Quienes proponen la soberanía alimentaria para resolver el problema del hambre y la desnutrición, deberían ayudarnos a entender ciertos asuntos que la Organización de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (la FAO) no pudo desentrañar. La explicación sería muy útil para interpretar la lógica y el contenido de la versión criolla de soberanía. También para enumerar los beneficios que supondría alinear al país con la doctrina que promueven algunas ONG francesas que llaman soberanía a su deseo de eliminar las disciplinas sobre agricultura que existen en las reglas de la OMC, con el exclusivo propósito de mantener su ineficiente economía agropecuaria fuera del alcance de la competencia extranjera; o cuáles serán los estímulos que podrán usar las naciones exportadoras como Argentina para seguir abasteciendo al mercado global, si los enfoques soberanos afectan el ingreso de los productores y vuelve a ser legal prohibir o restringir las importaciones de alimentos y productos agrícolas.
La FAO nunca desligó el concepto de seguridad alimentaria de los incentivos que necesita el productor agropecuario para garantizar la oferta de alimentos y el papel del comercio exterior en la sensible tarea de atender con solvencia las necesidades de los países que dependen del abastecimiento importado. En semejante escenario, la glotonería de subsidios que desean recibir los soberanistas del Viejo Continente es insaciable, por lo que resulta llamativo que Argentina tenga simpatía oficial hacia las estrategias concebidas por quienes pisotean, con ideas delirantes, nuestros tangibles intereses nacionales.
Subestimar tales hechos al definir políticas, nos puede depositar en un inmanejable pantano de inseguridad alimentaria y agudización de la pobreza.
El debate acerca del papel del comercio en la seguridad alimentaria es bastante añejo. Quienes seguimos en detalle estas acciones, llegamos a creer que el tema había sido resuelto por el Cuarto Compromiso de la Declaración de Roma Sobre Seguridad Alimentaria Mundial de 1996, cuya lectura no tiene contraindicación epidemiológica.
Esos datos permiten asegurar que el alcance de tales debates superan las exigencias del caso planteado por el futuro del Grupo Vicentin. Cualquier observador que retrotraiga el análisis a los episodios que fueron engendrados durante la crisis de 2008/09, cuando, por ejemplo, en el mercado nacional de la carne vacuna surgió el encadenamiento de hechos que llevaron a la aniquilación del 20% del plantel ganadero; a la delirante y paralela suba de los precios al consumidor y a la vertical caída del ingreso de divisas imputables a la reducción de las exportaciones sectoriales, no podría hallar motivo para sentir nostalgias o para incitar a la restauración de ese enfoque.
En esa época el país sentó el nefasto precedente de ignorar, durante varios años, la retributiva explotación de la Cuota Hilton de la UE y de otras porciones del mercado global de carnes que tanto costó negociar. La gente que vivió esa epopeya como la defensa de la “mesa de los argentinos”, nunca creyó que esa carísima e innecesaria terapia fuera otra cosa que teatralidad política.
Hasta donde llegan mis informaciones, en estos momentos no quedan, salvo los peculiares casos de países como Cuba, Venezuela, China e India, significativas organizaciones o empresas del Estado que intervengan directa o indirectamente en el negocio agrícola y agroalimentario del planeta, al que desde 2006-2007 se incorporó la demanda de insumos agrícolas para producir biocombustibles. Lo que si subsiste y está creciendo día y noche con o sin excusas pandémicas, son los subsidios y el proteccionismo regulatorio del sector agrícola, del que nos dieron una enorme lección los colegas de la Unión Europea que negociaron con el Mercosur el borrador de Acuerdo de Libre Comercio. Ellos insertaron sin timidez las referencias que permiten sostener el escudo cuarentenario y troglodita que preserva su actividad agropecuaria de los avatares del mercado global.
Las juntas de carnes, granos o lácteos que tenían una mesa única (single desk) o participación decisoria en el comercio de productos agrícolas, fueron disolviéndose sin que nadie hiciera luto por el tema. Entre los últimos en dar por terminada esa adicción político-burocrática se destacaron tres gobiernos del Commonwealth como Canadá (Canadian Wheat Board, trigo), el New Zealand Dairy Board (lácteos) y el Australian Wheat Board (trigo), todas variantes, mejor manejadas de aquello que en Argentina fueron las Juntas Nacionales de Granos y Carnes.
