Dedicado a Santiago, a su familia y amigos
Santiago Luna ama jugar al fútbol. Apenas pasa los veinte años, tiene un par de botines gastados y una pelota que conocía de memoria cada esquina de su barrio. No hacía falta mucho: un descampado con tierra apisonada, dos piedras como arco y el grito de “¡Pásala, Santi!”, que todavía parece flotar en el aire de González Catan, partido de La Matanza, donde el barro y el olvido conviven como si fueran parte del paisaje.
Hace unos días, Santiago salió a comprar a unas cuadras de su casa luego de volver de jugar a la pelota. Recibió dos disparos: uno en el tórax y otro en la cabeza. Quedó tendido en la calle, como caído después de una barrida. Pero esta vez no hubo silbato, ni final de partido. Fue en medio de un tiroteo entre bandas que no se disputan la gloria, sino el territorio. Porque donde debería haber clubes de barrio hay bunkers, y donde antes corrían chicos detrás de una pelota, hoy se corren por sus vidas.
El barrio donde vive Santiago no tiene cloacas. Las zanjas son las únicas que saben lo que pasa puertas adentro. A los patrulleros se los nombra como se nombra a los cometas: “Dicen que anoche pasó uno”. Las veredas se rompen solas y los árboles crecen torcidos, como si también les pesara la realidad. Las ambulancias tardan, las escuelas se caen a pedazos, y la promesa de una vida digna se vuelve una idea demasiado lejana. En esa desolación persistente —tan característica de vastas zonas de la provincia de Buenos Aires— los sueños se achican para que quepan en la urgencia diaria.
Aun así, la agenda política parece estar en otra parte. Mientras los vecinos reclaman patrulleros, los legisladores discuten si pueden volver a postularse una vez más. Mientras los clubes cierran por falta de recursos, se debaten reinterpretaciones reglamentarias para extender mandatos. En un rincón del conurbano un chico lucha por su vida, y en otro, se lucha por una banca más.
Santiago creció ahí. Y ahí cayó.
No hay épica en su historia. Solo la ternura de un chico que, cada domingo, se calzaba la camiseta de su equipo con la ilusión intacta. Que festejaba un gol con los brazos al cielo, como si pudiera tocar algo más que el polvo. Que volvía a su casa con los botines embarrados y la sonrisa llena de futuro.
Hoy está en terapia intensiva. Su familia espera, reza, llora en silencio. Y nosotros, desde este otro lado, deberíamos preguntarnos cómo llegamos hasta acá. Qué fue lo que se rompió para que un pibe que amaba el fútbol termine con una bala en la cabeza.
La historia de Santiago no se explica solamente con cifras de inseguridad o estadísticas de pobreza. Hay algo más profundo que viene fallando. Algo que Robert Putnam supo ver con claridad: el capital social. Ese tejido invisible que une a las personas a través de la confianza, las normas compartidas y la colaboración mutua. Sin él, los barrios se vacían de comunidad y se llenan de miedo. Sin él, todo lo demás tambalea.
Y cuando el Estado falla —como casi siempre en la provincia de Buenos Aires— ese capital social no solo se desgasta: se desintegra. Las redes se rompen, los lazos se cortan, los vecinos se vuelven extraños y el presente se convierte en una trinchera. No hay plazas llenas, ni clubes abiertos, ni maestras que abracen. Lo que queda es una intemperie moral que desarma cualquier posibilidad de destino común.
Putnam escribió que “las sociedades con un capital social deteriorado son menos eficientes, menos equitativas y más violentas”. No hablaba de estadísticas: hablaba de vidas como la de Santiago.
El caso de Santiago no es una excepción. Es una señal. De esas que duelen. Porque el problema no es solo la violencia, sino el desamparo. No es solo el balazo, sino el vacío. No es solo Santiago, sino todos los que pudieron haber sido él.
Cuando el Estado falla —y cuando la política se limita a administrar la decadencia— lo que se pierde no es solo seguridad: se pierde esperanza. Se juega un partido que ya está perdido antes de empezar.
Pero aun así, en algún rincón de González Catan , hay un balón esperando rodar. Y aunque el barro lo cubra todo, todavía hay familias que se abrazan, amigos que esperan noticias, y un grito que sigue resonando como una súplica:
“¡Dale, Santi! ¡Corré que es tuya!”