La gestión minimalista que Javier Milei practicó hasta aquí, en vez de dar un salto de calidad para convertirse en su versión 2.0, más potente y articulada, tras hacerse de las leyes que necesitaba, corre el riesgo de consumirse, sin ninguna originalidad, en una nueva edición de la ya archiconocida e inútil batalla contra el dólar. Y por demostrar que “su cotización paralela no mueve el amperímetro porque es la de un mercado muy chiquito”. Una frase que, cuando la pronunció Luis Caputo en conferencia de prensa el viernes pasado, debe haber hecho más que todos los informes de economistas escépticos o desconfiados del país por empujar a los inversores a dolarizarse.
Y si lo siguen haciendo, día tras día, y los exportadores se niegan a liquidar, y el Fondo a prestar más plata, mientras el gobierno no cambie de enfoque en la materia, será porque no ven ningún motivo para esperar que esta vez la disputa en cuestión pueda terminar de forma muy distinta que la infinidad de veces en el pasado que sacudió de sus ensoñaciones a los predecesores de Milei y de Caputo: con una rendición más o menos rápida y más o menos desprolija y costosa ante lo inevitable.
Es que, a diferencia de los otros contendientes con los que el presidente ha venido peleándose, los ñoquis del Estado, los universitarios, los sindicalistas, los piqueteros, Cristina, Macri, los radicales, los periodistas, Lula, el colectivismo, la agenda 2030, y por encima de todos ellos, los “economistas fracasados que me critican sin autoridad, porque no tienen los votos que yo tengo”, tal como Milei los definió en TN el domingo pasado, el dólar es tan maldito que le alcanza con sacudirse un poco para impugnar no un aspecto secundario del programa de gobierno, sino su promesa más esencial: la de que ya estamos en camino de lograr una macroeconomía sana y estable. Y su pretensión de desinflar todas las demás demandas con que se ha cargado al Estado, atendiendo a esa muy básica de terminar con la incertidumbre y la estafa monetaria.
Un problema más complejo
La gestión minimalista de Milei no era más que una solución inicial y transitoria de los problemas que él debe resolver, no un buen criterio estratégico para guiar sus pasos en el mediano y largo plazo; y que si él quiere tener éxito incluso en lo más básico e irrenunciable, como lidiar con el dólar, necesariamente tendrá que hacer mucho más que desinflar demandas, debe construir instituciones públicas, algo que no se hace discurseando, ni para lo que alcanza siquiera con aprobar leyes en el Congreso con un poco de toma y daca, exige gestión y ampliar consensos.
Pongamos este problema en perspectiva, para entender mejor el dilema que enfrenta Milei, más y más forzado, a medida que pasa el tiempo, a sacrificar al menos parte de lo que hasta acá le funcionó, y hacer cosas que no le gustan, pero son cada vez más necesarias.
El descrédito del Estado en manos de los K sirvió para que el credo libertario impusiera su máxima: el Gobierno debe asegurar solo el marco de convivencia y una macroeconomía ordenada, de lo demás se ocupa cada uno; o, en todo caso, que se ocupen los gobernadores e intendentes que, por suerte para aquél, son todos de los demás partidos. Es lo que el presidente le viene diciendo, cada vez que puede, a los empresarios: “Son uds. los que tienen que invertir, producir y competir, yo no lo voy a hacer”. Y, por elevación, es un mensaje que dirige a toda la sociedad: “No voy a volver a caer en la trampa estatista, la educación, la salud, la infraestructura no está ni va a estar en mis manos proveerlas”.
Pero este principio alcanza para empezar un plan de estabilización. No para sostenerlo en el tiempo. Porque a medida que se aleja la emergencia, al menos algunas de las demandas desactivadas vuelven. Y más todavía porque consolidar la deflación exige cosas imposibles de hacer unilateralmente y con el solo concurso de un par de funcionarios y áreas de la cartera de Economía.
Por eso no fue casual que, tras sortear la prueba del Congreso con la ley Bases y el paquete fiscal, Milei quedara ante el desafío de hacer funcionar de una vez por todas su gestión de gobierno más allá de esos estrechos límites iniciales. Sobre todo en áreas donde no había tomado ninguna iniciativa, más que recortar gastos, o peor, siguió pagando sueldos y demás cuentas como si nada, sin exigir nada a cambio, porque prefiere que el Estado no intervenga ni ofrezca soluciones, que entiende son una trampa y un engaño.
Funcionarios y programas de acción
Porque incluso para la mera tarea de desmantelar el Estado intervencionista heredado se necesitan funcionarios y programas de acción. Lo demostró el propio presidente cuando empezó a cavilar sobre la idea de una cartera de desregulación o modernización, o como termine bautizándola, bajo el mando de Federico Sturzenegger. Y, por la forma en que manejó este asunto, reveló justamente lo precario y torpe de su desempeño en las tareas que se van volviendo más vitales para su éxito.
Lo que podía ser un paso adelante hacia la versión 2.0 de su gestión se volvió, así, un penoso entuerto alrededor de las atribuciones de la nueva cartera, el posible debilitamiento de Economía y su ministro, y la remota chance de que hubiera cooperación entre unos y otros. Y Milei, en vez de actuar rápido para desactivar todos esos recelos y sospechas, estiró las cosas por semanas, sin darle una solución y dejando correr todo tipo de versiones, que desgastaron a los involucrados. De manera que ahora, si Sturzenegger termina teniendo muchas atribuciones, todos concluirán que venció a Caputo y este está, sino de salida, al menos en la picota, y si el nuevo ministro en cambio tiene pocas responsabilidades, va a quedar mellada su autoridad para impulsar iniciativas aún en las que le toquen. Difícilmente haya una salida ventajosa para todos.
Con el planteo del presidente sobre el supuesto sinsentido de atender las objeciones que cada vez más economistas plantean sobre su manejo del cepo y la devaluación al 2% mensual del dólar oficial pasa un poco lo mismo. Él parece convencido de que le conviene manejar el asunto como si no fuera más que un nuevo round en su eterna batalla electoral y comunicacional contra los “representantes del fracaso”. Y entonces les dice a esos economistas que “nunca pegan una con sus pronósticos”, que cuando estuvieron en la gestión lo hicieron muy mal, o directamente, en el colmo del absurdo, que no tienen votos. Cuando el problema es que esa gente, a pesar de esas limitaciones, que pueden ser más o menos ciertas y pertinentes según los casos, siguen prestándole atención los operadores, los inversores, los organismos internacionales y hasta los propios funcionarios de Economía y asesores del presidente en la materia, porque manejan datos y aplican criterios técnicos imposibles de ignorar.
Y, lo que es peor, contra ellos no aplica la desinflación de demandas sobre el Estado. Ellos interpelan al gobierno en lo que el propio gobierno dice que es su compromiso irrenunciable. Así que no tiene mayor sentido querer callarlos. Al menos, no tiene más sentido que la frase de Toto Caputo del viernes pasado, que “el dólar blue es el de un mercado insignificante”.