El otro insumo que dejaría para la reflexión de quienes aspiran a poner en práctica esas ideas, es que si se produjera el retorno a las economías que subsidian la producción y el comercio exterior agrícola y agroindustrial (aunque se supone, con muchas dudas, que los subsidios a la exportación hoy son historia), se generaría una guerra de chequeras oficiales que inevitablemente habrá de dejar por el piso el precio mundial de los commodities agropecuarios. Y cuando caigan los incentivos al productor vendrá una de las cíclicas crisis de escasez de oferta que todos adjudicarán a la fatalidad o al castigo de la Divina Providencia, no a la maligna incompetencia de las clases políticas involucradas.
La lluvia de divisas que ingresó a nuestro país hasta fines de 2014 se originó, en parte, por la aparición de dos gigantescos y nuevos mercados (la UE y Estados Unidos) que introdujeron en pocos meses una imprevista demanda para la producción de biocombustibles, la que absorbió grandes volúmenes de insumos agrícolas de “primera generación” (básicamente maíz, soja, caña de azúcar y palma), hecho que permitió una bonanza mal explicada por pseudoespecialistas.
Nunca escuché a ningún líder político o referente económico protestar o rechazar la existencia de esa artificial lluvia de divisas que pagó el festivo período que culminara a fines de 2014. Lo que ví y oí fueron las infundadas predicciones de economistas referenciales de todos los colores que nunca tuvieron la decencia de decir “me equivoqué”. Pero Argentina suele idolatrar a sus ineptas celebridades y recela de la gente que realmente sabe.
¿En qué beneficiaría a nuestro país una carrera hacia el abismo, que sólo servirá para deprimir artificialmente los precios mundiales, y la merma de nuestros ingresos en divisas, al replantear una guerra de subsidios, o de precios devaluados contra subsidios, de los que otorgan las tesorerías y los organismos operativos de Washington, Bruselas, Tokio, Pekín y otros competidores que hacen sombra en el piso?
Tras casi treinta años de experiencia en el debate sobre política comercial agrícola, cuya disciplina crediticia aún no existe, puedo asegurar que tal indefinición supone una costosa desventaja para economías como las de nuestro país. De hecho, Argentina asumió la responsabilidad de incluir ese objetivo en la Declaración Final de la Ronda Uruguay del GATT (hoy la OMC), foro donde se batalló para desmantelar los subsidios, enfoque que resulta fundamental no abandonar y fue el que invocó Brasil para resolver un litigio sobre algodón con Estados Unidos.
Mientras esperamos las explicaciones de fuente autorizada, queda un margen para repasar la grosera confusión que inventaron las ONG de naciones desarrolladas y algunos sectores de nuestra clase dirigente se propusieron trasplantar a la economía nacional.
Por lo pronto, hay tres conceptos que aparentan ser equivalentes y constituyen un gran cazabobos para quienes cometen el pecado de opinar sin estar en el tema. Al margen de la soberanía alimentaria, que se explicará en otros párrafos, resulta necesario hablar del concepto de Seguridad Alimentaria que resultó de sendos enfoques europeos y estadounidenses y que muchos confunden o quieren confundir con la noción de Autosuficiencia Alimentaria, lo que directamente supone cerrar las importaciones.
Cualquier debate en el que la Seguridad Alimentaria excluya el papel estratégico del comercio alimentario y agrícola, es una obvia tapadera de proteccionismo comercial cuyo objetivo es evitar la competencia global en desmedro tanto de los precios internacionales como de las sanas prácticas de producción, ya que los bajos precios artificiales que provocan los subsidios inducen a sobreexplotar la tierra mediante el uso abusivo de agroquímicos como fertilizantes y plaguicidas, cuyo sedimento también contamina los ríos proveedores de agua dulce. Y, por contagio global, los bajos precios internacionales obligan a los oferentes que no subsidian ni tienen fondos para malgastar en subsidios, que además son tomadores del precio mundial, a maximizar su propia producción imitando las grotescas prácticas de intoxicación del medio ambiente y de ruptura del equilibrio climático. Lo gracioso del asunto, es que tales enfoques son patrocinados por los sacerdotes del ambientalismo y la lucha contra el cambio climático como la Unión Europea.
La ganadería es una las actividades que suele generar mayor cantidad de gases de efecto invernadero, aunque ahora hay técnicas como las que comenzaron a usar nuestros amigos de Nueva Zelandia, que parecen reducir la conducta gasífera de las vaquitas y otros lotes de explotación animal que despiden metano y destruyen el clima.
