El gobernador porteño de la provincia de Buenos Aires, Axel Kicillof, nos sorprende esta mañana con declaraciones (al menos) polémicas que señalan: “Piden volver a la normalidad. La normalidad no existe más. Es un sueño, una fantasía o un suicidio colectivo”. El mismo que, con todo desparpajo, afirma que los edificios de la Ciudad de Buenos Aires son peligrosos porque tienen porteros eléctricos y la gente “apoya el dedo” en estos. Tal vez su profundo desconocimiento de la provincia de Buenos Aires le impida saber que en todas las localidades de su reciente distrito también hay edificios con semejante arma bacteriológica.
Martín D’Alessandro, en un gran artículo sobre “Liderazgo político” (1), citando a James MacGregor Burns, explica una tipología de liderazgo a partir de tres tipos: laissez-faire o liberal (usando el término sin connotaciones ideológicas), es aquel donde el líder prefiere no involucrarse en el día a día de la gestión y permite a su equipo trabajar con libertad y eficacia. La ventaja es en este caso que él líder puede dedicarse a “hacer política” (Carlos Menem, Cristina Kirchner y Mauricio Macri fueron presidentes que delegaron en sus equipos mucho de la gestión). El segundo tipo es el liderazgo transaccional, todo lo contrario del anterior. El líder nunca pierde las riendas de su equipo, es pragmático, se centra en el día a día de los problemas, aunque no logra tener una perspectiva global de a dónde quiere llevar a su sociedad. Forzando las comparaciones, Néstor Kirchner y su gestión “radial” (como el mismo la denominaba), pero también Fernando De La Rúa o Eduardo Duhalde integran ese club (atentos, el control total puede llevar a inmovilismo de la gestión). Por último, existe el líder transformista. Este no “coordina ni gerencia”. Su característica principal es que inspira, “tiene una visión de cómo debe ser la sociedad y hace lo necesario para transformarla”. Aunque a veces esta sociedad no lo entienda. Raúl Alfonsín, en 1983, fue lo más parecido que tuvimos a ese tipo de liderazgo. Su ética de la esperanza, después de la mayor tragedia histórica del siglo XX en nuestro país, inspiró a una sociedad a volver a creer en el futuro.
Tal vez esa misma sociedad no lo acompañó o no tuvo la paciencia necesaria o se le terminó esta cuando la economía dejó de funcionar. Hace unos días, Jorge Fernández Díaz, en un artículo que tituló “Como ser progre sin ser tonto o miserable”, dedicado al partido neokirchenrista español Podemos, recuerda un almuerzo compartido con el filósofo de izquierda liberal Antonio Escohotado y con el exvicepresidente del gobierno español Alfonso Guerra, donde este último suspira resignado sobre Raúl Alfonsín: “¡Que solo estaba aquel hombre!”. Pongamos en contexto la frase: un rato antes alguien deslizó en dicha charla un interrogante demoledor: “¿Qué hicieron bien los ingleses para parir Canadá y qué hicieron mal los españoles para parir Argentina?”.
Esta crisis nos enfrenta a una ausencia de líderes transformistas. Aquellos necesarios en momentos donde la sociedad zozobra. De un día para el otro el mundo aceptó un encierro distópico. Por suerte, en muchos países entraron a dicha cuarentena con estrategias de salida más o menos claras. En muchos no solo volvió la gente a las calles sino también empiezan a planificar el regreso a la escuela. Ya sea por el trabajo de líderes transaccionales o liberales, el Estado encara la vuelta a una mal llamada “nueva normalidad” mientras se espera un tratamiento exitoso, una vacuna o que la enfermedad desaparezca, como van demostrando las curvas.
Sin embargo, nuestro país parece inmerso en una cuarentena extendida sin plazos. El presidente, asesorado principalmente por epidemiólogos, no logra o no quiere salir de su propio encierro. Algunos gobernadores empiezan a buscar modos de reactivar sus economías: el enfrentamiento que señalábamos entre Jabba The Hut y el Leviatán, según la modalidad que apliquen. Todos tienen un espejo cercano donde medir sus propias estrategias: la catástrofe de Brasil o la racionalidad uruguaya en los extremos cercanos.
Sin embargo, nadie ha militado con tanto énfasis un modelo de desesperanza eterna como el actual gobernador de la provincia más importante del país. Su frase, con la que comenzamos el artículo, atenta contra el gregarismo social (hominus gragarius decía una profesora de latín sobre lo que éramos, aunque el gobernador podrá corregirme si me equivoco, ya que su paso por el Nacional Buenos Aires incluyó seguramente largas horas de estudio de dicha lengua). Puede que haya lanzado dicha infeliz afirmación aun nervioso por los reclamos de su base electoral un día antes recorriendo un barrio del conurbano (“No tenemos comida”, “no tenemos trabajo”, le recordaban mientras él solo atinaba a saludar con los dedos en V). O puede, lamentablemente, que esté inaugurando una ética de la desesperanza.
Lo que el gobernador no sabe es que ante una coyuntura como esta, el tiempo político será de aquellos que inspiren racionalidad y esperanza. Como cuando Alfonsín llamó a llenar las urnas de votos (en otras circunstancias y sin banalizar el mal en la comparación, claro), de a poco y con responsabilidad ciudadana, llenaremos las plazas de niños.
(1) D’Alessandro, Martín: “Liderazgo político”, en Aznar, Luis y De Luca, Miguel, Política, cuestiones y problemas, Buenos Aires, Cengage, 2010.