El poder y la administración de las libertades.
Hace algún tiempo que a muchos nos preocupan las claras manifestaciones autoritarias de este gobierno, en diferentes situaciones. Subyace por ahí una duda capital que no es otra que: ¿Hasta dónde llegará el autoritarismo si su popularidad crece? Con esta preocupación como telón de fondo, lo anterior, los hechos anteriores, van pareciendo cada vez menos relevantes en la medida que avanzan los días. Y se suma que no sólo el aparente éxito de sus políticas económicas parece conducirlo hacia un permanente accionar violento; el escándalo “Libra” puso al oficialismo ante un importante revés, y la forma de responder fue la misma: más autoritarismo. Cuando le va bien porque tiene “espalda”, y cuando le va mal porque hay que tapar el desastre, el resultado termina siendo un avance sobre la ley y las instituciones.
La estructura legal de un país republicano como el nuestro, el funcionamiento de las instituciones que contemplan su integración con mayorías y minorías, que tiene a la división de poderes como esencia, que prevé un poder de control de cada poder por los otros, que implica mecanismos a través de los cuales deben hacerse las cosas, -todas cuestiones vitales que sin embargo suelen desaparecer del interés popular ante períodos de crisis económica-, necesitan que cada vez sean puestas en su lugar de privilegio. Sin ello, el futuro no será mejor.
Está claro que en un país cuyo índice de pobreza orilló el 50 %, es natural que las preocupaciones fundamentales de muchísima gente caminen por ese sendero vital. Es natural, razonable, entendible y absolutamente compartible. El problema, sin embargo, radica en la utilización que de esas necesidades suele hacer gente que no tiene, ni dichas carencias, ni la menor sensibilidad social. El problema es que se intente hacer creer a muchos que la solución llegará de la mano de la violación de la norma, del desmedido crecimiento del poder presidencial, de la magnificación de una estructura presidencialista que no tolera la disidencia, y usa el poder del estado para que su voz se la única audible. Compartir la vida con el que piensa distinto es la esencia de la democracia. Sin este concepto básico, el sistema no funciona.
No ha sido sencillo tolerar la diferencia de pensamientos en nuestro país; ya en 1811, esas diferencias en el seno de la Primera Junta enviaron a Moreno a una “misión” a Europa a la que nunca llegó. Una sobredosis de emético lo convenció de morirse en altamar. De allí en adelante las condiciones naturales de la nación son las de la guerra, con todo lo que esto implica. Durante los siguientes setenta años, al menos, las cuestiones relevantes de la Argentina se resolverán por la fuerza. Es decir, tuvo la razón el que tuvo más fuerza. El país fue federal porque los federales ganaron la guerra; la Constitución se sancionó cuando quienes querían hacerlo se impusieron militarmente a los que no querían que tal cosa ocurriera; la capital del país fue Paraná hasta que el peso de Buenos Aires fue mayor, militar y económicamente, y esa capital se federalizó, porque quienes lo proponían, además de sancionar la ley, vencieron militarmente a los que no querían entregarla. En fin, un clima de guerra permanente en la que la opinión disonante era, claramente, la del enemigo. La solución ante voces diferentes fue inexorablemente la del castigo brutal. Los principales pensadores, los más difíciles de encorsetar, vivieron más fuera del país que en él. La acusación de “traición” fue el prolegómeno de la muerte para muchos, que traicionaron por pensar o actuar diferente. No importa qué tanta razón tuvieran, no se trataba de eso. Alguien podía ser el paladín del federalismo negándose taxativamente a organizar federalmente al país a través de una Carta Magna, o a distribuir los ingresos de la Aduana que por entonces eran vitales. Difícil de argumentar, podría pensarse. El tema es que no había argumentos sino dogmas y fuerza. Al distinto, en cada Estado y no importa su ideología, cárcel, exilio, fusilamiento y su cabeza en la pica, para que los demás aprendan que no está permitido pensar diferente.
