Las palabras nunca son neutrales. Mucho menos en política. Maquiavelo y Weber algo sabían de esos menesteres. Las palabras no solo no son neutrales, sino que en ocasiones están cargadas de sentido, por lo que un sustantivo puede transformarse en un adjetivo y un adverbio en un verbo.
Hay palabras que, en ciertos momentos, están cargadas de prestigio y hay otras que encarnan el mal. Como en la literatura, como en la vida, las palabras también se gastan. Y en más de un caso una palabra que parecía iluminar la realidad empieza a oscurecerla. O, lo que es peor aún, se transforma en un lugar común, que es la negación del lenguaje, o su variable manipuladora, cuando no la encarnación práctica de la nada.
“Grieta”, por ejemplo, ya es el clásico común. Nació como una imagen o una metáfora. Expresaba en seis letras un momento de crisis en el espacio político. La “grieta” fue sinónimo de antagonismo irreductible o de fanatismo militante, de un lado y otro lado.
Las palabras, como el peso argentino, también se devalúan. Y lo que es peor aún, se transforman en moneda falsa. No sé si “grieta” lo es, pero sospecho que está muy cerca de serlo. Por lo pronto, en términos políticos no dice nada. Y lo poco que intenta decir es más un recurso manipulador que una posición política.
Cuando esto ocurre se impone devolverle a la teoría política su prestigio. Para la reflexión política la palabra “grieta” no existe; es una vulgaridad, o una indigencia del pensamiento, o el lugar común de quienes o no se les cae una idea o sencillamente las emplean como recurso emocional. Para la política existe el “conflicto”, las “contradicciones”, las tensiones del poder y, si me apuran, la lucha de clases. “Grieta”, es vacío o fraude.
No se trata de un juego de palabras. Pero la política incluye también la disputa por el lenguaje. Y la política democrática es aquella que se esfuerza por equilibrar la compleja tensión entre conflicto y consenso. En efecto, si la democracia es “conflicto permanente”, el riesgo es la desintegración nacional e incluso la guerra civil.
Pero si la democracia se reduce al consenso y desconoce la legitimidad del conflicto, estamos en la antesala de una dictadura o de una autocracia electiva. Es más, una de las razones decisivas de una democracia es precisamente legitimar el conflicto, admitir la diversidad, las diferencias y las tensiones. Su virtud decisiva es ponerle límite a través de las instituciones y sobre todo de una cultura política en la que todos puedan expresarse.
Pues bien, la palabra “grieta” hoy no describe sino califica. O, para ser más preciso, descalifica. Lo que en su momento se presentó como una imagen que expresaba una situación de antagonismo irreconciliable, hoy deriva en una suerte de imputación que en nombre de un “consenso” sospechoso descalifica diferencias legítimas que deben resolverse en el campo de la lucha política.
Tomemos distancia del alado universo de las teorías y descendamos al proceloso territorio de los hechos. En la Argentina no hay “grieta”. Y si la hay, en los términos que se usa la palabra, alcanza a minorías de fanáticos que suelen estar presente hasta en los países más civilizados.
En la Argentina lo que hay –repito- son conflictos y diferencias que, por razones históricas que no viene al caso por ahora enumerar, son profundas, diferencias que no se resuelven negándolas, o invocando una inspirada y beatífica condición humana bondadosa y dulce alrededor de la cual todos nos alineamos con docilidad y mansedumbre.
Yo, por lo menos, no creo en esas invocaciones candorosas y en algunos casos inclinadas a jugar con cartas marcadas. Lo que la historia moderna enseña, lo que la política enseña, es que los antagonismos se resuelven o se superan. Y en ese proceso hay ganadores y perdedores.
Sí, como leyeron: ganadores y perdedores. Ideas que expresan un tiempo y un futuro histórico e ideas que se disuelven en el tiempo por anacrónicas, injustas o sencillamente reaccionarias. ¿Pero no es que todas las ideas merecen ser respetadas? Si y no.
La libertad de expresión es un valor sustantivo de la democracia, como lo es el debate y el acuerdo. Pero ese punto de partida decisivo que distingue una democracia de un régimen autoritario o totalitario, no excluye el derecho de cada uno de nosotros de defender nuestras ideas por considerar que son más justas o más humanas.
Los ejemplos extremos en estos casos ayudan a pensar. ¡Vivan todas las flores de la democracia! Pero el racismo, el exterminio del diferente, el sometimiento por la fuerza en nombre de valores religiosos o laicos o en nombre de la superioridad de un sexo, son ideas que deben ser combatidas.
Admitamos que en la Argentina las diferencias no incluyen estos extremos, pero admitamos también que en las singulares condiciones que nos tocan vivir las diferencias son reales. Diferencias en el campo de la política, de la economía, del orden social, de la inserción en el mundo.
Diferencias que, me temo, no se resuelven en nombre del consenso porque son irreductibles. ¿Y entonces? Entonces a ejercer los atributos de la democracia en su difícil relación entre conflicto y consenso. Después de todo no fui yo quien inventó la frase: “Dentro de la ley todo, fuera de la ley nada”.
Publicado en Clarín el 1 de octubre de 2020.
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