Contra lo que parece haber entendido el sagaz economista Martín Tetaz, la ex Comunidad Económica Europea y actual Unión Europea, siempre defendió con tesón sus adicciones proteccionistas bajo el paraguas de la seguridad alimentaria, porque el Viejo Continente quedó obsesionado con la escasez de alimentos generada por las guerras mundiales. El raciocinio que atribuyen a ese enfoque, que sustrae hasta hoy su agricultura de la competencia internacional mediante una eterna cuarentena proteccionista, es que la producción y el comercio de productos alimentarios y agrícolas están sujetos al riesgo de que se produzcan fallas de mercado que ponen en peligro el abastecimiento de la sociedad y de los planteles animales.
Esa explicación probó ser falaz hasta que en la crisis financiera, energética y alimentaria de 2008-2009, unos doce países como la propia UE, Argentina y Rusia restringieron exportaciones de productos agrícolas con el objeto de garantizar los precios y el abastecimiento prioritario al consumo nacional, el que nunca experimentó probada escasez real. Ahí se produjo una profecía auto-cumplida, ya que los precios agrícolas se fueron a las nubes en parte por la demanda diferencial agregada por los biocombustibles y en parte sustantiva por el creciente consumo chino, aunque éste último ya formaba parte de los cálculos económicos previos. Por ello cuando aumentó la oferta y se equilibraron los flujos, los precios mundiales de los commodities cayeron como plomo, lo que demostró la infundada base de los pronósticos que cautivaron a nuestra dirigencia.
Para algunos “pensadores” europeos, el accidente provocado por la antedicha ansiedad e ineptitud de las clases políticas de las naciones exportadoras, permitió confirmar la teoría de las fallas de mercado y, por lo tanto, del riesgo de inseguridad alimentaria. Asimismo, el Viejo Continente se dedicó a boicotear desde principios de 2011 los programas de biocombustibles basados en los insumos agrícolas de primera generación y a replantear esos programas al ver que el negocio de los combustibles renovables se lo estaba comiendo la oferta extranjera de Estados Unidos, Brasil, Argentina, Canadá, Indonesia y Malasia. Ahí aparecieron a plena voz los hipermilitantes franceses que dijeron: a) seguridad alimentaria y autosuficiencia alimentaria deben ser conceptos equivalentes; y b) laspocas disposiciones que afectan al comercio agrícola deben ser eliminadas de las reglas de la OMC y dejar que cada Estado adopte las reglas que se le pase por la mente. Esto último es lo que, en la jerga internacional, se conoce como Soberanía Alimentaria.
En un documento que tiene unos siete años de antigüedad, escrito por dos especialistas mexicanos, un ex representante de FAO en América Latina, el doctor Gustavo Gordillo, con la asistencia de Obed Méndez Gerónimo, titulado Seguridad y Soberanía Alimentaria, y editado por la propia FAO como papel de discusión, se dice que el concepto de soberanía incluye seis pilares como (y cito): a) Alimentos para los pueblos; b) poner en valor a los proveedores de alimentos; c) localizar los sistemas alimentarios; d) situar el control a nivel local (o sea el mundo sin reglas o disciplinas globales, acotación mía); e) promover el conocimiento y las habilidades, y e) hacer políticas compatibles con la naturaleza.
¿Es esta la mirada que apetece la clase política argentina, hasta ahora un país exportador neto y eficiente de alimentos y materias primas agrícolas? ¿Quién producirá las divisas que deje de originar el efecto soberanista?
Mientras nosotros discutimos estos criterios revolucionarios, el Parlamento Europeo acaba de proponer un subsidio adicional (uno más) de 7.000 Euros para los productores individuales y de hasta 50.000 euros para las pymes agrícolas, en virtud de la crisis generada por la pandemia del Covid-19. Argentina se limita a gravar con retenciones que, en algunos casos, llegan al 33%, a sus exportaciones agrícolas y castiga al productor con decenas de impuestos domésticos impagables. Washington también está regando con subsidios a los productores agropecuarios.
Esto induce a evocar el mantra que suelen invocar ciertos dirigentes políticos y sociales al asegurar que “los pueblos no se suicidan”. Y si bien es una consigna muy seductora, a veces brota la idea de que Argentina se puede convertir en la excepción que confirma la regla.
Publicado en El Economista el 16 de junio de 2020.
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