viernes 10 de mayo de 2024
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La hora de los extremos: Juan Grabois y Javier Milei hacen extrañar los años de la grieta

Javier Milei volvió este fin de semana a usar como púlpito una tribuna internacional. En este caso, hay que reconocer, una más favorable a esos usos que el foro de Davos o la televisión italiana: desde la Conferencia de Acción Política Conservadora de Washington, luego de que Trump lo celebrara como un líder extraordinario que va a “hacer a Argentina grande otra vez”, adaptando el MAGA a las necesidades publicitarias de nuestro presidente, éste se despachó con una virulenta exaltación de la revolución que supuestamente reclama nuestro tiempo, una que permitirá progresar a los países que la completen, destruyendo su aparato estatal y escapando del colectivismo decadente.

Sonó rara, de todos modos, su invocación a liberar de todas las ataduras a la iniciativa individual, en un ámbito que, al menos para Estados Unidos, propone cualquier cosa menos un gobierno limitado: celebra el proteccionismo comercial, la regulación estatal contra las grandes empresas, el debilitamiento de la globalización y su reemplazo por más nacionalismo y expansionismo gubernamental.

Milei y Trump coincidieron de todos modos en un punto importante: el rechazo a las elites tradicionales de sus respectivos países, y en particular al periodismo y la prensa, y su renuencia a negociar con otros actores políticos los objetivos que promueven y los instrumentos con que quieren alcanzarlos: ambos se conciben a sí mismos como líderes restauradores de épocas de gloria bastante mal definidas, y conciben cualquier condicionamiento o moderación como un sacrificio injustificado de esa meta esencial. Así que hacen todo lo posible para poder gobernar solos.

Sin ir más lejos, esta última semana el Milei standupero nos dedicó toda una retahíla de lances polarizadores, dirigidos a contraponer sus iniciativas de cambio radical contra supuestas fuerzas oscuras que pretenderían, según él, solo hacerlas naufragar: primero despreció y dejó mal parado al gobernador correntino Gustavo Valdés, después se tiró contra Ricardo López Murphy, y para cerrarla volvió a emprenderla contra los legisladores, a quienes llamó esta vez “ratas”. El último destinatario de su ira, en una semana para el olvido, fue Ignacio Torres, el mandatario de Chubut, que recibió toda la munición que le quedaba: “chavista”, “degenerado fiscal” y delincuente. Torres, conviene aclarar, es afiliado al PRO y uno de los que más esfuerzos hizo para que la Ley Ómnibus saliera. Si él es todo eso, ¿qué queda para los que en serio admiran al dictador venezolano y quieren que este gobierno fracase?

Viene a cuento una breve aclaración sobre los recursos y la disputa política que están detrás del cruce entre el presidente y el gobernador: en sentido estricto, puede que la nación tenga bastante razón en recortar la coparticipación de la provincia para cobrarse una deuda que ese distrito tiene con el Tesoro; pero importa seguir también la evolución del conflicto político que desembocó en este cruce, y que enfrentó a Milei primero con Buenos Aires y La Rioja, ambas alineadas con UxP y con la oposición a todo o nada que propone el kirchnerismo; después con Córdoba y Santa Fe, provincias gobernadas por un peronista no k y un radical respectivamente, y que primero negociaron con la nación y luego quedaron enfrentadas con ella; y ahora le llega el turno a uno de los distritos que más cerca del gobierno nacional había estado hasta ahora, que conduce el partido con el que Milei supuestamente quiere fusionarse para ampliar su base legislativa y territorial, pero que él termina tachando de enemigo jurado. Algo no está andando bien en las estrategias políticas y las formas de negociar del oficialismo.

Y puede que lo que no anda bien sea simplemente que Milei no quiere negociar nada. Pretende que los demás se rindan a sus pies, o sean arrasados en su avance.

Tal vez esta sea la razón, también, de que no se haya concretado encuentro alguno con Mauricio Macri pese a que ya hace cosa de un mes que se viene hablando de un entendimiento entre él y el presidente: puede que este simplemente lo que esté buscando sea quedarse con los legisladores y los votos del PRO, gratis y sin intermediarios; no dejarle más alternativa a sus dirigentes que ser deglutidos por La Libertad Avanza. Por eso les plantea una disyuntiva a la que por ahora solo Bullrich y Petri parecen haberse acomodado: si se suman y la gestión tiene éxito, todo el mérito será de Milei, si la gestión tiene problemas o fracasa en algún terreno, será por culpa de todos los que no la apoyaron, incluidos los que hayan querido colaborar pero sin disciplinarse a su preclaro conductor.

