viernes 26 de julio de 2024
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Illia y Tosco

I. Illia y Tosco. Uno fue político; el otro, sindicalista. No voy a decir que fueron amigos; sería muy cómodo, muy fácil, pero no sé si sería verdadero. Prefiero destacar sus afinidades, aquellas que van forjando a pesar de las diferencias. Uno era político; el otro sindicalista; uno era radical, el otro, de izquierda. Uno fue presidente de la República, el otro un dirigente sindical honesto que detestaba a las dictaduras. Para Illia, su uniforme de ciudadano era el traje: el traje y la corbata; para Tosco, su uniforme era el overol: el overol del obrero. Los dos fueron hombres de palabra, íntegros, austeros. Lucharon contra enemigos poderosos y pagaron el precio que correspondía a esas audacias. Ejercieron altas responsabilidades, pero rechazaban el boato del poder y en un tiempo en que los dirigentes solían trasladarse con custodias armadas, ellos lo hacían solos. “La verdadera custodia de un político es su conciencia”, decía Illia.

II. Arturo Umberto Illia nació en Pergamino en los primeros años del siglo pasado; Agustín Tosco, en Coronel Moldes, alrededor de los años treinta. Se llevaban muchos años, pero ya se sabe que las afinidades profundas entre los hombres no dependen exclusivamente del almanaque. Illia fue médico y se instaló en Cruz del Eje. Fue el médico del pueblo. Su única propiedad fue una casa y un auto que lo vendió para operar a su esposa. Tosco estudió en la Universidad Tecnológica Nacional y apenas pasados los veinte años era delegado sindical. Nunca renegaron de sus profesiones: Illia siempre se sintió médico y Tosco obrero calificado. Asumieron sus responsabilidades públicas para servir y no para servirse. Illia era un demócrata liberal y republicano; Tosco, un izquierdista que creía en una sociedad más justa y suponía que Carlos Marx tenía algo importante que decir al respecto. No me consta que alguna vez hayan discutido por estas diferencias. Cuando se conocieron había otras urgencias que atender.
III. Liberal humanista, uno; izquierdista, democrático el otro, se reconocieron no tanto en sus coincidencias ideológicas como en el desprecio que sentían por militares felones y dirigentes sindicales corruptos y traidores. Hay una foto de 1964 en la que se los ve juntos. Están en un palco. Illia como siempre: traje y expresión severa; a su lado, un Tosco con bigotes, muy joven. El presidente de la Nación, Illia, viajó a Deán Funes para inaugurar una central eléctrica. Y es él quien invita a Tosco para que suba al palco. Aún faltaban dos años para el golpe de Estado propiciado por Juan Carlos Onganía, oportunidad en la que Tosco será uno de los primeros en repudiarlo, a contramano de sus colegas que hicieron lo posible y lo imposible para asaltar las instituciones. Es probable que la lucha contra la dictadura de Onganía haya terminado por forjar estas afinidades entre ellos. José Alonso, el dirigente sindical golpista, que luego fue acribillado a balazos por sus compañeros de causa, lo calificó de gorila. Algo parecido había dicho Juan Perón desde Puerta de Hierro. José Ignacio Rucci acusaba a Tosco más o menos de lo mismo. Illia y Tosco, claro está, no eran peronistas. A Illia, el peronismo le recordaba la experiencia que conoció en Europa y lo marcó para siempre: los aullidos de las masas ovacionando al Duce. Tosco detestaba a los sindicalistas peronistas corruptos, traidores a su clase y camanduleros con el poder de turno. Nunca fue peronista ni lo quiso ser. Pero nadie dijo palabras más conmovedoras que Tosco cuando despidió en el cementerio a Atilio López, el dirigente sindical, vicegobernador de la provincia, asesinado por lo señores de las Tres A. Cuando era presidente, Illia almorzaba liviano y salía a caminar por Plaza de Mayo y sus inmediaciones. Ese hábito ciudadano, la certeza de no saberse más que nadie y menos que nadie, fue considerado por sus tenaces enemigos como la manifestación de un hombre senil que conversaba con las palomas de la plaza. Tosco no fue un burócrata, no se enriqueció en el poder y hasta el último día de su vida vivió con lo justo y menos que lo justo. Fue muy querido y muy respetado. Era agradable, inteligente y dueño de un singular sentido del humor.
IV. Haber dirigido el Cordobazo, le significó a Tosco la cárcel. Un abogado lo defendió siempre. Se llamaba Hipólito Solari Yrigoyen, no por casualidad la primera víctima de las Tres A. Illia más de una vez intentó visitarlo. Se lo impidieron. En esos días de enero de 1972 le hace llegar a Tosco algunas consideraciones sobre la actual situación política: “O defendemos el Estado de derecho o aceptamos el Estado de hecho del actual régimen porque pretende transformar al ciudadano en súbdito”. Tosco lee esas declaraciones y le escribe una carta que Solari Yrigoyen entrega a Illia. Allí le dice entre otras cosas “Sé que su limpia trayectoria le da total autoridad moral para emitir ese juicio”. Después vinieron tiempos de canallas. Un jefe de policía con el visto bueno del poder peronista alienta un golpe de Estado en la provincia de Córdoba. Antonio Navarro se llamaba el miserable. Increíble, En una de las provincias más desarrolladas de la Argentina, una asonada policial destituye a sus autoridades. Esto ocurrió en febrero de 1974 y fue un anticipo de lo que sucedería dos años después en este desdichado país. El acto sedicioso en Córdoba no necesitó de la presencia de los militares. A los peronistas les gusta más la policía para esas faenas. Lo aprendieron con Filomeno Velasco. El gobernador y el vice, detenidos, y las instituciones, copadas por jefes policiales. Un detalle importa. El partido Justicialista de Córdoba, las 62 Organizaciones y la Juventud Sindical Peronista avalaron lo sucedido. Y no solo lo avalaron, sino que participaron con singular entusiasmo. Cualquier duda, consultar las Memorias (¿?) de Juan Manuel de la Sota. El partido Justicialista en el orden nacional no se quedó atrás. “Adhesión a la valiente y patriótica actitud tomada por el peronismo de Córdoba en apoyo a su policía”. Conmovedor. Después sucedió lo que todos más o menos conocemos. Perón intervino la provincia, pero Obregón Cano y Atilio López no fueron repuestos. Se designó a un interventor, Duilio Brunello, pero tres meses después les pareció que ese interventor era muy pacífico y entonces designaron al brigadier Raúl Lacabanne para hacer el trabajo sucio. Los compañeros se dieron todos los gustos: llenaron las cárceles de presos políticos, intervinieron los sindicatos, mientras que la versión cordobesa de las Tres A, conocida como “Comando Libertadores de América”, chapoteaba en los charcos de sangre que ellos se regocijaban en derramar.

