lunes 30 de diciembre de 2024
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Ideas actualizadas para los Ideales de Siempre

Introducción

La pandemia que azota el mundo -aún sin saber cuándo termina y cuántas víctimas deberemos lamentar- ya generó la peor crisis económica en un siglo, produjo el primer retroceso registrado en el Índice de Desarrollo Humano que la ONU realiza desde hace treinta años y consolida una nueva década perdida, en términos económicos y sociales, en la Región de América Latina.

Las consecuencias de la Pandemia son múltiples.

Para empezar, nuestras sociedades serán más pobres y más desiguales. Según la CEPAL, en América Latina, al tiempo que el número de pobres se incrementará en 45 millones de personas, casi 3 millones de empresas -una de cada cinco- habrán dejado de existir.

Por otro lado, las demandas sociales crecientes presionan por mayores prestaciones del sector público sumando exigencias a estados que a sus debilidades estructurales le agregan, en el mundo en desarrollo, las dificultades para financiar estos mayores requerimientos presupuestarios.

También, los miedos individuales y las incertidumbres sociales son ambiente propicio para la emergencia o consolidación de liderazgos autoritarios en todos los continentes. De allí que la Internacional Socialista denunciara el  uso  de la pandemia “como pretexto para restringir libertades” y que destacados líderes democráticos y progresistas de América Latina alertaran sobre “los riesgos de una regresión democrática en la Región”.

A continuación, se presentan algunos rasgos distintivos del esquema de poder del movimiento que gobierna nuestro país y las consecuencias de las políticas seguidas por la administración. En el capítulo siguiente se describen los pilares de una propuesta para superar el estancamiento secular y el rumbo de decadencia en la post pandemia y, finalmente, se señalan algunos puntos de la hoja de ruta para la UCR, el partido más antiguo y el más actualizado de nuestro país.

La Pandemia en la Argentina

En nuestro país, la pandemia se desplegó frente a un gobierno recién asumido que se distingue por una anomalía de origen: el núcleo del poder no reside en la casa de gobierno. Una clara evidencia  de ese dato es que las dos principales posiciones políticas, el Presidente y el Gobernador de la Provincia de Buenos Aires, fueron nominados a los cargos que hoy ejercen por quien titulariza el poder en la fuerza política que gobierna: la vicepresidenta.

Esta desviación política se proyecta en el seno de la fuerza que gobierna la que es, por otro lado, ejemplo universal de populismo.

Bajo ese régimen, las principales identidades e intereses se expresan a través de la lógica incluyente-excluyente de la relación amigo-enemigo. Además, al considerarse el movimiento expresión de la voluntad nacional, quienes no lo integran son, por definición, antagonistas inexcusables.

Por otro lado, cuando el movimiento populista está en ejercicio del gobierno no admite discusión sobre el liderazgo, como ilustra con numerosos ejemplos la historia del peronismo.

Así, la anomalía originaria en el dispositivo de poder y el carácter movimientista de la fuerza política que gobierna diseña un paisaje con múltiples actores con capacidad para vetar o neutralizar decisiones de la administración.

En este contexto la primera prioridad, incluso reconocida por el titular de la administración, es la preservación de la unidad del movimiento, antes que la implementación de un programa de gobierno

Esa prelación conduce siempre a intentar un equilibrio, abasteciendo de recursos materiales y simbólicos a la diversidad de factores de poder e influencia que conviven en el movimiento. Por cierto, esa práctica permanente de balanceo y compensación tiene como consecuencia niveles crecientes de incertidumbre y desconcierto sobre el rumbo de los asuntos públicos, especialmente en los actores económicos y sociales.

Esta falta de certezas es de máxima gravedad, como lo sentenció el Prof. Julio H G Olivera, que fuera Rector de la UBA en la década gloriosa de la universidad autónoma argentina, cuando dijo que “en economía es la incertidumbre, antes que el error, lo que produce efectos más duraderos y perniciosos”

El estilo de gobierno populista -que en la definición de Felipe González se caracteriza por “imaginar supuestas soluciones fáciles para problemas complejos y, por cierto, siempre señalando culpables”- reveló, como era previsible, sus carencias en el abordaje de la pandemia.

En efecto, las distintas expresiones populistas en todas las geografías, y la Argentina es una muestra, coincidieron en descreer del saber científico, relativizar las enseñanzas de las mejores prácticas internacionales y, al propiciar una sociedad tutelada desde el poder, rechazar los estilos de gobierno cooperativos.

En nuestro país, destacados dirigentes del oficialismo agregaron una tosca explicación pseudo ideológica responsabilizando al neoliberalismo de la pandemia y, en otros casos, enfatizando la vulnerabilidad del capitalismo frente al virus.

Sobre estas bases conceptuales, la implementación de la estrategia oficial nos ubica entre los países con la peor combinación de resultados sanitarios, económicos y sociales. La caída del producto más que duplicó la de otros países de la región con similar número de fallecidos por millón de habitantes, como Chile y Brasil.

