La Argentina no está en condiciones de introducir un ingreso básico universal, pero debe considerar una opción realista: un piso universal de ingresos que elimine la pobreza extrema.
En los últimos días el presidente Alberto Fernández y el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo, esbozaron en los medios la posibilidad de implementar una renta universal básica. La iniciativa está lejos de ser universal (apunta a hogares de bajos ingresos), pero abre la puerta del debate sobre la protección social en el país.
¿Qué es el ingreso básico universal? En su versión clásica, es una transferencia del Estado, de carácter mensual, suficiente para cubrir las necesidades básicas, sin exigir una contraprestación e independientemente de la situación económica de cada individuo: la reciben todos. En su versión más acotada, esta asignación subsumiría todas las transferencias monetarias, eliminando duplicaciones y exclusiones de la red de protección social.
La idea circula desde hace tiempo en la academia y en el ámbito público, con justificaciones tanto políticas como sociológicas y éticas. La evidencia práctica, en cambio, es fragmentaria: experimentos (no universales) en ciudades de Estados Unidos, Canadá o Finlandia, o en poblaciones indigentes de África; distribución de la renta de los recursos naturales en Alaska (a través de su Permanent Fund), o mediante la emisión de una cuasimoneda para uso local (el mambuyá) en la ciudad brasilera de Maricá.
La utilización del calificativo universal, en el caso de Argentina y de toda América Latina —la región más desigual del planeta— tiene que ver más con una construcción argumental que con la realidad práctica. Las vías de financiamiento de este ingreso implicarían tomar más deuda o una reforma integral del sistema impositivo, en el que aproximadamente un 70% de la población se vería beneficiada, un 20% quedaría igual y el 10% más rico “perdería”, es decir, aportaría más dinero que el que recibiría en concepto de renta básica.
En nuestro país más de 9 millones personas solicitaron el Ingreso Familiar de Emergencia. Estas medidas representan un desafío urgente: el Gobierno no tiene los recursos para sostener una asignación que hoy representa el 2% del PBI, pero, para muchas de las familias beneficiadas, la necesidad de este ingreso excede el período de la emergencia. Está claro que es necesario repensar los abordajes tradicionales de la ayuda social para la inclusión efectiva –y fiscalmente sostenible– de miles de familias que, literalmente, viven al margen.
La realidad nos marca que si no hay voluntad política para reorganizar el caos deliberado que representa la política social actualmente, todas las declaraciones, por más atractivas que sean, no se traducirán en políticas de Estado que trasciendan una gestión de gobierno. No es la primera vez que en la Argentina se hacen anuncios altisonantes que terminan en nada –o derrapan en esquemas clientelares y proselitistas que conspiran contra la extensión de derechos. El gasto social es un frente “ideal” para este tipo de manipulaciones.
Decía Winston Churchill que la diferencia entre un político y un estadista es que el primero piensa en las próximas elecciones, mientras que el segundo se ocupa de las próximas generaciones. La Argentina es un buen ejemplo, con presidencias que privilegiaron una estructura de acumulación de poder y corrupción antes que el bienestar de millones de personas. Las declaraciones y acciones del Gobierno en las últimas semanas apuntan en esta dirección.
En el marco de una crisis que amplifica los errores económicos y la inequidad de la Argentina, sería imperdonable sacrificar una vez más a los sectores más vulnerables en pos de un relato proselitista.
Para dejar de ser el reino de las oportunidades perdidas, la Argentina debe saldar dos asignaturas pendientes que explican el desorden actual y condicionan cualquier reforma de la ayuda social en la Argentina: la transparencia en el diseño de los programas y de la distribución de beneficios, y la inclusión laboral de los beneficiarios que están en condiciones de trabajar. La política social no puede ser clientelista ni reducirse a un cheque.
¿Tiene este Gobierno tiene la apertura y la visión necesarias para construir una política de ingresos para los sectores más desfavorecidos que trascienda el plano de la subsistencia y promueva el acceso a la vivienda, al trabajo, a la educación y la salud?
Desde el radicalismo recogemos el guante y estamos dispuestos a participar de un debate público transversal. Estamos convencidos de que de esta crisis salimos con políticas de Estado y no con una mirada coyuntural limitada a administrar la emergencia.
La pospandemia nos dejará con más personas bajo las líneas de pobreza e indigencia: el apoyo del Estado será esencial para que puedan vivir dignamente. Un piso de ingresos que integre y complete los subsidios focalizados, sostenido en una reforma tributaria global y progresiva que se enfoque en personas y no en hogares (donde hay relaciones de poder que interfieren en la administración del dinero), y que libere a los ciudadanos del estrés económico cotidiano para que puedan buscar opciones laborales dignas, es una idea tentadora y necesaria. Queda mucho por recorrer en este debate antes de llevarla a buen puerto. No la desperdiciemos, como tantas otras veces, en anuncios facilistas con horizonte electoral.
Publicado en Infobae el 16 de julio de 2020.
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