Cuando gentes que se dicen liberales aparecen armados con motosierras que prometen recortar las instituciones, acabar con la integración regional y romper toda forma de cooperación internacional sería bueno recurrir a las fuentes.
Para empezar, el más insigne de los liberales argentinos, Alberdi, cuya contribución a la construcción de instituciones republicanas fue decisiva para el período de prosperidad que nos llevó a ser uno de los diez países más ricos del mundo entre 1853 y 1945. Las Bases de Alberdi (1852) son suficientemente conocidas como para insistir en ellas y en el rol central de las instituciones en el desarrollo económico, pero no está de más mencionarlas para evitar que un uso impropio de la motosierra no recorte las mafias corporativas empresariales, políticas y sindicales, sino la República.
Menos conocido es El crimen de la guerra (1871), la gran obra de la madurez alberdiana. Para 1870, la guerra de la Triple Alianza había concluido, el Paraguay había sido devastado, y en Europa, la franco-prusiana anunciaba la agudización del conflicto que detonaría dos conflictos mundiales.
Alberdi redactó un texto en el que, un siglo y medio atrás, señalaba el advenimiento de una sociedad mundial e identificaba el motor tecnológico que lo impulsaba: “La opinión del mundo… se ha vuelto un hecho posible y práctico desde que la prensa, la electricidad y el vapor se han encargado de recoger los votos del mundo entero sobre todos los debates que lo afectan”.
A esta nueva escala de organización de los asuntos humanos, Alberdi la llama “pueblo-mundo” y propone su extensión al campo político: “La gran faz de la democracia moderna es la democracia internacional; el advenimiento del mundo al gobierno del mundo”.
Resuenan aquí las extraordinarias anticipaciones de otro gran liberal, Kant, en La paz perpetua (1795). Pero Alberdi va más allá y propone un marco institucional global: “¿Qué causa pondrá fin a la repetición de los casos de guerra entre nación y nación?… El derecho internacional será una palabra vana mientras no exista una autoridad internacional capaz de convertir ese derecho en ley y de hacer esta ley un hecho… El problema del derecho internacional no consiste en investigar principios sino en encontrar la autoridad que los promulgue y los haga observar como ley”. En otras palabras: un Parlamento y una Justicia mundiales.
Los fundamentos de la creación de la Corte Internacional de Justicia (1945) y de la Corte Penal Internacional (2002) están contenidos en este planteo, del que no escapan a Alberdi las consecuencias: “Lo que sucede en la historia de cada Estado tiene que suceder en la formación de esa especie de estado conjunto de estados que ha de acabar por ser la confederación del género humano… Han de aparecer instituciones internacionales encargadas de decir y reglar, en nombre de la autoridad soberana del mundo-unido, las diferencias abandonadas hoy a la pasión y al egoísmo de las partes interesadas en servirse del daño ajeno”.
Federalista en patria, 74 años antes de la creación de la ONU a Alberdi no le parecía suficiente el sistema confederal elegido en 1945: “Es preciso que las naciones de que se compone la humanidad formen una especie de sociedad o de unidad para que su unión se haga capaz de una legislación y de un gobierno más o menos común… Que las naciones tienden o gravitan hacia la formación de una sola y grande nación universal… no deja lugar a dudas”.
En la primera mitad del siglo XX, la profecía alberdiana y el liberalismo internacional tendrían una rotunda desmentida en la Historia. Son notorios los efectos de esa derrota, que vuelven a verificarse hoy en el aumento de las tensiones internacionales, la incapacidad para proteger bienes comunes mundiales como la paz y el medio ambiente, y la imposibilidad de regular la proliferación de fenómenos globales de consecuencias potencialmente disruptivas, como las migraciones, los flujos financieros, las pandemias, la proliferación nuclear y el desarrollo de tecnologías -como la Inteligencia Artificial General- sobre las cuales nuestra capacidad de control es mínima.
Lamentablemente, el libertarianismo conservador y nacionalista de la motosierra, disfrazado de liberalismo pero contradictorio con sus principios, no solo objeta la construcción de instituciones regionales y mundiales sino la modesta Agenda 2030; como si ignorara que los crímenes totalitarios nunca fueron cometidos por instituciones internacionales sino por estados nacionales que reclamaban una soberanía absoluta. Ein land, ein Reich, ein führer (Una tierra, un reino, un líder). En cambio, para Alberdi la soberanía no es un objeto de suma cero: “La soberanía del pueblo-mundo [es] garantía de la soberanía nacional… La idea de la patria no excluye la de un pueblo-mundo, la del género humano formando una sola sociedad superior y complementaria de las demás”.
La conciencia sobre la necesidad de construcción de instituciones federales supranacionales en una sociedad humana unificada por la tecno-economía pero gobernada por cientos de estados nacionales soberanos no se detendría. Y uno de sus mejores enunciadores sería Lionel Robbins, padre fundador de la escuela austríaca y mentor de Friedrich A. Hayek.
En Las causas económicas de la guerra (1968), Robbins analizó los mecanismos económicos que la provocan y concluyó que las soberanías nacionales absolutas y la anarquía internacional resultante la hacen inevitable, por lo que propuso la aplicación del modelo federal a nivel mundial. Pero esto es tema para un próximo artículo. Por ahora, ¡cuidado con la motosierra!
Publicado en Clarín el 8 de octubre de 2023.
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