Argentina es, en la región, el segundo país en muertes por millón de habitantes -después de Perú y antes de Brasil- y en materia económica la cuarentena extendida produjo efectos catastróficos. La caída interanual del PIB es de alrededor del 11%, superior al registro del año 2002 con la implosión del régimen de convertibilidad, y más del doble que el promedio mundial. Asimismo, a pesar que el déficit primario fue el más alto desde el Rodrigazo del año 1975 – y el fiscal el mayor desde la instauración democrática de 1983-, la destrucción de puestos de trabajo alcanzó la cifra de 4 millones en el pico de la cuarentena.

Estos resultados, por cierto, refuerzan dramáticamente los registros de pobreza – en el primer semestre del año pasado, según el INDEC, la pobreza, medida por ingresos, alcanza al 41% de la población y al 56% de los niños y niñas menores de 14 años- y desigualdad, agravados por la destrucción de capital humano y el cierre injustificado e irracional de las escuelas.

La Pospandemia

La reversión de las consecuencias de la pandemia está subordinada a la evolución de las condiciones de la economía global – que depende, crucialmente, de mejoras en la gobernanza global- y, en cada país, de la capacidad de los sistemas políticos para procesar, con arreglo a los principios del estado de derecho, los múltiples y diversos impactos negativos.

En nuestra América Latina donde se concentra alrededor de un tercio de los afectados, a las derivaciones de la pandemia se suman las comorbilidades, para usar un término que aprendimos en estos meses, de ser la región más violenta -con menos del 10% de la población global tiene casi un tercio de los homicidios dolosos – y más desigual del planeta -15 de los 26 países más desiguales del mundo están en la región-  que, además, exhibe un marcado déficit en sus capacidades para asegurar integridad en la administración de los asuntos públicos. Todo ello, en el marco de una etapa de riesgosa desconfianza institucional y de una amplia percepción social sobre la reducida efectividad de los gobiernos, como revelan los sondeos de opinión pública y que, por otro lado, también pusieron en evidencia los disturbios sociales en varios países, aún antes del inicio de la pandemia.

En nuestro país, los desafíos inmediatos son aún más exigentes porque, además de las consecuencias de la pandemia, tenemos que afrontar el reto de superar el estancamiento secular de nuestra economía, que es la que más años de retroceso computa en las últimas seis décadas, solo superado por la República del Congo.

La actitud y los resultados de la gestión indican que el movimiento que ejerce el gobierno -más allá de su legitimidad electoral y las mayorías legislativas- es impotente para asumir la agenda de transformación que exige la Argentina de la pospandemia.

Ello es así por:

⁃ su polarizante práctica política

⁃ el extravagante alineamiento internacional que propone

⁃ la desconfianza en las reglas que instrumentan la producción de mercancías y servicios en los países más exitosos promoviendo, en cambio, un capitalismo prebendario y de amigos

⁃ la negación de la vigencia del ordenamiento republicano

⁃ el desdén por los principios del federalismo

⁃ la utilización del recurso del clientelismo como regla en la relación con los ciudadanos y los actores económicos y sociales.

De allí que el objetivo central que debe proponerse esta generación de argentinos es el progreso, entendido como crecimiento económico y cohesión social, en el marco de una mejora sustancial de la convivencia de todos en paz y en libertad.

Ese programa de progreso social exige el pleno y absoluto respeto del estado de derecho, no sólo por mandato de nuestra Constitución Nacional sino porque existe suficiente evidencia acerca de la relación de causalidad entre fortaleza de las instituciones y el desarrollo, con una importancia relativa aún mayor que la propia dotación de recursos naturales.

Una condición de éxito de ese programa es que los argentinos entendamos que el mundo es, antes que un peligro, una oportunidad para que el trabajo y la inteligencia productiva de nuestros compatriotas y empresas pueda desplegarse en toda la geografía nacional.

Del mismo modo, una garantía del compromiso en la vigencia de las reglas de juego que hacen viable el programa del progreso social, debe estar dado por acuerdos que, en sede parlamentaria, formalicen los bloques políticos allí representados.

La superación de la decadencia y el estancamiento está asociada a la puesta en marcha del programa de progreso social asentado en el trípode de fortalecimiento institucional -condición para la convivencia pacífica de los argentinos y causa determinante de los resultados económicos-, integración al mundo -promoviendo los valores de la democracia y los derechos humanos y siendo parte de todas las corrientes de comercio y producción globales- y  formalización de compromisos  -alentando la cultura del diálogo y el acuerdo entre todos los actores políticos con vocación democrática-.

Instituciones

Siempre será necesario insistir en nuestra fundada convicción acerca de que la ajuridicidad explica, en buena medida, las fuentes del retroceso relativo de nuestro país. Esa ajuridicidad se expresó durante décadas a través de las interrupciones institucionales y los golpes de estado, y hoy está presente en el cuestionamiento, por parte de las máximas autoridades, de la división e independencia de los poderes.