¿A qué se parece lo que está haciendo Milei en el campo oficialista, llamémoslo, abusando de los términos, “reformista”? Llamativamente, lo más parecido que puede hallarse en la escena nacional es lo que esta misma semana anduvo haciendo el que cabe considerar su más duro y activo antagonista, Juan Grabois.

También Grabois anduvo tildando de “ratas” a sus enemigos. Más precisamente se refirió así a Daniel Scioli. Y aprovechó la centralidad ganada por denuncias en su contra debido a la administración de fondos multimillonarios para barrios carenciados, para bajar línea sobre su propia revolución, y la polarización que él cree la hará posible:

“Cuando gobernemos, los barrios van a tener todo lo que necesiten, cada argentino va a tener un terreno y un crédito para construir… ¿Y sabes cómo la vamos a financiar? Con la que se afanan evadiendo impuestos, saqueando los recursos naturales, contrabandeando, pagando deudas ilegales y obteniendo rentas indebidas las corporaciones, los multimillonarios y las verdaderas castas… Así que la ‘caja’ que me atribuyen es bastante más chiquita que la que vamos a usar cuando hagamos la revolución de las 3 T (tierra, techo y trabajo)”.

Lo que luego completó con un reconocimiento particularmente virulento sobre sus planes y las condiciones necesarias para realizarlos: “Yo no quiero que a este proyecto político le vaya bien, quiero que fracase; quiero que se hunda. A mí no me importa que se malinterpreten mis palabras y hablen de golpismo, de esas pelotudeces. Los golpes de estado siempre los hicieron los gorilas”. Se olvidó de los golpes de 1930 y 1943, de los que participó, sobre todo muy activamente en el segundo, el propio Perón, y del de 1966, contra Illia y con activo respaldo del sindicalismo peronista, pero bueno, son casi detalles).

En otro momento, tal vez unas pocas semanas atrás incluso, frases como estas hubieran generado escándalo. Pero ahora, en el clima creado por el presidente, se digirieron sin mayor problema, ¿qué le hace una mancha más al tigre? En una escena desde el vértice moldeada por la agresión, el extremismo y la inclemencia, nadie se va a asombrar que se plantee que los objetivos de unos se cumplirán a condición de borrar del mapa a los que incluso solo a medias se resistan o, directamente, de una nueva desgracia nacional. Insultar se ha puesto muy de moda y en eso el presidente Milei tiene casi todo el mérito.

Además de esta coincidencia práctica, existe entre Milei y Grabois también una coincidencia ideológica: ambos están moldeados por el fanatismo de la fe, dos fes perfectamente contrapuestas entre sí encima, así que les permiten identificarse mutuamente como enemigos ideales.

La discusión sobre el uso muy poco transparente de fondos de un fideicomiso que le entregaron a libro cerrado los gobiernos kirchneristas, y que mantuvo e incluso amplió también el gobierno de Macri, el ya famoso FISU, Fondo de Integración Socio Urbana, que debía haber servido para urbanizar villas miseria y, más allá de algunas pocas veredas y cunetas, se usó principalmente para fortalecer la propia organización de Grabois, y apuntalar la promoción de su proyecto político y su liderazgo como ídolo de los pobres, él la quiso reorientar justamente a justificar las metas ideológicas de ese proyecto.

Claro, si tu meta es la revolución de “las tres T”, ¿qué te importa unas veredas más o menos, un poco de alumbrado público o algo más de inseguridad y delincuencia? Estas pensando en objetivos mucho más amplios sobre cómo debe ser la sociedad argentina del futuro. ¿Y cómo debería ser esa Argentina según Grabois, una vez que se concrete su gloriosa revolución? Bastante espantosa, más o menos como la que hoy tenemos, pero con sus peores cánceres bien extendidos.

En primer lugar, porque la idea que la gobierna es que el capitalismo no tiene futuro entre nosotros, ni ahora ni nunca se generarán inversiones capaces de crear empleo estable y productivo para la mayoría de los argentinos, así que es preciso avanzar a una sociedad que no precise de esos mecanismos, por otro lado malignos, por responder a una lógica “patronal” y promover la “explotación del hombre por el hombre”, en lo que se mezcla algo de marxismo primitivo con una buena dosis de doctrina social de la Iglesia.

De este modo, lo que es un terrible fracaso de nuestro país, no haber podido crear una economía capitalista dinámica y estable, en la cabeza de Grabois se convierte en un mérito y una gran ventaja: podemos volvernos más fácilmente una sociedad anticapitalista (en verdad sería más correcto decir precapitalista) gracias al fracaso de nuestros esfuerzos por desarrollarnos como hace todo el resto del mundo.

