Netanyahu, los palestinos y el precio de la negligencia.
Traducción Alejandro Garvie
Un luminoso día de abril de 1956, Moshe Dayan, el tuerto jefe del Estado Mayor de las Fuerzas de Defensa de Israel (FDI), condujo hacia el sur, hasta Nahal Oz, un kibutz recientemente establecido cerca de la frontera de la Franja de Gaza. Dayan asistió al funeral de Roi Rotberg, de 21 años, que había sido asesinado la mañana anterior por palestinos mientras patrullaba los campos a caballo. Los asesinos arrastraron el cuerpo de Rotberg al otro lado de la frontera, donde lo encontraron mutilado y sin sus ojos. El resultado fue conmoción y agonía en todo el país.
Si Dayan hubiera estado hablando en el Israel de hoy en día, habría utilizado su panegírico en gran medida para criticar la horrible crueldad de los asesinos de Rotberg. Pero tal como se planteó en la década de 1950, su discurso fue notablemente comprensivo con los perpetradores. “No culpemos a los asesinos”, dijo Dayan. “Durante ocho años, han estado sentados en los campos de refugiados en Gaza, y ante sus ojos hemos estado transformando las tierras y las aldeas donde ellos y sus padres vivieron en nuestra propiedad”. Dayan se refería a la nakba, palabra árabe que significa “catástrofe”, cuando la mayoría de los árabes palestinos fueron empujados al exilio por la victoria de Israel en la guerra de independencia de 1948. Muchos fueron reubicados por la fuerza en Gaza, incluidos residentes de comunidades que eventualmente se convirtieron en ciudades y pueblos judíos a lo largo de la frontera.
Dayan difícilmente apoyaba la causa palestina. En 1950, una vez terminadas las hostilidades, organizó el desplazamiento de la comunidad palestina restante en la ciudad fronteriza de Al-Majdal, ahora la ciudad israelí de Ashkelon. Aun así, Dayan se dio cuenta de lo que muchos judíos israelíes se niegan a aceptar: los palestinos nunca olvidarían la nakba ni dejarían de soñar con regresar a sus hogares. “No nos dejemos disuadir de ver el odio que está inflamando y llenando las vidas de cientos de miles de árabes que viven a nuestro alrededor”, declaró Dayan en su panegírico. “Esta es la elección de nuestra vida: estar preparados y armados, fuertes y decididos, no sea que nos quiten la espada del puño y nos corten la vida”.
El 7 de octubre de 2023, la antigua advertencia de Dayan se materializó de la forma más sangrienta posible. Siguiendo un plan ideado por Yahya Sinwar, un líder de Hamás nacido en una familia expulsada de Al-Majdal, militantes palestinos invadieron Israel en casi 30 puntos a lo largo de la frontera con Gaza. Logrando una sorpresa total, invadieron las débiles defensas de Israel y procedieron a atacar un festival de música, pequeñas ciudades y más de 20 kibutzim. Mataron a unos 1.200 civiles y soldados y tomaron más de 200 rehenes. Violaron, saquearon y quemaron. Los descendientes de los habitantes del campo de refugiados de Dayan, alimentados por el mismo odio y aversión que él describió, pero ahora mejor armados, entrenados y organizados, habían regresado en busca de venganza.
El 7 de octubre fue la peor calamidad en la historia de Israel. Es un punto de inflexión nacional y personal para cualquiera que viva en el país o esté asociado con él. Al no haber podido detener el ataque de Hamas, las FDI respondieron con una fuerza abrumadora, matando a miles de palestinos y arrasando barrios enteros de Gaza. Pero incluso cuando los pilotos lanzan bombas y los comandos limpian los túneles de Hamás, el gobierno israelí no ha tenido en cuenta la enemistad que produjo el ataque, ni qué políticas podrían evitar otro. Su silencio se produce a instancias del primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu, quien se ha negado a exponer una visión u orden de posguerra. Netanyahu ha prometido “destruir a Hamás”, pero más allá de la fuerza militar, no tiene una estrategia para eliminar al grupo ni un plan claro sobre lo que lo reemplazaría como gobierno de facto de la Gaza de posguerra.
Su fracaso a la hora de elaborar estrategias no es casualidad. Tampoco es un acto de conveniencia política diseñado para mantener unida a su coalición de derecha. Para vivir en paz, Israel tendrá que llegar finalmente a un acuerdo con los palestinos, y eso es algo a lo que Netanyahu se ha opuesto a lo largo de su carrera. Ha dedicado su mandato como primer ministro, el más largo en la historia de Israel, a socavar y marginar el movimiento nacional palestino. Ha prometido a su pueblo que podrá prosperar sin paz. Le ha vendido al país la idea de que puede seguir ocupando tierras palestinas para siempre a un bajo costo interno o internacional. E incluso ahora, tras el 7 de octubre, no ha cambiado este mensaje. Lo único que Netanyahu ha dicho que Israel hará después de la guerra es mantener un “perímetro de seguridad” alrededor de Gaza, un eufemismo apenas disimulado para una ocupación a largo plazo, que incluye un cordón a lo largo de la frontera que consumirá una gran porción de la escasa tierra palestina.
