En la sociedad de masas ha adquirido una centralidad política la corrupción. Todos hablan de ella, a izquierda y derecha. En los países de la región aparece en las encuestas como uno de los problemas principales: ¿Lo es?
Existen muchas definiciones de corrupción a lo largo de la historia de nuestra civilización occidental. Desde la antigua Grecia hasta Adam Smith, fue un asunto importante, tanto de la filosofía como del buen gobierno. Pero ninguno de los dos vivió en la sociedad de masas, ese magma de 5000 millones de habitantes que procuran vivir sobre un globo terráqueo al límite de sus posibilidades de existencia. Al menos vivir, tal cual lo conocemos hoy.
Para Aristóteles la corrupción era algo a lo que tendía la naturaleza, es decir, la declinación de la materia y por extensión el apartamiento de una forma o conducta “normal”, ceñida a la – siempre esquiva – virtud. Para el escocés, en plena revolución burguesa, la corrupción eran las desviaciones – subsidios, regulaciones, prebendas – que efectuaba un gobierno dominado por los resabios monárquicos, a través del Estado. De ahí que la “mano invisible” – meritocrática – era más virtuosa – menos corrupta – que la acción del Estado.
Para Jeremías Bentham, la forma de gobierno determinaba la propensión a la corrupción. Así, en los gobiernos puros o monarquías absolutas, no podía existir corrupción, puesto que no habría ruptura de confianza en perjuicio del interés general, puesto que la ciudadanía no tiene representantes (a los que corromper). Además, el soberano no podía corromper a sus funcionarios con promesas futuras, porque le era más fácil usar la fuerza coercitiva para obtener sus objetivos, al detentar todo el poder. En las democracias representativas si cabría tal posibilidad de la corrupción, al entrar en juego la colisión de intereses entre los representantes parlamentarios. Además, para Bentham, la sociedad debía pagar con sus impuestos el funcionamiento de una institución contraria a sus intereses.
Una versión moderna de estas ideas son las reflexiones de Samuel Huntington quien ve dos aspectos positivos fundamentales de la corrupción: el agilizar los negocios evitando las trabas burocráticas y el introducir un elemento de competencia donde de lo contrario existiría un monopolio. Algo así como lo que hicieron los ingleses en América Latina durante los siglos XVIII y XIX.
Por último, el filósofo que sostenía que todos estamos motivados por la búsqueda del placer propio, concluía que la prevención de la corrupción a través de la prohibición legal de tales conductas o mediante su penalización no tenía sentido alguno, porque siempre habría personas que ostentaran la potestad de nombrar cargos subordinados remunerados y, por ende, ello sería suficiente para quebrantar todas las aspiraciones.
Parecería que la corrupción es una tendencia a domar en la conducta humana, que luego de 2000 años, muestra escasos avances. Por lo tanto, no puede ser endilgada hoy ni a los populismos, ni a los liberalismos. Pero sí ha sido – y es – utilizada por todos como piedra arrojadiza para acusarse mutuamente. La corrupción aparece al tope de las “preocupaciones” de la ciudadanía occidental, en general, pero figura junto a la desocupación – un fenómeno más joven – o el cambio climático – más novel aún. Hasta existen ONG que se ocupan de medirla como Transparency.org que hace rankings y emite análisis sobre el desempeño de los países en esa materia. Ese monitoreo muestra que no hay país – ni institución – “libre de corrupción”.
Por otro lado, las denuncias permanentes de corrupción – no su mera existencia – han hecho mella en la valoración de la democracia en nuestra región, al denigrar a la actividad política resumiéndola a la búsqueda del interés particular y concluyendo en el “que se vayan todos”.
La sociedad de masas convive con una serie de problemas estructurales, tales como la desigualdad, el abuso de poder, la criminalidad y, en general, una tendencia a que el interés privado se imponga al interés general. Tal vez, el único lugar en el mundo en que esta última división se desvanece o enturbia es en China. Allí, el capitalismo de Estado, una especie de vuelta hacia la monarquía encarnada por líderes que buscan la perpetuidad en el poder, muestra un vigor y una audacia que la catapulta al liderazgo mundial. ¿Es acaso China un lugar libre de corrupción? En tanto humanos parece que no. De hecho, se encarcela y ejecuta con la pena capital a banqueros y empresarios como forma de restaurar el daño que sus actos causan al liderazgo político.
En la era del Metaverso – acaso el acto de corrupción más severo a los ojos del filósofo coreano Byung-Chul Han – la sociedad de masas presenta desafíos a los que todavía no percibimos como tales, mucho menos, sus soluciones.