V. Tosco murió en noviembre de 1975. Era joven, estaba entero, pero una enfermedad que en condiciones normales podría haber sido muy bien atendida, lo llevó a la muerte. La ceremonia en el cementerio sumó multitudes. Trabajadores, estudiantes, intelectuales, fueron a despedir al hombre que sabían íntegro, honrado y valiente. Entre los asistentes a la ceremonia estaba Illia. Don Arturo no era amigo de hablar en cualquier ocasión, pero esta vez consideró que su palabra era necesaria. Y a decir verdad, lo fue, porque en ese momento la voz de Illia representó la voz de la Argentina profunda que expresaba su hartazgo con la dictadura. Conversé pocas veces con Illia. Algunas palabras de ocasión, no mucho más. Con Tosco conversé más seguido. Era cordial, alegre, culto. Y se las aguantaba. La última vez que lo vi fue en el Aula Magna de la Facultad de Derecho. Llegó acompañado de Changui Cáceres y Lito Sorbellini. Aún lo distingo: alto, bien plantado, voz clara, ideas precisas. Fue un formidable orador, alejado de toda retórica demagógica. Uno lo escuchaba a Tosco y le creía. Podía o no estar de acuerdo, pero era imposible ser indiferente a sus palabras. A Illia la última vez que lo vi fue en la biblioteca Moreno. Un acto radical en el que hablaron Aldo Tessio, Raúl Alfonsín y él. Una voz recia, la voz de un hombre que sabe lo que dice y está dispuesto a sostenerlo. Así fue mi despedida con Illia y con Tosco. Uno, en el Aula Magna de la facultad; el otro, en una biblioteca. A veces los lugares que el destino elige para forjar las últimas imágenes dicen más que muchas palabras.

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