Pero Israel ya no puede seguir siendo tan estrecho de miras. Los ataques del 7 de octubre han demostrado que la promesa de Netanyahu era hueca. A pesar de un proceso de paz muerto y un interés menguante de otros países, los palestinos han mantenido viva su causa. En las imágenes de la cámara corporal tomadas por Hamás el 7 de octubre, se puede escuchar a los invasores gritar: “¡Esta es nuestra tierra!” mientras cruzan la frontera para atacar un kibutz. Sinwar enmarcó abiertamente la operación como un acto de resistencia y fue motivado personalmente, al menos en parte, por la nakba. El líder de Hamás pasó 22 años en prisiones israelíes y se dice que continuamente les decía a sus compañeros de celda que había que derrotar a Israel para que su familia pudiera regresar a su aldea.
El trauma del 7 de octubre ha obligado a los israelíes, una vez más, a darse cuenta de que el conflicto con los palestinos es fundamental para su identidad nacional y una amenaza a su bienestar. No puede pasarse por alto ni eludirse, y continuar la ocupación, expandir los asentamientos israelíes en Cisjordania, sitiar Gaza y negarse a hacer cualquier compromiso territorial (o incluso reconocer los derechos palestinos) no traerá al país una seguridad duradera. Sin embargo, recuperarse de esta guerra y cambiar de rumbo seguramente será extremadamente difícil, y no sólo porque Netanyahu no quiera resolver el conflicto palestino. La guerra ha sorprendido a Israel en quizás el momento más dividido de su historia. En los años previos al ataque, el país quedó fracturado por el esfuerzo de Netanyahu por socavar sus instituciones democráticas y convertirlo en una autocracia teocrática y nacionalista. Sus proyectos de ley y reformas provocaron protestas y disensiones generalizadas que amenazaron con desgarrar al país antes de la guerra y lo perseguirán una vez que termine el conflicto. De hecho, la lucha por la supervivencia política de Netanyahu será aún más intensa que antes del 7 de octubre, lo que dificultará que el país busque la paz.
Pero pase lo que pase con el primer ministro, es poco probable que Israel mantenga una conversación seria sobre cómo llegar a un acuerdo con los palestinos. La opinión pública israelí en su conjunto se ha desplazado hacia la derecha. Estados Unidos está cada vez más preocupado por una elección presidencial crucial. Habrá poca energía o motivación para reavivar un proceso de paz significativo en el futuro cercano.
El 7 de octubre sigue siendo un punto de inflexión, pero corresponde a los israelíes decidir qué tipo de punto de inflexión será. Si finalmente hacen caso a la advertencia de Dayan, el país podría unirse y trazar un camino hacia la paz y la coexistencia digna con los palestinos. Pero hasta ahora hay indicios de que los israelíes, en cambio, seguirán luchando entre ellos y mantendrán la ocupación indefinidamente. Esto podría hacer del 7 de octubre el comienzo de una era oscura en la historia de Israel, caracterizada por una violencia cada vez mayor. El ataque no sería un hecho aislado, sino un presagio de lo que está por venir.
PROMESA ROTA
En la década de 1990, Netanyahu era una estrella en ascenso en la escena de derecha de Israel. Después de hacerse un nombre como embajador de Israel ante la ONU de 1984 a 1988, se hizo muy famoso al liderar la oposición a los acuerdos de Oslo, el plan de 1993 para la reconciliación palestino-israelí firmado por el gobierno israelí y la Organización de Liberación de Palestina. Después del asesinato del Primer Ministro Yitzhak Rabin en noviembre de 1995 por un fanático israelí de extrema derecha y una ola de ataques terroristas palestinos en ciudades israelíes, Netanyahu logró derrotar a Shimon Peres, un arquitecto clave del acuerdo de paz de Oslo, por una mínima diferencia en la carrera por primer ministro de 1996. Una vez en el cargo, prometió frenar el proceso de paz y reformar la sociedad israelí “reemplazando a las elites”, a quienes consideraba suaves y propensas a copiar a los liberales occidentales, por un cuerpo de conservadores religiosos y sociales.
