El mundo, se dice hoy, vive un “momento populista”. ¿Por qué? Quizá porque ciertos recursos políticos se han popularizado entre fuerzas políticas muy diferentes. O, más probablemente, por el uso abusivo de una palabra de moda, que además porta una carga valorativa grande. Por otra parte, se lo suele considerar un fenómeno original del siglo XXI, aunque es evidente que cada uno de sus rasgos está ya presente en la política de masas desde finales del siglo XIX, en combinaciones siempre singulares, como lo muestra una amplia bibliografía.
El siglo del populismo, de Pierre Rosanvallon (Blois, 1948), ayuda a poner algo de claridad en el tema. Profesor del Collège de France, el especialista ha dedicado su vida a estudiar la historia y la teoría de la democracia, en Francia y en el mundo. Lo hace definiendo estrictamente su objeto: una historia conceptual de la política, con referencias mínimas a la historia política y sin ninguna concesión a la historia social.
Rosanvallon construye un método para explicar la dinámica interna del proceso de las ideas, cuyo principio motor encuentra en sus propias tensiones y contradicciones. Estas generan equilibrios transitorios e interrogaciones problemáticas que impulsan nuevas soluciones, nunca definitivas. Desde su punto de vista, la democracia no es un régimen definible, sino un proceso abierto, en constante reformulación, con desafíos que a veces fortalecen sus raíces y a veces las ponen en peligro, y con una historicidad de final abierto. En este punto, la investigación del académico se desliza con naturalidad y sin tensiones a la propuesta del ciudadano.
Rosanvallon publicó muchos libros desde 1976. Extensos, los dedicados a la historia de la democracia francesa. Más breves, de frecuencia anual, los que dedica a problemas contemporáneos, como el estado providencia, la contrademocracia, el buen gobierno, la sociedad de iguales y, como ahora en El siglo del populismo, al concepto del título. Pero, en realidad, toda la obra de Rosanvallon es el testimonio de un único pensamiento en proceso. En cada nuevo libro recapitula lo hecho y avanza en un tema nuevo: una versión provisoria, con las debilidades de los brotes tempranos, que en algunos casos llegarán a ser ramas vigorosas.
El especialista francés observa en nuestro siglo una revitalización de la demanda democrática y, a la vez, una insatisfacción que desestabiliza el proyecto democrático. Fruto de esa tensión es el populismo, que revoluciona la política del siglo XXI, reformulando la democracia y a la vez amenazándola.
Sus orígenes están en las contradicciones, las “aporías” de la democracia, analizadas largamente en sus obras previas: la dificultad para encontrar una versión verosímil del abstracto “pueblo soberano”; la tensión entre el principio representativo y el anhelo de un ejercicio directo del poder popular; la tensión generada por la promesa igualitaria de la democracia, para muchos incumplida; la sustitución del poder impersonal de la ley por el del “hombre-pueblo”, que encarna y conduce. Ninguno de estos temas es original del siglo XXI, pero la agudización actual de cierta “inestabilidad democrática” hace que confluyan y se potencien en el “populismo”.
Vivimos en una “atmósfera populista”, nos dice Rosanvallon, que exige una conceptualización del fenómeno, para poder someterlo luego a una crítica democrática. Para ello construye un “tipo ideal” de populismo, basado en algunos teóricos -Chantal Mouffe, Ernesto Laclau, y J. L. Mélenchon (alguien importante en Francia)- y en algunas experiencias, como la de “los Le Pen” franceses. De los cinco rasgos con que define el tipo populista, cuatro corresponden, en espejo, a su teoría de la democracia: la unidad del pueblo, la democracia directa y polarizada, la soberanía de la mayoría, el líder. Uno es novedoso: las emociones y las pasiones.
Este tipo ideal en elaboración todavía tiene debilidades. Necesita de un conocimiento más circunstanciado de las experiencias populistas, que son muy diversas. Rosanvallon debería distinguir mejor entre movimientos que luchan por el poder y regímenes en acción. Salvo la inagotable cantera francesa, los precedentes históricos resultan insuficientes. Sobre todo, dicen poco de pasiones y sentimientos.
De ellos habla en cambio Carl Schorske, por ejemplo, en su ya clásico La Viena de fin de Siglo. Política y cultura, donde entre otros temas estudió el célebre “trío vienés” de 1890-1910: Georg von Schönerer, Karl Lueger y Theodor Herzl. Los tres encajan en el tipo ideal populista. Fueron los artífices de una nueva política basada en la movilización popular mediante consignas antiliberales, la agitación de los sentimientos y la acción de tono elevado y violento. En esa atmósfera vienesa se formó Adolf Hitler, que admiró a los dos primeros; es posible que esa atmósfera nutriera las especulaciones algo posteriores del teórico Carl Schmitt, un autor que inspira a los populistas de hoy.
El gran ausente en este tipo ideal propuesto por Rosanvallon es el fascismo italiano. En El culto del Littorio, Emilio Gentile subrayó la importancia del jefe, la fe en la gente común y en el “colectivo armónico”, la dimensión épica, los mitos y rituales, todos componentes de una religión política. Loris Zanatta subraya siempre la filiación de los populismos en una matriz fascista y, antes que eso, católica. ¿Cómo no pensar en Mussolini cuando se habla del pueblo unánime o del líder carismático?
La crítica al populismo que propone el teórico francés en El siglo del populismo no está destinada a ilustrar a sus seguidores sino a reforzar las convicciones de los ciudadanos racionales. Ellos no deben negar, sino aceptar la legitimidad del disconformismo subyacente, y luego encontrar en el repertorio democrático nuevas formas, que profundicen la relación entre el pueblo soberano y su gobierno, como las que sugirió en La contrademocracia. Solo así se pueden eludir los abismos propuestos por el populismo. Sobre todo porque cuando se convierte en régimen tiende hacia la “democradura”: una democracia que se va haciendo dictadura, de la que Rosanvallon menciona varios ejemplos muy cercanos.
Sin embargo, su propuesta subestima el quinto factor, percibido por Schorske, Gentile y tantos otros: las emociones y las pasiones que sustentan las propuestas iliberales y antirrepublicanas. Para los ciudadanos racionales es difícil competir con el populismo a menos que encuentren la manera de encarar una “batalla cultural”. Se trata de disputar la hegemonía en el terreno del imaginario y el sentido común, dominados por sentimientos y pasiones. Nuestra experiencia cercana nos enseña que es indispensable encontrar la forma de hacerlo.
Publicado en La Nación el 28 de noviembre de 2020.