La democracia es la solución pacífica de las diferencias. La “paz” en las “diferencias” hace que le llamemos democracia a la democracia en todos los casos. Nada más dice Adam Przeworski, y plantea pasos del retroceso democrático de los gobiernos: -flagrantemente antidemocráticos; -sutiles; -legales pero perniciosos para la democracia; -legales y despreciables para la oposición, pero sin afectar la democracia. A veces contra los tribunales, los medios o el aparato estatal.
A veces, en cómo se comunica. Porque un cambio enorme se gesta en la comunicación política, lo que es un cambio en la vida política, ya que no toda comunicación es política, pero toda política se presenta en un formato comunicacional. Y es la comunicación gubernamental la que está transformándose radicalmente.
Hace mucho que estudiamos la comunicación en gobiernos como un servicio público, con calidad institucional. “Buenas prácticas” le llamamos. Y son un montón. Apertura (transparencia, rendición de cuentas y participación), transformaciones en la gestión digital e IA, capacidad para gestionar el riesgo y la crisis, relaciones con la prensa y la legitimación de las políticas públicas.
Pero hay un serio desacople. A los gobiernos locales o subnacionales se les sigue exigiendo “buenas prácticas”, mientras los gobiernos nacionales -las grandes ligas-, empiezan a interesarse sólo en la retórica y estética del poder desde la extravagancia y la exageración. Se genera una inédita guerra de palabras e imágenes. Veamos.
1. No hay gestión de expectativas. La promesa gubernamental se la pretende histórica -no como hito, sino como “él” hito- y universal -con ondas expansivas planetarias-. ¿Exagero? “Hacer a la Argentina la nueva Roma del Siglo XXI” dijo Javier Milei a empresarios en EE.UU. “El momento más importante de la historia humana” arranca el nuevo spot de Donald Trump de cara a un segundo mandato en EE.UU.
Lo gubernamental es largoplacista. Las expectativas tienen que ver con la coherencia entre promesa y efectividad de los resultados. Gestionarlas es moderarlas. Es realismo. Prudencia. ¿Gobiernos que arrancaron bien? La mayoría. No así los que terminaron igual de bien.
2. La retórica de la incivilidad crece. La comunicación política centrada en el uso de insultos basados en la identidad y sentimientos antidemocráticos, clasistas, misóginos. Para Emiliy Sydnor, viola normas sociales aceptables en el tono de la comunicación.
La descortesía se deja ver en el uso de vulgaridades o burlas. Aunque ambas son agresión, la incivilidad forma parte de los discursos de odio. Forja barreras morales de lo profano para aplastar u hostigar la identidad contraria. Así, pierde sentido la tolerancia.
Ofer Feldman considera al uso del lenguaje despectivo, incluyendo cualquier tipo de insulto, abuso y menosprecio, un discurso de degradación política. Genera tribalismos tóxicos, donde no sólo se trata de ideologías, partidos, sino de insignias de identidad, no sólo para pertenecer, sino más bien para excluir.
3. Confusión entre lo formal y lo informal. Ya quedó como algo infantil la confusión entre estado y partido. Se visualizan dos modos sorprendentes: la privatización de la comunicación oficial en terceras voces de un ecosistema digital propio (entorno o trolls); o bien, al revés, la oficialización de voces de ese ecosistema digital, legitimadas a través del likeo o compartido que cuentas oficiales realizan. Incluso fakes. La institucionalidad fue. Fin.
4. No hay verdad en la puja de sentido. Se privatizó la verdad. Es verdad lo que quiero. Negacionismo de la evidencia científica. Argumentación contrafáctica. Sustentos teóricos periféricos. Revisionismo arbitrario. Generalismo argumentativo. Lo que sirve, sirve. La desvirtuación de la información pone en juego a la libertad (de elegir de la ciudadanía). La saturación informativa tergiversa la información disponible para decidir. Hay autoritarismo porque se intenta tapar el disenso desde lo irreal. Las fake news desintegran el debate democrático.
5. Liderazgos avasallantes. Audaces. Se animan a hacer cosas que otros no. Traspasan la lógica de lo esperable, incluyendo la indolencia para el castigo a los que piensan distinto, a los que fallan, a traidores. En los actos de ajusticiamiento, las imágenes de los cuerpos enemigos en una guerra eran una especie de trofeo intimidatorio, razona Horst Bredekamp.
En una guerra de imágenes, ya no se muestran a personas porque las han matado, sino que se las mata para emplearlas como imagen. Climas de miedo donde se ajusticia (castiga, apresa, expulsa, despide, reprime) para mostrar. La política necesita imágenes y se orienta por imágenes. Y las de los derrotados, no son trofeos, son medios.
6. Mitificación exagerada del líder. Irreal. Presidencias meméticas. Omar Rincón provoca cuando dice que pasamos del héroe de telenovela al superhéroe y del cura al influencer. En el viejo modelo teníamos héroes de telenovela que aman al pueblo y luchan por salvarlo. Santificados al final.
En el nuevo estilo, en la faz inicial de gobiernos, tenemos superhéroes que van a salvar a su pueblo, pero sin consultarlo, sin quererlo, sin mirarlo; ellos no tienen tiempo para la gente, que quien quiera los siga porque su misión es salvar el mundo.
Algunos liderazgos, envalentonados en una honda polarización y frustraciones sociales, plantean su legitimidad como una justificación de la manera en que el poder será ejercido.
Con promesas infinitas, incivilidad, sin institucionalidad, sin verdad, avasallando, mitificándose exageradamente. La comunicación como puro acto violento y no pacífico. ¿No democrático?