Sin embargo, las ambiciones radicales de Netanyahu encontraron la oposición combinada de las viejas élites y la administración Clinton. La sociedad israelí, que entonces todavía apoyaba en general un acuerdo de paz, también rápidamente se agrió ante la agenda extrema del primer ministro. Tres años más tarde, fue derrocado por el liberal Ehud Barak, quien se comprometió a continuar el proceso de Oslo y resolver la cuestión palestina en su totalidad.
Pero Barak fracasó, al igual que sus sucesores. Cuando Israel completó su retirada unilateral del sur del Líbano en la primavera de 2000, fue objeto de ataques transfronterizos y amenazado por una concentración masiva de Hezbolá. Luego, el proceso de paz implosionó cuando los palestinos lanzaron la segunda intifada ese otoño. Cinco años después, la retirada de Israel de la Franja de Gaza allanó el camino para que Hamás tomara el mando allí. El público israelí, que alguna vez apoyó el establecimiento de la paz, perdió el apetito por los riesgos de seguridad que conllevaba. “Les ofrecimos la luna y las estrellas y a cambio recibimos terroristas suicidas y cohetes”, decía un estribillo común. (El contraargumento –que Israel había ofrecido muy poco y nunca aceptaría un Estado palestino sostenible– encontró poca resonancia.) En 2009, Netanyahu regresó al poder, sintiéndose reivindicado. Después de todo, sus advertencias contra las concesiones territoriales a los vecinos de Israel se habían hecho realidad.
De vuelta en el cargo, Netanyahu ofreció a los israelíes una alternativa conveniente a la ahora desacreditada fórmula “tierra por paz”. Israel, argumentó, podría prosperar como un país al estilo occidental –e incluso extenderse al mundo árabe en general– mientras deja de lado a los palestinos. La clave era dividir y conquistar. En Cisjordania, Netanyahu mantuvo la cooperación en materia de seguridad con la Autoridad Palestina, que se convirtió en el subcontratista de facto de servicios sociales y policiales de Israel, y alentó a Qatar a financiar al gobierno de Hamás en Gaza. “Quien se oponga a un Estado palestino debe apoyar la entrega de fondos a Gaza porque mantener la separación entre la Autoridad Palestina en Cisjordania y Hamás en Gaza impedirá el establecimiento de un Estado palestino”, dijo Netanyahu al grupo parlamentario de su partido en 2019. Es una declaración que ha vuelto para perseguirlo.
Netanyahu creía que podía mantener bajo control las capacidades de Hamás mediante un bloqueo naval y económico, sistemas de defensa fronteriza y de cohetes recientemente desplegados e incursiones militares periódicas contra los combatientes y la infraestructura del grupo. Esta última táctica, denominada “cortar el césped”, se convirtió en parte integral de la doctrina de seguridad israelí, junto con la “gestión de conflictos” y el mantenimiento del status quo. Netanyahu creía que el orden imperante era duradero. En su opinión, también era óptimo: mantener un conflicto de muy bajo nivel era menos riesgoso políticamente que un acuerdo de paz y menos costoso que una guerra importante.
Durante más de una década, la estrategia de Netanyahu pareció funcionar. Oriente Medio y el norte de África se hundieron en las revoluciones y guerras civiles de la Primavera Árabe, lo que hizo que la causa palestina fuera mucho menos destacada. Los ataques terroristas cayeron a nuevos mínimos y, por lo general, se interceptaban lanzamientos periódicos de cohetes desde Gaza. Con la excepción de una breve guerra contra Hamás en 2014, los israelíes rara vez necesitaron enfrentarse cara a cara con militantes palestinos. Para la mayoría de las personas, la mayor parte del tiempo, el conflicto estaba fuera de la vista y fuera de la mente.
En lugar de preocuparse por los palestinos, los israelíes comenzaron a centrarse en vivir el sueño occidental de prosperidad y tranquilidad. Entre enero de 2010 y diciembre de 2022, los precios inmobiliarios se duplicaron con creces en Israel a medida que el horizonte de Tel Aviv se llenaba de apartamentos de gran altura y complejos de oficinas. Las ciudades más pequeñas se expandieron para adaptarse al auge. El PIB del país creció más del 60 por ciento a medida que los empresarios tecnológicos lanzaron negocios exitosos y las compañías de energía encontraron depósitos de gas natural en alta mar en aguas israelíes. Los acuerdos de cielos abiertos con otros gobiernos convirtieron los viajes al extranjero, una faceta importante del estilo de vida israelí, en un bien barato. El futuro parecía brillante. Al parecer, el país había superado a los palestinos y lo había hecho sin sacrificar nada (territorio, recursos, fondos) en aras de un acuerdo de paz.