Es curioso cómo, con esta idea en mente, Grabois ha ido ganando predicamento en un mundo peronista y en la izquierda, estragados por una década larga de estanflación, prueba cada vez más indisimulable de la catástrofe social al que nos condujo el modelo kirchnerista. Lo que tiene una explicación bastante evidente: él les evita tener que hacer una autocrítica por los resultados obtenidos tras dos décadas de aplicar sus ideas, y los invita a tomar para el lado contrario, avanzar aún más decididamente en la misma dirección antimoderna, antiliberal y estatista por la que venían, para convertir ahora la economía informal que floreció por la incapacidad de sacar de la pobreza a buena parte de la población, de un refugio de emergencia en el germen de la nueva sociedad soñada. En esa sociedad, basada en pequeñas unidades productivas, granjas familiares y cooperativas, sin patrones, sin tecnología, sin inversiones, sin comercio ni sistema financiero, que Grabois les ofrece, podrían volver a ser mayoría. Y muchos compran la ilusión, por más absurda que sea.

El modelo Grabois bien puede considerarse, en este sentido, como la estación de llegada de una acumulación de sinsentidos económicos y políticos, que crecieron tanto en el corazón del kirchnerismo como en su periferia supuestamente “crítica”, objetando una supuesta moderación de los líderes de gobierno, que los habría llevado a quedarse, como les reprochó muchas veces en los últimos años el amigo del Papa Francisco, a medio camino. Para esta versión recargada del modelo K, entonces, el dualismo entre excluidos e incluidos, concebido a fines de los noventa como “problema a resolver”, y desde entonces asumido progresivamente como un “parámetro al que adaptarse” por parte de los gobiernos “progresistas” de los Kirchner, se reinterpreta en base a una nueva idea de integración social, que no tiene por objeto integrar a los excluidos en la economía capitalista sino al revés, asegurarse de que eso no vaya a suceder jamás, y sumar a esa condición a mucha más gente. En un proceso facilitado por el suelo común de solidaridad e identidad “popular” que ofrecen el peronismo y la doctrina social de la Iglesia, pero invertido, tal como se han ocupado de explicar, por escrito, sus máximos referentes intelectuales, Emilio Pérsico y el propio Grabois.

Porque igual que sucedió con la tradición sindical y territorial en que se fundó el peronismo entre los años cuarenta y cincuenta, se estaría repitiendo “un proceso de autoorganización que permite erradicar las tendencias patronales del seno de nuestro pueblo pobre” (Grabois y Pérsico escribieron esto en 2017). Y que, dada la esperada “extinción paulatina del trabajo asalariado” habrá de conducir, a la larga, a un vuelco en la relación de fuerzas entre los excluidos, que pasarían a ser cada vez más los integrados al nuevo orden social dominante, y los asalariados, y por tanto entre las propias organizaciones de desocupados y el sindicalismo.

Pese a esa visión pesimista sobre la suerte que espera al sindicalismo tradicional y al régimen de empleo en que él se funda, las organizaciones que responden a Pérsico y a Grabois, el Movimiento Evita, la CTEP, etc, han puesto gran empeño en asegurarle a aquel que no sería funcional a ninguna iniciativa que promoviera la flexibilización laboral: en su estatuto incluso la CTEP estableció expresamente su compromiso con preservar “la ley de contrato de trabajo y los convenios colectivos de trabajo vigentes”, pese a que ni aquella ni estos protegían a sus representados.

Un planteo que cobra sentido a la luz de otro punto importante del plan de estos sectores: su intención de que el Estado los reconozca como “trabajadores de pleno derecho”, representados por su propio sindicato, y solvente la cobertura social y en verdad el entero sustento que la ausencia de una patronal capitalista les niega. Así apuntan a recuperar, a sus ojos, la “unidad de los trabajadores”, extraviada a raíz de la segmentación del mercado laboral.

De ese planteo se desprenden dos objetivos: primerio, la centralización de toda la ayuda social en un suerte de superministerio de la economía informal (del cual el FISU es un germen), capaz de proveer el enorme y constante flujo de recursos que las organizaciones de desocupados necesitan para sobrevivir, pese a su pretendida autonomía política y la supuesta capacidad de sus cooperativas y emprendimientos familiares para autosustentarse. Sustentabilidad que no se verifica ni tiene chance alguna de alcanzarse jamás, es evidente: por algo la humanidad superó la etapa de los microemprendimientos productivos autárquicos y progresa por otras vías más complejas, auténticamente cooperativas y modernas, desde hace varios miles de años.

