La crisis viral revela fragilidades, impotencias, riesgos y oportunidades.
No hacía falta una bandada de cisnes negros como la pandemia para conocer nuestra falta de desarrollo. Pero sí para exponer cruelmente la vulnerabilidad de una comunidad que lleva tres décadas con un tercio de su población bajo la línea de pobreza (35% promedio entre 1987 y 2019) y la fragilidad de un sistema de salud fragmentado (ni público ni privado; ni prepago ni sindical; ni municipal ni provincial ni nacional) que demanda casi un 10% de nuestro esfuerzo anual (6,6% del PBI en el subsistema público y 2,8% en el privado) en prestadores múltiples superpuestos. Como en muchos otros campos, solemos confiar en que el sacrificio vocacional individual de los profesionales de la salud compense las falencias del sistema colectivo que no supimos construir.
La respuesta del Estado local ante la crisis fue, como desde que éramos chicos, algo primitiva e insuficiente. Más allá de alguna impericia (ok, desde afuera siempre se ve todo más fácil), la política pública choca a menudo con dos limitantes omnipresentes: la falta de recursos y la fragilidad de su estructura. Cuando queremos llegar a seis millones de jubilados, resulta que muchos no usan la tarjeta del cajero; cuando aspiramos a compensar a cinco millones de trabajadores informales, nos topamos con la falta de resortes prácticos para identificarlos y acreditarles un alivio oportuno; cuando diseñamos líneas de crédito para PyMEs, encontramos que el 70% de las empresas no puede armar una carpeta de crédito.
Con esta estructura, los estabilizadores automáticos (seguro de desempleo, garantías públicas al crédito) que admiramos en otras economías (que Estados Unidos pueda identificar y asistir a seis millones de desocupados en una semana), acá no funcionan o, peor, llegan tarde y desenfocados, con impacto regresivo. Despreciamos durante décadas el diseño de un seguro de desempleo contracíclico porque, deliberadamente, preferimos un sistema de asistencia discrecional.
Para los márgenes presupuestarios argentinos, el paquete oficial no fue menor: entre medidas fiscales y financieras, ronda el 3% del PBI. Para un Estado sin moneda y sin crédito, un paquete más generoso podría ser imprudente. Es obviamente lejano al de los países desarrollados (Estados Unidos, Reino Unido, España, Francia, superan el 15% del PBI), pero también al de muchas economías en desarrollo con quienes compartimos idiosincracia y vecindario: Chile, que hasta hace poco estaba en jaque social y político, pudo poner en la calle un paquete consolidado de 15% del PBI porque dispone de un fondo anticíclico tras comportarse como ¨hormiga y no cigarra¨ en las buenas; Perú de 11% del PBI porque accede al crédito voluntario de USD 3.000 millones a una tasa menor al 3% anual por su conducta fiscal y monetaria; también Colombia (8% del PBI), Brasil (7%), Uruguay (6%), Paraguay (6%). Argentina solo puede financiar la ayuda con emisión monetaria, y menudo favor haría a sus ciudadanos y empresas si a la crisis sanitaria y a la recesión por cuarentena le suma inestabilidad nominal (cambiaria, inflacionaria) por una emisión excesiva, como ya está reflejando en el termómetro instantáneo del mercado cambiario informal.
Convengamos que esa respuesta insuficiente no es una responsabilidad privativa de este gobierno: nadie espera que en cuatro meses resuelva falencias estructurales de larga data. A riesto de la autoindulgencia, tampoco del anterior: aun con vocación reformista, sin el suficiente poder politíco, ni siquiera cuatro años son suficientes para remover privilegios corporativos públicos y privados aferrados como un callo al presupuesto nacional avalado por la mayor parte de las fuerzas políticas. En todo caso, un fracaso colectivo de larga data, en especial del sector dirigente, que nos hace víctimas de nuestras propias concesiones.
Por supuesto que, en medio de la crisis sanitaria y económica -complementarias, no contrapuestas-, la atención está en gestionar el día a día. Pero también empezar a pensar el día después. Aunque hay muchas hipótesis incipientes, nadie sabe bien a qué orden global nos dirigimos: el arco de predicciones va desde ¨parecido al actual con tendencias aceleradas¨ a ¨un mundo desconocido¨. Ese desconcierto internacional no es excusa para que evitemos el diagnóstico local, que por precariedad e impotencia agrava el cuadro viral.