A nivel internacional, el país también estaba prosperando. Netanyahu resistió la presión del presidente estadounidense Barack Obama para revivir la solución de dos Estados y congelar los asentamientos israelíes en Cisjordania, en parte forjando una alianza con los republicanos. Aunque Netanyahu no logró impedir que Obama concluyera un acuerdo nuclear con Irán, Washington se retiró del pacto después de que Donald Trump ganara la presidencia. Trump también trasladó la embajada estadounidense en Israel de Tel Aviv a Jerusalén, y su administración reconoció la anexión de los Altos del Golán por parte de Israel de Siria. Bajo Trump, Estados Unidos ayudó a Israel a concluir los Acuerdos de Abraham, normalizando sus relaciones con Bahréin, Marruecos, Sudán y los Emiratos Árabes Unidos, una perspectiva que alguna vez pareció imposible sin un acuerdo de paz palestino-israelí. Aviones llenos de funcionarios israelíes, jefes militares y turistas comenzaron a frecuentar los elegantes hoteles de los jeques del Golfo y los zocos de Marrakech.
Al dejar de lado la cuestión palestina, Netanyahu también trabajó para rehacer la sociedad interna de Israel. Después de ganar una sorprendente reelección en 2015, Netanyahu formó una coalición de derecha para revivir su viejo sueño de iniciar una revolución conservadora. Una vez más, el primer ministro comenzó a despotricar contra “las élites” e inició una guerra cultural contra el antiguo establishment, al que consideraba hostil hacia él mismo y demasiado liberal para sus seguidores. En 2018, logró la aprobación de una importante y controvertida ley que definía a Israel como “el Estado-nación del pueblo judío” y declaraba que los judíos tenían el derecho “único” de “ejercer la autodeterminación” en su territorio. Dio prioridad a la mayoría judía del país y subordinó a su pueblo no judío.
El mismo año, la coalición de Netanyahu colapsó. Luego, Israel se hundió en una larga crisis política, y el país se vio arrastrado a cinco elecciones entre 2019 y 2022, cada una de ellas un referéndum sobre el gobierno de Netanyahu. La intensidad de la batalla política se vio intensificada por un caso de corrupción contra el primer ministro, que condujo a su acusación penal en 2020 y a un juicio en curso. Israel se dividió entre “bibistas” y “simplemente no bibistas”. (“Bibi” es el apodo de Netanyahu). En la cuarta elección, en 2021, los rivales de Netanyahu finalmente lograron reemplazarlo con un “gobierno de cambio” liderado por el derechista Naftali Bennett y el centrista Yair Lapid. Por primera vez, la coalición incluía un partido árabe.
Aun así, la oposición de Netanyahu nunca cuestionó la premisa básica de su gobierno: que Israel podría prosperar sin abordar la cuestión palestina. El debate sobre la paz y la guerra, tradicionalmente un tema político crucial para Israel, pasó a ser noticia de última plana. Bennett, que comenzó su carrera como asistente de Netanyahu, equiparó el conflicto palestino con “metralla en el trasero” con la que el país podría vivir. Él y Lapid buscaron mantener el status quo frente a los palestinos y simplemente concentrarse en mantener a Netanyahu fuera del cargo.
Ese trato, por supuesto, resultó imposible. El “gobierno del cambio” colapsó en 2022 después de no prolongar oscuras disposiciones legales que permitían a los colonos de Cisjordania disfrutar de derechos civiles negados a sus vecinos no israelíes. Para algunos de los miembros de la coalición árabe, firmar estas disposiciones del apartheid fue un compromiso excesivo.
Para Netanyahu, que aún enfrenta juicio, el colapso del gobierno fue exactamente lo que había estado esperando. Mientras el país organizaba otras elecciones más, él fortaleció su base de derechistas, judíos ultraortodoxos y judíos socialmente conservadores. Para recuperar el poder, se acercó en particular a los colonos de Cisjordania, un grupo demográfico que todavía veía el conflicto palestino-israelí como su razón de ser. Estos sionistas religiosos siguieron comprometidos con su sueño de judaizar los territorios ocupados y convertirlos en parte formal de Israel. Esperaban que, si se les daba la oportunidad, podrían expulsar a la población palestina de los territorios. No habían logrado impedir la evacuación de los colonos judíos de Gaza en 2005, cuando Ariel Sharon era primer ministro, pero en los años posteriores habían capturado gradualmente puestos clave en el ejército, la administración pública y los medios de comunicación israelíes a medida que los miembros del establishment secular cambiaban de puesto y su enfoque en ganar dinero en el sector privado.
