recurriendo a las propias instituciones de la democracia. Así sucedió en Venezuela con Chávez y Maduro y en Nicaragua a partir del triunfo de Ortega en 2006. Incluso, desenlaces autoritarios pudieron haberse producido en Estados Unidos y Brasil cuando Trump y Bolsonaro se negaron a reconocer los triunfos de sus contendientes y fueron protagonistas de asaltos al Congreso que podrían haber desembocado en el progresivo arrasamiento de la democracia.
El fenómeno de deslizamiento ha sido descripto también como una deriva autoritaria. La metáfora alude a otro rasgo novedoso de la tercera ola. Las democracias nacidas en la tercera ola, sobre todo en América Latina, están a la deriva al carecer de un norte, de un horizonte.
Vale la pena subrayar este segundo contraste con las democracias de las dos olas iniciales. Aquellas construyeron horizontes de transformación más amplios. Es decir, no se limitaron a la democratización del régimen político.
Las democracias emergentes durante la primera mitad del siglo XX estuvieron asociadas, asimismo, a procesos sociales que trascendieron el cambio político: la primera a la ampliación del sufragio como vía de ingreso de las masas a arenas sociales que les habían estado vedados; la segunda, a la instalación de estados de bienestar keynesianos y a la implementación de reformas que extendieron la protección pública “desde la cuna a la tumba”, como proponía el Informe del liberal inglés Beveridge en 1942.
En cambio en la tercera ola, una vez alcanzado el objetivo de clausurar las dictaduras militares, como ocurrió en Argentina y otros países latinoamericanos, y de promover la disolución de los regímenes de partido único de los socialismos de estado en la Europa soviética, los nuevos regímenes democráticos se confrontaron prematuramente con una suerte de agotamiento vinculado al fracaso en promover la expansión, o al menos la reconstrucción, de áreas de igualdad social.
¿Cuáles fueron las primeras manifestaciones de este fenómeno? Ya en la década de 1980, incluso antes que la tercera ola se extendiera a los socialismos de Estado, varios países sudamericanos que habían protagonizado las primeras transiciones a la democracia en la región, en particular Perú, Bolivia y Argentina, se enfrentaron a hiperinflaciones y profundas recesiones generando graves crisis políticas que abatieron a los partidos y líderes que encarnaron el tránsito a la democracia: la izquierda en Bolivia, el APRA en Perú, y el radicalismo alfonsinista.
Estos partidos fueron derrotados en el siguiente turno electoral; empero sus salidas no se limitaron a una alternancia en el gobierno; las sucesiones ocurrieron en medio de conmociones políticas y sociales.
La consecuencia fue la llegada al poder de Paz Estenssoro en Bolivia, Menem en Argentina y Fujimori en Perú, que al implementar políticas neoliberales, socavaron los eventuales cimientos sociales de la nueva ola.
En particular, se desvaneció la promesa inicial que la democracia mejoraría las condiciones de vida de las mayorías, promesa a la que aludía Alfonsín en su discurso de asunción de la presidencia al postular que “con democracia, se come, se educa y se cura”.
¿Cuáles son los rasgos de los procesos políticos abiertos en la década de 1990 que se han profundizado en sucesivas oleadas durante el primer cuarto del siglo XXI?
En primer lugar, la mayoría de América Latina ha sido afectada por derivas de la democracia que, en casos como en Venezuela y Nicaragua, han culminado en salidas no democráticas. En segundo lugar, con la excepción de Uruguay, los partidos políticos, institución fundamental de la democracia, atraviesan crisis que están asociadas a la desafección política de la ciudadanía; dichas crisis han destruido su capacidad de canalizar los conflictos de intereses y valores y de gestionar los asuntos públicos.
Esta postración es percibida por los públicos que ignoran y desprecian a los partidos, siendo testigos de cómo estos se han convertido a menudo en etiquetas vacías que, a veces, son objeto de compra-venta para la presentación de candidaturas, como ocurre en Perú.
Finalmente, a partir de comienzos de este siglo, la deriva de la democracia ha generado un fermento que ha incubado posturas extremas de la antipolítica. En la primera década, las iniciativas de revolucionarios tardíos, como los líderes de Venezuela y Nicaragua, que después de llegar al poder en elecciones legítimas, quebraron la democracia, y continuaron acorralando a los opositores e incluso les privan de la ciudadanía.
En las siguientes, la aparición de los empresarios del resentimiento del Cono Sur que incluso atentan, si bien fallidamente, contra la democracia como en Brasil en enero de 2023, o concitan adhesiones demonizando a sus opositores, tildándolos de “petralha” o de “casta”.
Publicado en Clarín el 21 de junio de 2024.
Link https://www.clarin.com/opinion/tercera-ola-democratica-deriva_0_QE2GGUmklR.html