La primera parte de la historia del país organizado y unificado, tampoco fue demasiado generosa con el pensamiento opositor. Durante medio siglo, el sistema político vedó férreamente la posibilidad de grandes variaciones ideológicas. Es que gobernar es más sencillo si nadie puede disentir. Por entonces, y durante mucho tiempo, las discusiones acaloradas, en las que existía algún insulto o se mancillaba la honorabilidad de alguno de los participantes, finalizaba con un reto a duelo, que podía ser “a primera sangre”, “hasta que alguno estuviera demasiado herido”, o a muerte, aunque rara vez moría alguien.
Las dictaduras militares del siglo XX, y sobre todo la última de ellas, llevaron la intolerancia y la violencia a límites inconcebibles en su tiempo. Obviamente, disentir era traicionar, opinar era conspirar, y actuar en sentido contrario era subvertir. Los resultados son por todos conocidos.
Lo bueno es que desde allí, y a partir de todo el sufrimiento acumulado, la sociedad se transformó silenciosamente y la violencia política dejó de tener posibilidades de generalizarse. Los hechos de violencia política pasaron de ser la norma al repudio general, aunque se traten de episodios simbólicos. Desde el “cajón de Herminio” en adelante, la sociedad política fue particularmente inflexible y los episodios violentos contaron habitualmente con una desaprobación general.
El escándalo de “Libra” puso al Gobierno ante una situación por la que aún no había pasado. En el primer año de gobierno, casi todos los presidentes gozan de un altísimo grado de popularidad y aprobación de la gente. La población quiere y necesita “confiar” en que el futuro será mejor, y piensa que su suerte va atada con la del gobierno. “Libra” despertó en muchos las primeras dudas grandes.
Es que pareciera que sólo caben dos posibilidades.
Una, quizás la más benigna, es que la que aparece como la principal virtud del Presidente, su conocimiento de economía, quedó en ridículo, engañado por un grupete de jóvenes estafadores. Esta opción le pega a Milei en su ego, y lo descoloca fenomenalmente. Y lo pone violento. Y lo impulsa a romper nuevas reglas. No se enoja con él sino con quienes le marcan su falencia.
La otra posibilidad, es que lisa y llanamente haya sido el Presidente partícipe consciente en una mega estafa, utilizando su investidura y la popularidad obtenida para hacer un enorme negocio. Esta opción le pega a Milei en su honorabilidad, y lo descoloca políticamente. Igual que la otra opción, y esto es lo que vemos, se pone violento, y va por nuevas rupturas. Según Borenstein empezó ganando 4 a 0 el Milei engañado, pero con los días se lo empató 4 a 4 el Milei corrupto. A los efectos de su reacción, pareciera que va por los mismos caminos.
Y como si esto fuera poco, la situación pone en el centro de la escena a Santiago Caputo, que en pocos días nos enseñó cómo se pacta una nota, cómo se ensobra a un periodista, cómo se amenaza a un diputado,-que lo hizo enfurecer mostrándole la Constitución Nacional, a la que muchos en el gobierno consideran un obstáculo- cómo se utiliza el poder del Estado para amedrentar y vaya a saber cuántas cosas más hará en los próximos días. Un desconocido que parece manejar el estado junto un par de personas que no demuestran tener límites, ni el menor respeto por la vida republicana. Ni tampoco son producto de una elección popular.
Y vuelvo a la pregunta. Si este gobierno se afirma, ¿hasta dónde llegarán los personajes como Caputo? No es un tema menor, y nadie debería desatender estos aspectos. Nuestra historia nos dice claramente que no tenemos permitido quitarle relevancia a estos principios básicos de los que depende la libertad y la vida de los ciudadanos. El que piensa distinto no puede ser un extranjero, y si eso no lo cuidamos nosotros, nadie lo hará. Frenar la inflación es importante, seguro. Tener equilibrio fiscal, también. Pero si se acaba la posibilidad de disentir, de exigir respeto por las normas de la República, -que son las que le dan legitimidad a Milei- el futuro se pinta de negro. Sin libertad no somos nada, y para quien no tolera al que piensa diferente, la libertad no existe, aunque la declame a los cuatro vientos.