Los extremistas tenían dos demandas principales a Netanyahu. La primera, y la más obvia, fue ampliar aún más los asentamientos judíos. El segundo era establecer una presencia judía más fuerte en el Monte del Templo, el sitio histórico tanto del Templo judío como de la mezquita musulmana de al Aqsa en la Ciudad Vieja de Jerusalén. Desde que Israel tomó el control de la zona circundante en la Guerra de los Seis Días en 1967, ha dado a los palestinos casi autonomía en el lugar, por temor a que sacarlo del gobierno árabe incitaría a un conflicto religioso catastrófico. Pero la extrema derecha israelí lleva mucho tiempo intentando cambiar esa situación. Cuando Netanyahu fue elegido por primera vez en 1996, abrió un muro en un sitio arqueológico en un túnel subterráneo adyacente a Al Aqsa para exponer reliquias de la época del Segundo Templo, lo que provocó una violenta explosión de protestas árabes en Jerusalén. La segunda intifada palestina en 2000 fue provocada de manera similar por una visita al Monte del Templo de Sharon, entonces líder de la oposición como líder del partido de Netanyahu, Likud.
En mayo de 2021, la violencia volvió a estallar. Esta vez, el principal provocador fue Itamar Ben-Gvir, un político de extrema derecha que ha celebrado públicamente a los terroristas judíos. Ben-Gvir había abierto una “oficina parlamentaria” en un barrio palestino de Jerusalén Oriental donde los colonos judíos, utilizando antiguos títulos de propiedad, expulsaron a algunos residentes y los palestinos realizaron protestas masivas en respuesta. Después de que cientos de manifestantes se reunieran en Al Aqsa, la policía israelí allanó el recinto de la mezquita. Como resultado, estallaron enfrentamientos entre árabes y judíos y rápidamente se extendieron a ciudades étnicamente mixtas en todo Israel. Hamás utilizó el ataque como excusa para atacar Jerusalén con cohetes, lo que provocó aún más violencia en Israel y otra ronda de represalias israelíes en Gaza.
Aun así, los combates se disiparon cuando Israel y Hamás alcanzaron un nuevo alto el fuego en un tiempo sorprendentemente rápido. Qatar mantuvo sus pagos e Israel otorgó permisos de trabajo a algunos habitantes de Gaza para mejorar la economía de la franja y reducir el deseo de conflicto de la población. Hamás se mantuvo al margen cuando Israel atacó a una milicia aliada, la Jihad Islámica Palestina, en la primavera de 2023. La relativa tranquilidad a lo largo de la frontera permitió a las FDI redesplegar sus fuerzas y trasladar la mayoría de los batallones de combate a Cisjordania, donde protegían a los colonos de los ataques terroristas. El 7 de octubre quedó claro que esos redespliegues eran exactamente lo que quería Sinwar.
EL GOLPE DE BIBI
En las elecciones israelíes de noviembre de 2022, Netanyahu recuperó el poder. Su coalición obtuvo 64 de los 120 escaños del parlamento israelí, una abrumadora mayoría según los estándares recientes. Las figuras clave del nuevo gobierno fueron Bezalel Smotrich, líder de un partido religioso nacionalista que representaba a los colonos de Cisjordania, y Ben-Gvir. En colaboración con los partidos ultraortodoxos, Netanyahu, Smotrich y Ben-Gvir idearon un plan para un Israel autocrático y teocrático. Las directrices del nuevo gabinete, por ejemplo, declaraban que “el pueblo judío tiene un derecho exclusivo e inalienable sobre toda la Tierra de Israel”, negando rotundamente cualquier reclamo palestino sobre territorio, incluso en Gaza. Smotrich se convirtió en ministro de Finanzas y fue puesto a cargo de Cisjordania, donde inició un programa masivo para expandir los asentamientos judíos. Ben-Gvir fue nombrado ministro de Seguridad Nacional, a cargo de la policía y las prisiones. Usó su poder para alentar a más judíos a visitar el Monte del Templo (al Aqsa). Entre enero y octubre de 2023, unos 50.000 judíos lo recorrieron, más que en cualquier otro período equivalente registrado. (En 2022, hubo 35.000 visitantes judíos en el Monte).
El nuevo gobierno radical de Netanyahu provocó indignación entre los liberales y centristas israelíes. Pero, aunque humillar a los palestinos era central en su agenda, estos críticos continuaron ignorando el destino de los territorios ocupados y de Al Aqsa al denunciar al gabinete. En cambio, se centraron en gran medida en las reformas judiciales de Netanyahu. Anunciadas en enero de 2023, estas propuestas de ley limitarían la independencia de la Corte Suprema de Israel —el custodio de los derechos civiles y humanos en un país que carece de una constitución formal— y desmantelarían el sistema de asesoramiento jurídico que proporciona controles y equilibrios al poder ejecutivo. Si se hubieran promulgado, los proyectos de ley habrían hecho mucho más fácil para Netanyahu y sus socios construir una autocracia e incluso podrían haberlo salvado de su juicio por corrupción.
