jueves 28 de marzo de 2024
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La gris democracia

Desde los inicios de la modernidad  hay  tensión entre igualdad y particularidad. No se trata sólo de una diferencia teórica, sino que  caracteriza las políticas y formas de organización del poder social en  relación con las simultáneas aspiraciones de cada ciudadano. Dentro de lo compartido en común para la convivencia social, cada uno de sus miembros ejerce la posibilidad de fijar libremente sus propias metas. Llevar adelante el sentido  de su vida individual.

J.J. Russeau, impulsor -entre otros- de la idea del “contrato social”, evidenció el doble enlace (doublé bind) de su pensamiento, al decir: “Un ser verdaderamente feliz es un ser solitario”. Mucho después, Roland Barthes habló de la utopía de “un socialismo de las distancias”, recordando la idiorritmia de J. Lacarriere –ritmo propio– como señal de un mundo de seres iguales con autonomía individual radical.

Beatriz Sarlo atribuyó a Carlo Donolo haber señalado que cuando subsiste, la democracia es gris, porque transcurre durante permanentes procesos de negociación y presiones entre los diversos intereses y visiones de la sociedad. Sin acciones, liderazgos ni relatos épicos.

En términos de Nino, podríamos decir: las democracias que viven cumpliendo sus leyes,  son países dentro de la ley. Los que viven al margen de sus leyes, padecen de anomia boba, caracterizada por la realización de “acciones colectivas autofrustantes para los propios agentes que las ejecutan” (son víctimas de sus propios actos). Por lo que Jon Elster advirtió que el cumplimiento general de las normas es el  cemento de la sociedad, cumpliendo la función de aglutinar el sentido responsable y valioso de las conductas de cada uno.

A su vez, el déficit de legalidad democrática  es acumulativo, llevando a la concentración de poderes legislativos en los ejecutivos; y transitivo, porque  al afectar a las instituciones, inficiona el juicio ciudadano sobre los rumbos e impactos perdurables de las decisiones gubernativas.

De allí la cierta extrañeza que sentimos cuando observamos a los países nórdicos, a Suiza o a Japón, destacados por su  estabilidad, desarrollo balanceado y condiciones de vida de sus habitantes, sin saber siquiera el nombre de quienes desempeñan su mayor autoridad, en ocasiones colegiada y rotativa, además de diversos partidos  políticos alternantes. Los liderazgos se moderan tras la institucionalidad. Sus gobiernos se nutren de distintos partidos, capaces de administrar decisiones conjuntas en el corto tiempo, sin desbordar la orientación del medio y largo tiempo ya consensuado.

El sistema de cooperación participativa, induce a una gran gimnasia de acuerdos integradores.  Su trayecto y efectos son apreciados como “aburridos” por la ausencia de riesgos sorpresivos. No ha lugar para caprichos circunstanciales de gobernantes audaces con síndromes autosatisfactorios.

Vienen a cuento algunas palabras de Borges sobre  los diversos espacios de los cuales han surgido grandes escritores: “Desde luego, haber producido una civilización es mucho, pero no es emocionante. Un país civilizado es superior a un país bárbaro, pero puede no ser muy interesante”.

Se trata de modelos flexibles, en los cuales, aun siendo de tamaños pequeños, con escasez de materias primas, y vulnerables ante la globalización, es sin embargo posible compaginar el desarrollo económico con un alto nivel de protección social y cuentas públicas excedentes. Han reemplazado la lógica de la confrontación por la de cooperación.

Contra lo que podrían sugerir la OCDE, el G 10 o el FMI  ese tipo de  gobernanza se caracteriza por un estado fuerte, activo, ágil e inteligente. Alto nivel del gasto público en relación al PIB, importante inversión social correctamente priorizada y ejecutada, excelentes servicios en educación, salud, trabajo  y protección integral.  Bienes públicos esenciales,  y fondos contra cíclicos para responder a las crisis.

