Siempre que me asomo a uno de los millares de relatos que se han escrito sobre los crímenes cometidos en nombre de la revolución, me embarga un persistente sentimiento de intranquilidad. Es una especie de reproche aletargado que me retrotrae, una y otra vez, a mi pasado ya remoto. No podría definirlo como un sentimiento de culpa, sino más bien como un complejo de inferioridad por la falta de inteligencia que me bloqueó, durante casi dos décadas, el acceso a hechos elocuentes, profusamente demostrados.
¿Por qué tardé tanto en abrir los ojos? ¿Por qué no quise o no pude ver aquellas evidencias?
Creo que ese regurgitar me acompañará siempre.
Tengo respuestas, por supuesto: soy un zorro viejo. Pero la comezón no se quita siquiera apelando a la racionalidad ni volviendo sobre los pasos del abundante psicoanálisis que consumí a lo largo de mi vida. La perturbación persiste, perfora los sentidos, retorna una y otra vez. ¿Por qué, al pertenecer a sistemas de enclaustramiento ideológico, uno no logra ver ni siquiera lo evidente?
En estos días me ha vuelto a pasar al leer los textos de Arthur Koestler -reunidos por el propio escritor húngaro poco antes de suicidarse, en 1983- bajo el título En busca de la utopía. La mayoría de esos escritos ya se habían publicado entre las décadas de 1930 y 1950; es decir, antes de mi nacimiento y muchísimos años antes de mi adscripción al comunismo: estaban allí cuando yo me enamoré del mismo amor que había llevado a Koestler a la mayor frustración de su vida y a convertirse en blanco de persecuciones por parte de las hordas estalinistas.
¿Qué velo tapa los ojos de las personas que consumen utopías adictivas? ¿Qué velo cubrió mis propios sentidos en aquellos días y noches de embriaguez bolchevique? ¿Cómo pude negar (en sentido freudiano) datos y hechos que muchas veces estaban al alcance de mi vista en la biblioteca familiar?
No hay dudas de que en las atmósferas cargadas que se respira en el interior de los grupos dogmáticos se genera un microclima invulnerable a las filtraciones. Koestler los llama “invernaderos emocionales”. Sus miembros no consumen datos, sino mística; creencias que blindan sus apasionados corazones.
Leídos a la distancia, testimonios como los de este escritor trashumante, que vivió en Austria, Alemania, Israel, la URSS y China, resuenan como una advertencia para las conciencias adormecidas. Trasuntan asimismo impotencia, dolor por haber quedado en soledad mientras sus colegas escritores, artistas e intelectuales -muchos de los más notables de Europa- seguían confiando en que el comunismo redimiría sus almas. Koestler padeció, como todos los disidentes, la persecución policíaca, pero también el ostracismo. Quien abandona la colmena de los ilusos revierte la carga de la prueba: será traidor, aunque demuestre lo contrario; seguirá teniendo el alma partida, aunque la historia termine por darle la razón. Siempre deberá rendir cuentas, siempre tendrá que explicar por qué se apartó del camino señalado por los iluminados.
Así funcionó siempre. Así continúa funcionando.
“El sistema cerrado (comunista u otro) -explica el autor de En busca de la utopía- agudiza las facultades de la mente como una piedra de afilar sumamente eficiente, hasta formar un borde quebradizo; produce una inteligencia escolástica, talmúdica y espeluznante, que no proporciona protección alguna contra las imbecilidades más burdas. Se pueden encontrar personas con esa mentalidad particularmente entre la Intelligentsia. A mí me gusta llamarlos ‘los imbéciles inteligentes’, expresión que no considero ofensiva, ya que yo fui uno de ellos”.
El que abandona la zona de confort de la militancia blindada -ya sea por lucidez, corrosión del alma o excomunión- se convertirá, casi con seguridad, en un recolector de seres perdidos: esperará pacientemente que otros se sumen al ejército de los despabilados. Y tendrá que cuidar con particular celo no volverse un resentido o un despechado; es decir, no abrevar en la melancolía por contraposición. Su mayor desafío consistirá en vivir a la intemperie, sin ataduras, pero también sin contención. No es fácil dejar la imbecilidad en el recuerdo porque los fanatismos intoxican, pero mantienen el corazón contento.
A pesar de mi aquilatada experiencia, vuelvo a preguntarme, obsesivamente, cómo es posible que, después de las tragedias generadas por el comunismo -desde los asesinatos masivos de Stalin, pasando por el genocidio de Pol Pot en Camboya y la persecución de disidentes en Cuba, hasta la violación sistemática de los derechos humanos en la Venezuela de Chávez y Maduro-, todos hechos comprobados por documentación inapelable, la izquierda gourmet siga cultivando la misma afición por aquellas viejas pasiones. Cualquiera que haga una prueba en rueda de amigos progres comprobará que los crímenes de Hitler o de Pinochet ostentan un estatus diferente de los cometidos por el Padrecito de los pueblos o por Fidel Castro. Ineluctablemente se impondrá un: “Pero no es lo mismo”. ¿No es lo mismo?
La historia parecería no dejar huellas en quienes temen más al desierto que a conservar las ilusiones totalizantes. Muéstrele los cuerpos martirizados de las víctimas del tiranillo Daniel Ortega en Nicaragua a un predicador y verá el rostro de la incredulidad implantada en sus facciones. Haga lo mismo con una víctima de la represión en Chile o en Brasil y observará cómo las cosas vuelven al lugar deseado. Lo hemos comprobado recientemente con el informe de Michelle Bachelet sobre los asesinatos de la dictadura venezolana: ni siquiera una buena fuente es capaz de despejar un cerebro catequizado. Siempre hay una excusa para salvar el honor de una doctrina.
Así explica Koestler su primera impresión al comprobar que, en la Unión Soviética de 1932-1933, las cosas eran bien distintas de las que él había soñado; cuando, en lugar de un paraíso terrenal, se topó con un país de multitudes desarrapadas y hambrientas: “Reaccioné ante el brutal impacto de la realidad sobre la ilusión de la manera típica de un creyente. Estaba sorprendido y aturdido, pero los elásticos amortiguadores de mi adoctrinamiento empezaron inmediatamente a funcionar. Tenía ojos para ver y una mente condicionada para explicar satisfactoriamente lo que veía”.
La ceguera ideológica es una patología de candente actualidad. Hoy permite, incluso, alquimias tan notables como unir consignas revolucionarias con caudillos feudales multimillonarios, cajas de seguridad repletas de billetes imperialistas mal habidos con derechos humanos, clientelismo esclavizante y lucha de clases, barrabravas con aprendices de guerrilleros, sindicalistas acaudalados y justicia distributiva, narcotráfico y bandolerismo agrario con equidad social. La Biblia y el calefón.
Los cínicos disfrutan de los placeres terrenales, pero los “imbéciles” (Koestler dixit) son los que sostienen la farsa.
Parece literatura, pero es puro realismo. Mágico.
Publicado en La Nación el 4 de noviembre de 2020.
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