Los proyectos de reforma judicial eran, sin duda, extraordinariamente peligrosos. Con razón, provocaron una enorme ola de protestas, con cientos de miles de israelíes manifestándose cada semana. Pero al enfrentar este golpe, los oponentes de Netanyahu actuaron nuevamente como si la ocupación fuera un tema no relacionado. Aunque las leyes fueron redactadas en parte para debilitar cualquier protección legal que la Corte Suprema israelí otorgaría a los palestinos, los manifestantes evitaron mencionar la ocupación o el extinto proceso de paz por miedo a ser tildados de antipatrióticos. De hecho, los organizadores trabajaron para marginar a los manifestantes antiocupación de Israel para evitar que aparecieran imágenes de banderas palestinas en las manifestaciones. Esta táctica tuvo éxito, asegurando que el movimiento de protesta no fuera “contaminado” por la causa palestina: los árabes israelíes, que representan alrededor del 20 por ciento de la población del país, se abstuvieron en gran medida de unirse a las manifestaciones. Pero esto hizo más difícil que el movimiento tuviera éxito. Dada la demografía de Israel, los judíos de centro izquierda necesitan asociarse con los árabes del país si alguna vez quieren formar un gobierno. Al deslegitimar las preocupaciones de los árabes israelíes, los manifestantes encajaron perfectamente en la estrategia de Netanyahu.
Con los árabes fuera, la batalla por las reformas judiciales se desarrolló como un asunto intrajudío. Los manifestantes adoptaron la bandera azul y blanca de la Estrella de David, y muchos de sus líderes y oradores eran altos oficiales militares retirados. Los manifestantes mostraron sus credenciales militares, revirtiendo el declive del prestigio que había ensombrecido a las FDI desde la invasión del Líbano en 1982. Los pilotos reservistas, que son cruciales para la preparación y el poder de combate de la fuerza aérea, amenazaron con retirarse del servicio si se aprobaban las leyes. En una muestra de oposición institucional, los líderes de las FDI rechazaron a Netanyahu cuando exigió que disciplinaran a los reservistas.
Que las FDI rompieran con el primer ministro no era sorprendente. A lo largo de su larga carrera, Netanyahu se ha enfrentado frecuentemente con el ejército, y sus rivales más fuertes han sido generales retirados que se convirtieron en políticos, como Sharon, Rabin y Barak, sin mencionar a Benny Gantz, a quien Netanyahu incluyó en su gabinete de guerra de emergencia, para eventualmente desafiarlo y sucederlo como primer ministro. Netanyahu ha rechazado durante mucho tiempo la visión de los generales de un Israel fuerte militarmente pero flexible diplomáticamente. También se ha burlado de sus personajes, a los que considera tímidos, poco imaginativos e incluso subversivos. Por lo tanto, no fue una sorpresa que despidiera a su propio ministro de Defensa, el general retirado Yoav Gallant, después de que Gallant apareciera en televisión en vivo en marzo de 2023 para advertir que las divisiones en Israel habían dejado al país vulnerable y que la guerra era inminente.
El despido de Gallant provocó más protestas callejeras espontáneas y Netanyahu lo reintegró. (Siguen siendo rivales acérrimos, incluso cuando dirigen la guerra juntos). Pero Netanyahu ignoró la advertencia de Gallant. También ignoró una advertencia más detallada emitida en julio por el principal analista de inteligencia militar de Israel de que los enemigos podrían atacar el país. Al parecer, Netanyahu creía que tales advertencias tenían motivaciones políticas y reflejaban una alianza tácita entre los jefes militares en ejercicio en el cuartel general de las FDI en Tel Aviv y los ex comandantes que protestaban al otro lado de la calle.
Sin duda, las advertencias que recibió Netanyahu se centraron principalmente en la red de aliados regionales de Irán, no en Hamás. Aunque el plan de ataque de Hamás era conocido por la inteligencia israelí, y aunque el grupo practicó maniobras frente a los puestos de observación de las FDI, altos funcionarios militares y de inteligencia no lograron imaginar que su adversario de Gaza realmente podría llevarlo a cabo, y enterraron sugerencias en sentido contrario. El ataque del 7 de octubre fue, en parte, un fracaso de la burocracia israelí.
Aun así, el hecho de que Netanyahu no haya convocado discusiones serias sobre la información de inteligencia que recibió es indefendible, al igual que su negativa a llegar a un acuerdo serio con la oposición política y sanar las divisiones del país. En cambio, decidió seguir adelante con su golpe judicial, independientemente de las graves advertencias y posibles reacciones adversas. “Israel puede prescindir de un par de escuadrones de la Fuerza Aérea”, declaró con arrogancia, “pero no sin un gobierno”.
