El acometimiento entre kirchneristas y no kirchneristas duros, impide que afloren y se discutan temas cruciales. La ausencia de debates profundos, sólo da lugar a que cada uno proyecte simbolismos simples y equívocos. Sus rechazos. No hay exploración de espacios y tiempos compartibles, que permitan trazar un esbozo del país de todos.
Un reduccionismo fácil puede conducir a ser pro Estado o anti Estado, pro mercado o anti mercado. Como si fueren nociones absolutamente antitéticas y en guerra.
Importa comprender la relación que hay entre las palabras y las cosas de todos los días –como diría Foucault-, para cuidar el significado de lo que se dice y se hace, y de lo que se silencia o ausenta. Las meras consignas sólo generan imágenes concentradas, que encierran a las preferencias populares entre opciones maniqueas, de triste final.
Los resultados electorales por sí solos no construyen un camino. Conjeturando sobre las próximas elecciones, en polémica nota Sturzenegger habla del teorema del votante medio. Lo ubica en el medio de dos puntas: en la izquierda imagina a los que creen que el estado te salva, y en la derecha a los que piensan que el mercado es el único camino al crecimiento. El votante medio -que vive la grave situación- pensaría que ante ello sería el Estado quien cubriría sus necesidades con menos incertidumbres de las que pueda esperar del mercado, por lo que temería intentar cambios.
Si creemos en el valor de la política es porque -conociendo las fuerzas y arbitrariedades del libre mercado- queremos que aquélla prevalezca, para cuidar los intereses de la sociedad en sentido amplio. Reconociendo la importancia creativa del mercado para generar de manera centrífuga la riqueza necesaria.
El mercado es creador de riqueza. La política debe promoverla, arbitrarla y resolver con justicia su destino. Con medidas sanas e información veraz. De ese encuentro resultarán el crecimiento económico y la distribución equitativa de sus frutos hacia la sociedad.
Ambos son imprescindibles y no reemplazables en sus roles. El bloqueo de entendimientos paraliza al conjunto. Los extremos monotemáticos de “todo estado” o “todo mercado”, finalmente –al trabarse- se quedan sin revolución o sin progreso social democrático, respectivamente.
En un notable trabajo que denominó “El nudo argentino”, Pablo Gerchunoff destaca dos grandes utopías argentinas. La movilidad social y la justicia social. La primera –de cierta autonomía- alcanza verticalidad. Reconoce vínculos con lo que históricamente se llamó la clase media. La idea del progreso, el esfuerzo individual y la modernización. Supone una ética de la paciencia y el esfuerzo. La justicia social apunta a la clase trabajadora, sectores informales y otros necesitados de una sensible intervención del Estado. Responde a una ética de la reparación inmediata de las heridas sociales.
Ambas utopías deberían encastrarse para su plena realización. Pero sólo lo han hecho brevemente en nuestra historia. Ese desacople se explicaría porque la movilidad social significa crecimiento, competencia, innovación, flexibilidad de la economía y de sus instituciones. Mientras que la justicia social procura salarios altos, protección económica, dignificación de los desposeídos, programas asistenciales.
Para Gerchunoff parecen dos mundos opuestos cuando deberían conformar uno solo. Cada cual con su legitimidad y su base política. A diferencia de los países “exitosos” de la tierra, Argentina no ha sabido encontrar la fórmula para firmar un tratado de paz entre ambos mundos. Reconciliar crecimiento con justicia social.
El desmadre neoliberal ha llevado –en distintos niveles- a compartir la diagonal de tensiones entre capitalismo y democracia. Sería valioso ponernos de acuerdo- al menos- en que ese problema existe también entre nosotros. E intentar comprender juntos que el bienestar y la economía argentina demandan una concertación social y política, productiva y pro exportadora, direccionada a que sus frutos produzcan prosperidad interna.
Para ello no es suficiente cualquier Estado. Se requiere un Estado inteligente, en lo medular, en lo funcional y en lo ético. Dinámico y eficaz, para guiar y gestionar el rumbo del país y sus instituciones, incluido el mercado. Un Estado verdaderamente presente y orientador, no un espectro vicioso y cansado de Estado.
Estamos ante elecciones de medio término, donde los partidos políticos y sus alianzas o coaliciones expresarán propuestas, dibujarán significantes. La vorágine opositora al kirchnerismo, sus manipulaciones hechiceras y la intolerancia de los halcones no kirchneristas, puede ser una trampa si juntos consiguen que callemos o pasemos a segundo lugar nuestro prioritaria ligazón con el estado y la política social.
Es preciso evitar que simbólicamente el imaginario popular termine considerando al no kirchnerismo como la versión local del neoliberalismo colonizado por el mercado. Tampoco enceguecernos en el torbellino de la enemistad, al punto de no asumir la gravedad de la crisis integral. E insistir en buscar mayores acuerdos básicos para superarla. Abrirnos antes que encerrarnos en el espanto.
En “La fiesta de los enanos”, J.R. Wilcock (1919-1978) imagina un extraño banquete final donde los enanos se deleitan por encima de las miserias de la carne, del presente y del pasado. Como si las satisfacciones de este momento fueran suficientes para resolver las contradicciones trágicas de la realidad y su futuro. Total –piensan- ya nadie entrará en la casa porque clavarían las puertas; construirían barricadas de muebles. Y el día que se acaben los alimentos que aún quedan, derivarían a situaciones finales canibalescas.
Wilcock, descansa en el Cementerio Protestante de Roma –casualmente– no muy lejos del epitafio del gran poeta inglés John Keats que tiene esta leyenda: “Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito sobre el agua”.
Nadie quiere que nuestra patria se diluya en el agua del odio y la ineptitud.