La paradoja del catálogo es una versión coloquial del cuestionamiento del filósofo Bertrand Russell a la teoría de los conjuntos. Alguien sostuvo la necesidad de hacer un catálogo de los catálogos que no se incluyen a sí mismos. La pregunta que surgió entonces fue: ¿este catálogo se debe o no incluir? La duda era muy pertinente porque si no se incluía estaría faltando dentro del catálogo de los que no se incluyen a sí mismos y, por ende, sería incompleto, pero si se incluía el catálogo contendría un error, ya que estaría mencionado dentro de los catálogos que no se mencionan a sí mismos uno que sí lo hace.
Con la antipolítica sucede una paradoja semejante. Quienes la esgrimen operan en ese preciso instante una mutación: se convierten en políticos.
Si bien Hipólito Yrigoyen fue un precursor de la antipolítica y tenía un relacionamiento conflictivo con el Congreso, fue con Juan D. Perón con quien se trazó más nítidamente esta estratagema. Entre 1943 y 1946, Perón elabora su llegada al poder. Desde el cuartel llega al Estado como antipolítica, diciendo que la política fue lo que envileció a la patria. En ese período hubo muchos discursos de Perón en que postulaba una antinomia consistente en un “Nosotros” (los soldados: impolutos, patriotas, incontaminados) en oposición a un “Ellos” (los políticos: oscuros, antipatria y corruptos). Abandona el cuartel para cumplir un deber, casi como un acto sacrificial.
Basta leer la proclama de la revolución del 4 de junio de 1943: los soldados, que advierten la degradación, “deciden cumplir con el deber de esta hora, que les impone salir en defensa de los sagrados intereses de la patria”. El ejército abandona los cuarteles porque es sensible al clamor popular. En esa emergencia se produce la unificación de Patria (el soldado que sale del cuartel), Pueblo (que convoca a los soldados) y Estado (que el ejército ocupa para cumplir la misión que el pueblo le estaría reclamando).
Pero lo curioso es que en ese pasaje Perón, como portavoz del ejército, llega para llenar un lugar vacío y, automáticamente, se convierte en lo que critica: un político. Perón llama a la unión nacional porque los políticos dividen y prometen lo que luego no cumplen. Por eso el famoso lema: “Mejor que prometer es realizar”. A los políticos tradicionales, sus adversarios, los construye como enemigos de la verdad y les inflige todo tipo de insultos y ofensas: los llama oligarquía, clasistas, explotadores, patronal opresora, privilegiados, egoístas. Sostiene que harán todo lo posible para frenar los cambios que el peronismo quiere impulsar. Retóricamente los anula. En un recordado discurso llegó a decir: “Ningún argentino de bien puede negar su coincidencia con los principios básicos de nuestra doctrina sin renegar primero de la dignidad del ser argentino.”
Como se ve, la argamasa del peronismo, que llega como antisistema, es la maniobra clásica de toda retórica política: abolir al adversario, negarle la palabra por medio de una reestructuración de lo que está en juego. Si admitía que lo que estaba en juego era democracia o autoritarismo, entonces lo que decía el adversario republicano, el radicalismo, podía ser razonable. Por eso Perón establece otra delimitación: lo que está en juego es la justicia social y, por ende, los que no son peronistas son intrínsecamente injustos y deben ser silenciados.
Pero la caja de herramientas que usa sigue siendo la de la política tradicional. A tal punto es así que cuando vuelve al poder, en 1973, produce una insólita torsión y dice: “Nosotros, los políticos, la civilidad, frente a Ellos, la camarilla militar”, llegando incluso a pensar una fórmula mixta con Ricardo Balbín, que finalmente fracasa.
La irrupción por estos días de un nuevo personaje antisistema, Javier Milei, vuelve a mostrar los mismos paradigmas y los mismos límites. Hay de vuelta un Nosotros virtuoso (los que venimos de afuera, de la cátedra, del rock, del fútbol) y un Ellos maldito, la “casta” (los políticos ladrones, “los mismos de siempre”). Su llegada pretende apoyarse, como en 1943, en el descrédito de la política, por la alternancia de gobiernos que no consiguen soluciones, por un Congreso que luce como una “escribanía” del Poder Ejecutivo y por jueces que no imparten justicia.
Estas apariciones gozan además de una capa impermeabilizante: estigmatizar la antipolítica en nombre de la defensa de la política tradicional es una operación que está condenada al fracaso de antemano. ¿Cómo, en medio de una crisis, convencer a alguien de que no ceda a la tentación de algo excitante y aparentemente novedoso ofreciéndole, a cambio, que se aferre a lo viejo y rutinario? Es decir que quienes se oponen a Milei se encuentran frente a un acertijo difícil de descifrar.
Pero a su vez, Milei se enfrenta a la dificultad de hacer política desde un lugar incómodo. ¿Cómo cuidar los votos, cómo fiscalizar, si no es desde la política? ¿De dónde sacar los fondos para hacer campaña? ¿Dónde reclutar un plantel de funcionarios que tenga alguna idea de cómo se gestiona el Estado? Cuanto más se acerca al poder más señales de gobernabilidad se le exigen, por lo cual el candidato “antipolítica” no tiene más remedio que buscar recursos humanos y económicos en el único yacimiento existente: “la casta”.
Así, busca a economistas y punteros del peronismo noventista; llama a Guillermo Francos, un dirigente que se inició con “Paco” Manrique y luego pasó por casi todos los partidos políticos. Se nutre con lobistas de un grupo prebendario donde asesoró; rellena sus listas con personajes del massismo; y termina recalando en Luis Barrionuevo, de quien se podría decir cualquier cosa menos que no es “casta”. Cuatro décadas aferrado al sillón de un sindicato, eterno negociador de radicales y peronistas, socio de algunos clásicos Cardenales Richelieu de la política, es algo así como el oscuro epítome de la transa. Pues bien, Barrionuevo le ofrece una estructura para fiscalizar y tal vez una incierta promesa de gobernabilidad; a cambio: domestica al “león”.
Ya sea que el sistema esté preparado para metabolizar y deshidratar a los antisistema, convirtiéndolos en establishment domado y obediente tan pronto asoman, o bien que se trate de una triquiñuela deliberada para conquistar adeptos, por lo cual no bien avanzan se incorporan al sistema que declaman detestar, lo cierto es que se trata de una ilusión, de un espejismo. Así como Alejo Carpentier muestra en El siglo de las luces que toda revolución fatalmente se termina esclerosando y se convierte en régimen, el “antisistema” no es sino una parte del “sistema”, al que a menudo empobrece. Es un placebo que distrae y elude el verdadero tratamiento.
Publicado en Clarín el 19 de octubre de 2023.