“¿Qué es esto de la democracia?” se pregunta -y lo cuenta a los chicos- Graciela Montes, libro de Siglo XXI con ilustraciones de Penélope Chauvié, versión actualizada del que la autora publicó en los años 80, parte de la colección Entender y participar, y que apunta a que los más pequeños se familiaricen con temas como el voto, los derechos ciudadanos y las distintas formas de representación, sin por eso “infantilizar” los contenidos. Lectura muy recomendable para estas épocas en las que se hace tan importante compartir con hijos, nietos, sobrinos o amiguitos la transmisión intergeneracional de saberes, vivencias y memorias.
Algo que también ocurre, desde otro registro, con Whish, el poder de los deseos, la película con la que los Estudios Disney celebran su centenario, que bien podría ser vista como una fábula sobre la democracia, los vínculos entre gobernantes y gobernados, los deseos y ambiciones de poder y la pregunta por dónde reside la fuente de la legitimidad de todo orden político y social. Una pregunta clásica, desde los griegos antiguos hasta nuestros días.
La historia de Wish transcurre en el Reino de Rosas, en una isla del Mediterráneo en la que el pueblo vive en aparente felicidad y armonía. Allí encontramos al Rey Magnífico, un gobernante dotado de los secretos de la magia y la hechicería que tiene la capacidad de conceder los deseos de sus súbditos. Cuando cada residente cumple 18 años, se lleva a cabo una ceremonia en la que entregan su deseo a Magnífico, quien los mantiene sellados en su observatorio.
Una vez al mes, Magnifico selecciona uno de los deseos de los residentes para ser concedido ante la ciudad. Al hacerlo, la población se vuelve dócil, dependiente y sumisa. Hasta que Asha, la heroína de esta historia, una joven de 17 años, asistida por una buena estrella y alentada por sus amigos a pedir por el deseo de su abuelo Sabino, que cumple 100 años, descubre que el Rey Magnífico borra los recuerdos de los deseos de los ciudadanos cuando se realizan y nunca devuelve los deseos no concedidos a sus dueños.
El déspota benevolente se va revelando como un tirano narcisista que deja expuesta su falibilidad, y la sociedad también se va rebelando en otro sentido. Lo que ocurre a partir de entonces tiene aquí final abierto y nos deja moralejas.
Como la democracia misma, en la que el pueblo soberano, a través de sus representantes, tiene siempre la posibilidad de otorgar, delegar, limitar o revocar poderes a sus gobernantes. Algo como lo que, sin ir más lejos, se está debatiendo en el Congreso en estas semanas: cuánto poder debe tener el Presidente para poder gobernar en las condiciones en que se encuentra nuestro país, sin apartarse de lo que manda la Constitución y del funcionamiento de una democracia republicana.
Y para quienes despotrican o lamentan por las sesiones maratónicas, los desacuerdos entre bancadas, las negociaciones en las que entran en juego la representación de los intereses, las tensiones y roces entre manifestantes y fuerzas de seguridad, no está de más recordarles (recordarnos), como a los niños: “así funciona una democracia”. Más allá de los cuentos de hadas.