La solución de “esquina” que adoptó la Argentina para enfrentar la crisis (minimizar costo sanitario, aun a costa de maximizar el económico) podrá gozar de consenso y ser o no la correcta, pero quizás en pocas semanas sea un lujo más privativo de países ricos, dado que con el Estado que supimos construir en 36 años de democracia -por poner un punto de partida a nuestro contrato social contemporáneo- no podemos compensar los daños colaterales de la cuarentena.
El riesgo es que, como tantas otras veces, encontremos en el virus la excusa perfecta para atribuir nuestros males a factores externos. Que soslayemos los propagadores internos que agravan la crisis.
La oportunidad es que aprovechemos la ocasión para encontrar consenso mínimos para salir del pantano en el que estamos desde hace décadas, y usemos los márgenes de maniobra políticos que concede una crisis para encarar reformas de estructuras que nos agobian.
El ejercicio no admite la intención trivial de llevar agua para el propio molino ideológico con evidencia anecdótica y parcial: que el sistema sanitario alemán es público entonces hay que estatizar el nuestro, pero ni una palabra de su régimen de financiamiento; que los escandinavos practican políticas difundidas del estado del bienestar, pero nada sobre su compromiso con la salud fiscal; que Corea exporta a todo el mundo, pero sin mencionar que abre fronteras a los importados para competir en el mercado interno; que Israel asigna una porción relevante de su presupuesto público a la investigación, pero nada sobre las exigencias del régimen para sus científicos.
Tampoco admite eslóganes triviales: ¿más Estado? No vale responder sin la pregunta asociada: ¿cómo lo vamos a financiar? Porque ya tenemos déficit (el primario va a escalar de 0,4% en 2019 a 5% del PBI en 2020) y llevamos décadas de inestabilidad tratando de financiarlo con inflación y deuda. El atajo de subir impuestos no está disponible (según un estudio que hizo la Provincia con la Universidad de La Plata en 2019, 80% de las familias espera pagar menos impuestos y el 63% aspira a más prestaciones del Estado en su hogar), y no parece muy conducente la propuesta ¨que lo pague otro¨, con alquimias impositivas que gravan al que vive en vereda par si yo vivo en la impar.
Probablemente, la consigna emergente del ciudadano (también votante y contribuyente) para un país que ya tiene un Estado que representa el 40% del Producto y brinda servicios públicos muy deficientes, sea un “Estado mejor”, no más chico o más grande: con un sistema de salud preparado para enfrentar virus externos o internos (como el dengue o el Chagas), un nivel de bancarización universal apalancado en las tecnologías disponibles para que el Estado pueda llegar directamente a los destinatarios de sus programas sociales y productivos, una carga impositiva al factor trabajo propia del siglo XXI que permita bajar la informalidad.
Tampoco pidamos demagogia, porque lo peor que nos puede pasar es que nos concedan el deseo y que la cosa empeore. Si el lunes pedimos subsidios y el martes que bajen los impuestos, no nos sorprendamos el miércoles por el aumento de la deuda.
Si seguimos jugando al “Don Pirulero”, sin ejercicio cooperativo, los incentivos individuales dominarán el enfoque cortoplacista porque todos pretenderemos acopiar para la próxima crisis. Como si refugiarse en el camarote fuera salvaguarda en un barco a la deriva que va de tormenta en tormenta. A nivel regional, el ¨sálvese quien pueda¨ que a veces se esgrime con la bandera del federalismo, no parece un mecanismo equitativo ni eficiente en el reparto de recursos públicos escasos. Las instituciones, como las brújulas, prueban su utilidad en las tempestades; en los días soleados son menos necesarias.
En el futuro globalizado, seguramente aparecerán nuevos virus. Necesitamos una coalición proexportadora y proempleo. Para darle sustentabilidad macro (y no toparnos con la escasez de divisas cada vez qeu empezamos a crecer) y social (el empleo es el único cohesionador genuino y estable) a cualquier programa de desarrollo. No ocurrirá con uan economía cerrada, con estas reglas laborales (el trabajo que se crea es casi todo informal), con esta estructura impositiva y con esta calidad de bienes públicos. Aprovechemos la oportunidad de la pnadema. No da para más.
Publicado en Infobae el 23 de abril de 2020.
Link https://www.infobae.com/opinion/2020/04/23/la-pandemia-puede-ser-una-oportunidad-para-la-argentina/