jueves 29 de mayo de 2025
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La destrucción de la democracia

Desde la crisis de 2008 no cesamos de hablar de los años treinta. Es natural. La crisis de 1929 provocó en Occidente la llegada al poder o la consolidación del fascismo (y acabó en la II Guerra Mundial); la crisis de 2008 ha provocado la llegada al poder o la consolidación del nacionalpopulismo (y no sabemos cómo acabará). La historia nunca se repite exactamente, pero siempre se repite con máscaras distintas, porque en ella, como en la materia, nada se crea ni se destruye (solo se transforma), y porque las circunstancias siempre son distintas, pero los errores de los humanos son idénticos o casi idénticos; no me canso de recordar a Bernard Shaw: lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia. El nacionalpopulismo no es fascismo: es una máscara o una metamorfosis del fascismo; como tal, contiene algunos rasgos del fascismo (el más notorio: el nacionalismo), y en todo caso es más peligroso que él, porque todavía no hemos encontrado su antídoto: la prueba es el retorno de Donald Trump al poder. Al principio, comparar a Trump con Hitler podía parecer exagerado o imprudente; ya no lo es, sobre todo si se recuerda que, en 1933, cuando Hitler accedió al poder, nadie imaginaba que acabaría haciendo lo que hizo. Al menos desde Cicerón, sabemos que la historia debe ser magistra vitae; por eso conviene tenerla siempre presente: para intentar quitarle la razón a Bernard Shaw. En suma: lo imprudente ahora es no pensar en Hitler cuando se piensa en Trump.

En El arte de ser humanos, Rob Riemen dibujó un paralelismo entre la democracia que destruyó Hitler —­la República de Weimar (1918-1933)— y la democracia que intenta destruir Trump; lo curioso es que el dibujo es previo a la vuelta de Trump al poder (ahora el paralelismo es más acusado). En Weimar, recuerda Riemen, la democracia fue socavada por la mentira del Dolchstoss, la leyenda de la puñalada por la espalda que, en la I Guerra Mundial —según Hitler y los suyos—, asestaron judíos y revolucionarios alemanes a su país, provocando su derrota; en Estados Unidos, la que socava la democracia es la Big Lie, la gran mentira de que Trump ganó las elecciones de 2020, pero los demócratas se las robaron. En Weimar los movimientos extremistas minaron la democracia; en Estados Unidos, el partido republicano se ha convertido en un movimiento extremista. Como en Estados Unidos, en Weimar la democracia fue erosionada por teorías de la conspiración que debilitaron la confianza en las instituciones democráticas, empezando por la justicia. Como en Estados Unidos, en Weimar ganó terreno, sobre todo entre los intelectuales, la idea de una revolución conservadora “cuyo principal objetivo era la restauración de un orden social uniforme en el que una clase privilegiada debía ser dominante”. También como en Estados Unidos, en Weimar prosperó un movimiento político basado en la mentira, el miedo, el odio, la xenofobia, el materialismo, el racismo y el culto a un demagogo erigido en mesías… Hasta aquí, las similitudes; no son menos notorias las diferencias. La principal, a mi juicio, es que la de Weimar era una democracia reciente, con una tradición y unas instituciones frágiles, que no resistieron el embate de una crisis brutal; la democracia americana, en cambio, es la más antigua del mundo, dotada de unas instituciones sólidas, empezando por la justicia. (“Entre Trump y la dictadura solo quedan los jueces”, ha escrito Lluís Bassets). De ahí que yo crea que la democracia estadounidense aguantará. O eso espero.

Publicado en El País el 24 de mayo de 2025.
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