Desde hace más de una década, desde las ciencias sociales, se viene haciendo referencia al problema de la “erosión democrática” que afectaría a nuestros sistemas constitucionales. La idea de la “erosión democrática” ganó vida con la llegada a la presidencia de Donald Trump, en los Estados Unidos; pero ha servido para caracterizar, también, a gobiernos como el de Jair Bolsonaro en Brasil; Recep Erdogan en Turquía; Viktor Orban en Hungría, y varios otros, contemporáneos.
Lo que se procura decir es que nos encontramos frente a un fenómeno tan preocupante como novedoso, por el que las democracias ya no “mueren”, como solían morir, en el siglo XX, a partir de un “golpe de estado” militar -es decir, a partir de un solo “golpe mortal”- sino a través de “mil cortes”, que la van “desangrando”.
Es decir, nos hemos alejado del drama de los “golpes de Estado”, que caracterizara típicamente a la vida política latinoamericana, el siglo pasado, pero seguimos enfrentándonos a la tragedia de las democracias de a poco degradadas.
Más precisamente, lo que el fenómeno de la “erosión” viene a denunciar es la presencia de líderes políticos con impulsos autoritarios que, con los fines de expandir su poder, o preservarse en el mismo, comienzan a socavar desde adentro a todo el sistema de los “frenos y controles” (terminando con la independencia judicial; dejando vacantes o inoperantes los organismos de control, etc.).
Frente a un fenómeno tal, tan preocupante como urgente, activistas, políticos y académicos vienen bregando por resistencias y reformas destinadas a ponerle fin a esas situaciones de “muerte” de la democracia “a través de mil cortes”.
Básicamente, el propósito es reestablecer la vigencia del sistema de controles tradicional, restaurando o reparando los aparatos y estructuras institucionales dedicadas a limitar y supervisar al poder. Sin duras, dicha tarea de crítica y reparación es urgente. Aún así, o por ello mismo, quisiera, en lo que sigue, señalar un serio problema que veo en ese enfoque tan relevante.
La dificultad que advierto es que dicho enfoque confunde o superpone los problemas del constitucionalismo con los problemas de la democracia, cuando se trata de dos tipos de problemas distintos. Ambos importantísimos, ambos muy serios, pero distintos.
Me refiero a problemas diferentes que requieren, por tanto, de respuestas o soluciones diferentes. Los problemas del constitucionalismo aluden a muchos de los ya señalados: controles al poder que son desarticulados “desde adentro”; organismos de fiscalización que resultan colonizados por el Ejecutivo; etc.
Curiosamente, sin embargo, y tal como vimos, a este tipo de problemas -propios del constitucionalismo- es a lo que se alude cuando se habla de “erosión democrática”. Se trata, en verdad, y como vemos, de la “erosión del constitucionalismo”.
El asunto no es, sin embargo, meramente terminológico (“deberíamos llamar al problema por su verdadero nombre”), sino uno que revela que estamos confundiendo un tipo de problemas (el socavamiento de los “frenos y contrapesos” constitucionales), con otro: el problema democrático. ¿Y cuál es el problema democrático?
Es el que advertimos en casi cualquiera de las democracias que conocemos, apenas miramos alrededor y vemos la desconfianza de los ciudadanos hacia sus representantes; el hartazgo general; la sensación de ajenidad, alienación, des-empoderamiento que nos embargo cuando pensamos en “la política”.
Este tipo de problemas, lamentablemente, no se solucionan (meramente) reparando la maquinaria de controles. La ciudadanía no sale a las calles enojada, ni se siente a disgusto con la política, simplemente, porque no han nombrado al Procurador General; o no se han completado las vacantes en la Corte. Tales problemas -insisto- son gravísimos y merecen ser resueltos.
Sin dudas, debemos combatir a los gobernantes autoritarios; impedir que sigan vaciando nuestras instituciones; recuperar la independencia de la Justicia; etc. ¡Es urgente hacerlo! Pero -otra vez- aún si lográramos (milagrosamente) resolver ese tipo de problemas -problemas del constitucionalismo- que hoy nos agravian, no habríamos resuelto la otra gran fuente de nuestras desgracias políticas, es decir, el problema democrático.
Seguiríamos pensando y sintiendo, con razón, que la dirigencia política y económica pacta entre sí, nos engaña, se beneficia a sí misma, no nos hace lugar para que, como ciudadanos, participemos efectivamente del proceso de toma de decisiones.
Desde los años 90 al menos, todos nuestros dirigentes se vienen preocupando por reducir la idea de la democracia al momento de las elecciones. Quieren que votemos y que luego nos quedemos callados, mientras ellos gobiernan a piacere.
Pero la democracia es otra cosa: la democracia no se reduce a elecciones. Democracia es lo que ocurre “entre” una elección y otra. Entonces, y para resumir: por supuesto que debemos atender y reparar los graves problemas constitucionales de nuestro tiempo. Pero que no nos confundan.
También necesitamos -tal vez, con más urgencia aún- atender al dramático problema democrático que padecemos. Sino, como en el famoso cuento, podrá ocurrir que un día nos despertemos sorprendidos, luego de haber (mágicamente) reparado los principales problemas del constitucionalismo, y veamos que el problema democrático, como el dinosaurio de Monterroso, sigue allí: intacto, abrumador, amenazante.
Publicado en Clarín el 6 de septiembre de 2024.
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