Segundo, el registro y reconocimiento de la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP) como sindicato de los desocupados por el Ministerio de Trabajo, y su ingreso a la CGT, de modo de poder participar en una suerte de paritaria paraestatal, que progresivamente comprometa al Estado, cada vez de modo más irreversible, a solventar el sustento de los cada vez más abundantes “trabajadores informales”, sino con un sueldo público, bajo la forma de un “ingreso ciudadano” o algo por el estilo. Es decir, abrir una ventana más por la cual se puedan colar otros cuantos millones de empleados o semiempleados improductivos, a la plantilla estatal.

A los que el grueso del gremialismo, afortunadamente, ha resistido en los últimos años la inscripción de la UTEP. Aunque acompañó los reclamos por aumentar las transferencias y formalizar el vínculo entre sus beneficiarios y el Estado. Los sindicatos marcaron de este modo un límite y una pauta: considerarlos “trabajadores de pleno derecho” supondría compartir con ellos canales de representación y gestión de intereses, a lo que no están dispuestos, pero sí lo están a colaborar para obstruir un mercado de trabajo más abierto y fluido, en que su representación de los asalariados se pueda ver amenazada, sus obras sociales cuestionadas, y su demás privilegios queden a la luz. Y que el Estado cargue con el muerto del desempleo crónico resultante.

Es que, en los términos que se plantea el equilibrio entre desempleo y planes sociales, cuya dinámica podemos puede entenderse muy claramente a partir de esta relación entre sindicatos y movimientos de desocupados, la satisfacción de las expectativas salariales de los trabajadores formales se vuelve, al menos parcialmente, una función del monto de gasto que el sector público está en disposición o en condiciones de realizar para asegurar la supervivencia de los desempleados. Pues, con una tasa fija de desocupación, cuanto más se eleve ese gasto, menor será la disposición de sus beneficiarios a entrar al mercado de trabajo en condiciones de informalidad e ingresos desfavorables, compitiendo con los asalariados bajo convenio.

Mirando hacia atrás, podemos decir que, hacia fines de la década del 2000, esta composición de intereses entre los excluidos y los incluidos se había consolidado y proveía a ambos pautas firmes de interacción. De allí que, al comienzo de la década siguiente, cuando el kirchnerismo entró en crisis, más que una ruptura de dichos mecanismos lo que se produjo fue su reacomodamiento y adaptación. Y el resultado fue, entonces, una suba sostenida del gasto en planes sociales, y una creciente centralidad de las organizaciones que lo administraban. Lo que ha venido sucediendo en la década del 2020 es una nueva vuelta de tuerca sobre lo mismo, con una novedad política: los líderes de esas organizaciones, y en particular Grabois, ya no disimulan su ambición, la pretensión de conducir al peronismo en pleno hacia una fórmula decididamente poscapitalista, o anticapitalista, o precapitalista. Convirtiendo a los pobres y excluidos en el modelo a imitar.

Suena delirante, pero tiene su lógica. El kirchnerismo produjo pobres en abundancia, así que primero los “normalizó”, creó los mecanismos para su reproducción estable, y luego vinieron otros y propusieron perfeccionar el sistema: como dice el dicho, si tenemos huevos, hagamos tortillas, ¿qué mejor que, con tantos pobres, promover una sociedad y valores que los exalten y celebren? Grabois es la vanguardia de esa idea, la CTEP y el FISU son sus efectividades conducentes. Y no hay que descartar que arrastre más y más gente próximamente, sobre todo si la alternativa opuesta, la de mercado, también termina generando más pobres que oportunidades y progreso.

Y aquí conviene entonces volver a Milei. Porque el fondo del conflicto planteado entre ambos consisten en que, aunque Grabois hoy es muy poco popular y su proyecto, como vimos, tiene poco arrastre incluso en el peronismo (sobre todo en el sindical), y puede tener aún menos si el programa de gobierno funciona, la inflación baja y la economía privada vuelve a generar empleo, si eso no sucede no hay que descartar que la polarización que está promoviendo en estos momentos el presidente para su exclusivo beneficio se vuelva en contra no solo de su superviviencia, sino de las chances de que alguien, cualquiera, dentro y fuera del oficialismo, en el peronismo y en otras fuerzas políticas, encuentre la forma de evitar que el ya conocido péndulo argentino nos empuje esta vez al peor de los delirios.

Publicado en www.tn.com.ar el 26 de febrero de 2024.

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