La presión fiscal es elevada, pero los estados son austeros y sus erogaciones son eficaces. Las desigualdades de renta y nivel de vida son menores, la tasa de empleo es alta y la pobreza muy limitada. En paralelo, el sector productivo privado goza de amplia libertad de funcionamiento, lo que le permite crecer, intercambiar con todo el mundo y aportar impositivamente. Conviven sistemas de trabajo relativamente flexibles con sindicatos fuertes y criteriosos.  Sus frutos son resultados eficientes y sustentables para la mayor parte –sino toda- de la sociedad.

La mayoría de los políticos y dirigentes se retiran a la edad jubilatoria, por lo que quienes conducen tienen un gran componente de edades intermedias o jóvenes. Eso hace que parlamentarios, ejecutivos, empresarios y sindicalistas estén dispuestos a realizar reformas difíciles de corto plazo, pero eficientes a futuro. Las normas y controles  sobre transparencia facilitan el conocimiento de  los medios y la circulación  de una  información actualizada, apoyada en datos, que si bien no alcanza para evitar la corrupción al menos la atenúan.

Parafraseando a Baudrillard, se podría decir que estamos ante una suerte de gran  ironía final. El comunismo puro como acción de gobierno se ha desmoronado tal como Marx lo previó pero pensando en  el capitalismo. El capitalismo -a su vez- llevó a cabo la tarea del comunismo, dado que tanto China como Rusia participan intensamente del intercambio generalizado, a cualquier precio, tras el propósito de ampliar su presencia en el mercado mundial de productos, servicios y ciencias y su gravitación geopolítica.

Y hasta parece que la cuna del imperialismo moderno insinúa sonrisas de tono marxista. Hace unos días la prensa informó: “Sorpresa. Biden y Yellen (Secretaria del Tesoro) quieren más impuestos privados para sostener el gasto público (…) EE.UU promoverá un impuesto global a la renta empresarial (…) asegurar que los gobiernos tengan sistemas fiscales estables que recauden suficientes ingresos para invertir en bienes públicos esenciales y responder a las crisis” (El Cronista, 5/4/2021).

Insistimos en la necesidad de cambiar el modo político antagónico por el cooperativo. En términos de Althusser y de Badiou, podríamos decir que nuestra sociedad no precisa embriagarse con grandes  acontecimientos rotativos que –cada tanto- prometen vanamente cambiar el rumbo de raíz. Necesita  lo contrario, un marco estructural estable y compartido, que tendrá obvias adecuaciones futuras, capaz de generar confianza.

Hace tiempo, André Malraux- se quejó acerca de  la rara época que le tocó en suerte, porque la derecha no era la derecha, la izquierda no era la izquierda y el centro no estaba en el medio.

La cabeza y el alma de cada uno de nosotros reflejan la paradoja que estamos viviendo. Nos avanza el virus emocional de los residuos cognitivos que nos deja nuestra constante visita a las redes digitales,  y  la simultánea soledad informática ante el vacío. La perplejidad nos habita, nos paraliza y nos impide distinguir entre lo principal y lo accesorio. Esta nota es un recurso para conjurar sus efectos, y abrir alguna puerta  a la esperanza en el funcionamiento y transparencia de nuestras instituciones.

En el libro En qué creen los que no creen, Humberto Eco y el Cardenal Martini dialogan sobre semejante asunto. En algún momento Martini recuerda que –sin darnos cuenta- la fe está presente en muchos actos rutinarios de nuestras vidas, aún ante la ciencia: para el caso actual, ante las vacunas. Y dice algo así: cuando estamos enfermos y consultamos al médico, tomamos los remedios y seguimos sus indicaciones para el tratamiento, es porque los conocemos intrínsecamente? O porque hacemos un acto de fe esperanzado en el médico, su  diagnóstico, los remedios  y el tratamiento aconsejado?

Mientras se entretenía ironizando con enanitos y gigantes, islas voladoras y caballos parlantes, Jonathan Swift  decía -refiriéndose a su “doble”-, el autor de historias delirantes y satíricas: “Qué inteligente es este escritor   cuando dice lo que había pensado yo toda mi vida”.

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