En julio de 2023, el parlamento israelí aprobó la primera ley judicial, otro punto culminante para Netanyahu y su coalición de extrema derecha. (Finalmente fue anulado por la Corte Suprema en enero de 2024.) El primer ministro creía que pronto se elevaría aún más al concluir un acuerdo de paz con Arabia Saudita, el estado árabe más rico e importante, como parte de un acuerdo triple que presentó un pacto de defensa entre Estados Unidos y Arabia Saudita. El resultado sería la victoria definitiva de la política exterior israelí: una alianza estadounidense-árabe-israelí contra Irán y sus representantes regionales. Para Netanyahu, habría sido un logro supremo que le granjearía el cariño de la corriente principal.
El primer ministro estaba tan seguro de sí mismo que el 22 de septiembre subió al escenario de la Asamblea General de la ONU para promover un mapa del “nuevo Medio Oriente”, centrado en Israel. Esta fue una crítica intencional a su difunto rival Peres, quien acuñó esa frase después de firmar los acuerdos de Oslo. “Creo que estamos en la cúspide de un avance aún más dramático: una paz histórica con Arabia Saudita”, alardeó Netanyahu en su discurso. Los palestinos, dejó claro, se habían convertido en una idea de último momento tanto para Israel como para la región en general. “No debemos dar a los palestinos derecho de veto sobre nuevos tratados de paz”, dijo. “Los palestinos son sólo el dos por ciento del mundo árabe”. Dos semanas después, Hamás atacó, destrozando los planes de Netanyahu.
DESPUÉS DE LA EXPLOSIÓN
Netanyahu y sus partidarios han tratado de quitarse la culpa del 7 de octubre. El primer ministro, argumentan, fue engañado por los jefes de seguridad e inteligencia que no lo informaron sobre una alerta de último minuto de que algo sospechoso estaba sucediendo en Gaza (aunque incluso estas señales de alerta fueron interpretadas como indicaciones de un pequeño ataque, o simplemente ruido). “Bajo ninguna circunstancia y en ningún momento se advirtió al Primer Ministro Netanyahu sobre las intenciones de guerra de Hamás”, escribió la oficina de Netanyahu en Twitter varias semanas después del ataque. “Por el contrario, la evaluación de todo el escalón de seguridad, incluido el jefe de la inteligencia militar y el jefe del Shin Bet, fue que Hamás estaba disuadido y estaba buscando un acuerdo”. (Más tarde se disculpó por la publicación).
Pero la incompetencia militar y de inteligencia, por deprimente que fuera, no puede proteger al primer ministro de la culpabilidad, y no sólo porque, como jefe de gobierno, Netanyahu tiene la responsabilidad última de lo que sucede en Israel. Su imprudente política de antes de la guerra de dividir a los israelíes hizo al país vulnerable, tentando a los aliados de Irán a atacar a una sociedad dividida. La humillación de los palestinos por parte de Netanyahu ayudó a que el radicalismo prosperara. No es casualidad que Hamás denominara su operación “inundación de Al Aqsa” y presentara los ataques como una forma de proteger Al Aqsa de una toma de poder judía. Proteger el lugar sagrado musulmán fue visto como una razón para atacar a Israel y enfrentar las inevitablemente nefastas consecuencias de un contraataque de las FDI.
El público israelí no ha absuelto a Netanyahu de la responsabilidad del 7 de octubre. El partido del primer ministro se ha desplomado en las encuestas y su índice de aprobación también, aunque el gobierno mantiene una mayoría parlamentaria. El deseo de cambio del país se expresa en algo más que simples encuestas de opinión pública. El militarismo ha vuelto al otro lado del pasillo. Los manifestantes anti-Bibi se apresuraron a cumplir con sus deberes de reserva a pesar de las protestas, mientras los antiguos organizadores anti-Netanyahu suplantaron al disfuncional gobierno israelí en la atención a los evacuados del sur y el norte del país. Muchos israelíes se han armado con pistolas y rifles de asalto, ayudados por la campaña de Ben-Gvir para flexibilizar la regulación de las armas pequeñas privadas. Después de décadas de declive gradual, se espera que el presupuesto de defensa aumente aproximadamente un 50 por ciento.
Sin embargo, estos cambios, aunque comprensibles, son aceleraciones, no cambios. Israel sigue el mismo camino por el que Netanyahu lo ha guiado durante años. Su identidad es ahora menos liberal e igualitaria, más etnonacionalista y militarista. El lema “Unidos por la Victoria”, que se ve en cada esquina, autobús público y canal de televisión de Israel, tiene como objetivo unificar la sociedad judía del país. La policía ha prohibido repetidamente a la minoría árabe del estado, que apoyó abrumadoramente un rápido alto el fuego y el intercambio de prisioneros, realizar protestas públicas. Docenas de ciudadanos árabes han sido acusados legalmente por publicaciones en las redes sociales que expresaban solidaridad con los palestinos en Gaza, incluso si las publicaciones no apoyaban ni respaldaban los ataques del 7 de octubre. Mientras tanto, muchos judíos israelíes liberales se sienten traicionados por sus homólogos occidentales que, en su opinión, se han puesto del lado de Hamás. Están reconsiderando sus amenazas anteriores a la guerra de emigrar lejos de la autocracia religiosa de Netanyahu, y las empresas inmobiliarias israelíes anticipan una nueva ola de inmigrantes judíos que buscan escapar del creciente antisemitismo que han experimentado en el extranjero.
Y al igual que en tiempos anteriores a la guerra, casi ningún judío israelí piensa en cómo podría resolverse pacíficamente el conflicto palestino. La izquierda israelí, tradicionalmente interesada en buscar la paz, está ahora casi extinta. Los partidos centristas de Gantz y Lapid, nostálgicos del viejo Israel anterior a Netanyahu, parecen sentirse como en casa en la nueva sociedad militarista y no quieren arriesgar su popularidad general respaldando negociaciones de territorio por paz. Y la derecha es más hostil hacia los palestinos que nunca.
Netanyahu ha equiparado a la Autoridad Palestina con Hamás y, al momento de escribir este artículo, ha rechazado las propuestas estadounidenses de convertirla en el gobernante de Gaza de posguerra, sabiendo que tal decisión reviviría la solución de dos Estados. Los amigos de extrema derecha del primer ministro quieren despoblar Gaza y exiliar a sus palestinos a otros países, creando una segunda nakba que dejaría la tierra abierta a nuevos asentamientos judíos. Para cumplir este sueño, Ben-Gvir y Smotrich han exigido que Netanyahu rechace cualquier discusión sobre un acuerdo de posguerra en Gaza que deje a los palestinos a cargo y exigieron que el gobierno se niegue a negociar para una mayor liberación de rehenes israelíes. También se han asegurado de que Israel no haga nada para detener nuevos ataques de colonos judíos contra residentes árabes de Cisjordania.
Si el pasado sirve de precedente, el país no está del todo desesperado. La historia sugiere que existe la posibilidad de que el progresismo regrese y los conservadores pierdan influencia. Después de grandes ataques anteriores, la opinión pública israelí inicialmente giró hacia la derecha, pero luego cambió de rumbo y aceptó compromisos territoriales a cambio de la paz. La Guerra de Yom Kippur de 1973 finalmente condujo a la paz con Egipto; la primera intifada, que comenzó en 1987, condujo a los acuerdos de Oslo y la paz con Jordania; y la segunda intifada, que estalló en 2000, terminó con la retirada unilateral de Gaza.
Pero las posibilidades de que esta dinámica se repita son escasas. No existe ningún grupo o líder palestino aceptado por Israel como lo fueron Egipto y su presidente después de 1973. Hamás está comprometido con la destrucción de Israel y la Autoridad Palestina es débil. Israel también es débil: su unidad en tiempos de guerra ya se está resquebrajando, y hay muchas probabilidades de que el país se desintegre aún más cuando los combates disminuyan. Los anti-Bibistas esperan acercarse a los bibistas decepcionados y forzar una elección anticipada este año. Netanyahu, a su vez, avivará los temores y profundizará. En enero, familiares de rehenes irrumpieron en una reunión parlamentaria para exigir que el gobierno intentara liberar a sus familiares, parte de una batalla entre israelíes sobre si el país debería priorizar la derrota de Hamás o hacer un trato para liberar a los cautivos restantes. Quizás la única idea en la que hay unidad es la de oponerse a un acuerdo de tierras por paz. Después del 7 de octubre, la mayoría de los judíos israelíes están de acuerdo en que cualquier nueva cesión de territorio dará a los militantes una plataforma de lanzamiento para la próxima masacre.
Entonces, en última instancia, el futuro de Israel puede parecerse mucho a su historia reciente. Con o sin Netanyahu, la “manejo de conflictos” y “cortar el césped” seguirán siendo políticas de Estado, lo que significa más ocupación, asentamientos y desplazamientos. Esta estrategia podría parecer la opción menos arriesgada, al menos para un público israelí marcado por los horrores del 7 de octubre y sordo a las nuevas sugerencias de paz. Pero esto sólo conducirá a más catástrofe. Los israelíes no pueden esperar estabilidad si continúan ignorando a los palestinos y rechazando sus aspiraciones, su historia e incluso su presencia.
Ésta es la lección que el país debería haber aprendido de la antigua advertencia de Dayan. Israel debe tender la mano a los palestinos y entre sí si quieren una coexistencia habitable y respetuosa.
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