Por ello es pertinente alertar que esa desafección por las normas en las conductas individuales produce no solo una anomia social “boba” donde rige la ley del más fuerte sino que, por otra parte, conduce a una degradación lenta y en capítulos de la democracia representativa y el estado de derecho.

Del mismo modo, nuestra certeza sobre la completa amoralidad de la violencia, y nuestra inconmovible creencia en que la democracia es la única regla de juego legítima para dirimir los conflictos en la sociedad, nos obliga a denunciar el acompañamiento a la reivindicación de la lucha armada por parte de dirigentes destacados del movimiento y autoridades del gobierno. Esa actitud oficial y ese posicionamiento político constituye un desgraciado retroceso en el consenso social alcanzado en la posdictadura cuando quedó claro que el fracaso de la experiencia aventurera de la guerrilla fue una equivocación estratégica trágica y no una derrota accidental y contingente.

Integración al mundo

Así como confiamos en las normas como el cemento de una sociedad que aspira a vivir en paz y libertad, entendemos que la realización de nuestro país sólo es posible integrado al mundo, aun cuando este sea -en palabras del Secretario General de la ONU Antonio Guterres  antes de la pandemia- “caótico, con débiles organismos multilaterales y con varios países donde el ejercicio de la soberanía atropella la vigencia de los derechos humanos”.

Esa constatación no puede llevarnos a relativizar la relevancia de los dos procesos que caracterizan los asuntos globales en las últimas décadas: la democratización y la globalización, entendida como la integración creciente de los mercados de mercancías y servicios, tanto reales como financieros.

En efecto, la proporción de personas que viven en países con gobiernos elegidos creció del 1% del total a principios del siglo pasado, a casi 6 de cada 10 habitantes de la población global en la actualidad. Esa dinámica es resultado de la descolonización de la segunda posguerra, el fin de las dictaduras de la Europa mediterránea de finales de los setenta y la implosión de la URSS. En América Latina, la oleada democrática regional iniciada en nuestro país en 1983 hace que hoy 9 de cada 10 latinoamericanos vivan en países con gobernantes elegidos por el voto popular.

La globalización, por su parte, hizo posible la sensible reducción del número de pobres que, según comparaciones homogéneas de la ONU, pasó de ser la mitad de la población a principios de los años 80 a representar el 10% del total en el 2015. Sin embargo, la sensible reducción de la pobreza no nos permite ignorar el crecimiento de la desigualdad hacia el interior de los países, incluidos los de mayor desarrollo relativo -en los EEUU el 1% de la población obtiene el 22% de los ingresos y tiene el 40 % de la riqueza-.  La desigualdad en América Latina es, seguramente, una causa relevante de la desafección política que se expresa en el nivel más bajo de apoyo al sistema democrático, menos del 50%, según los periódicos y comparables sondeos que se realizan desde principios de la década del noventa.

Ahora bien, el mundo pos pandémico acentuará la “desoccidentalización” de la globalización, tendrá una disputa creciente entre las superpotencias por la primacía tecnológica, deberá lidiar con los aumentados desafíos de las migraciones y del crimen transnacional organizado y, también, con las potenciales nuevas pandemias.

El reto de una gobernanza global de mayor calidad y eficacia, que no condene “ab initio” la globalización, debe tener a la Argentina en una posición protagónica, afirmando el valor de las normas, reconstruyendo el papel de los organismos multilaterales -severamente afectados por la presidencia de Donald Trump-, contribuyendo al diseño de reglas en la dimensión financiera de la globalización y asentando el principio de los derechos humanos como religión laica de escala planetaria.

La integración inteligente al mundo es, por otro lado, la llave para salir del estancamiento, dado que la visión mercado internista es inviable por la restricción impuesta por el balance de pagos; y la que solo confía en los recursos naturales ignora la limitada dotación relativa de los mismos, así como sus modestos impactos redistributivos del ingreso.

La integración inteligente al mundo exige la construcción de una alianza social pro exportadora que diversifique contenidos y mercados de manera de conseguir un sostenido crecimiento -logro que  desde el año 1945, sólo pudo conseguirse por cinco años continuados en dos periodos, en la década del sesenta y en los años posteriores al colapso de la convertibilidad-. Es, también, el camino para atender los severos problemas del mercado laboral ya que la mitad de la población no tiene trabajo, o está subocupado o en la informalidad.

Esa integración inteligente al mundo tiene un hito inexcusable en el Acuerdo Birregional UE-Mercosur cuya ratificación parlamentaria está en dudas por las vacilaciones de la administración que combina rancio revisionismo histórico con setentismo “nac and pop” obsoleto y socialismo del siglo xxi con tonada rioplatense.

Las políticas públicas que rechazan el facilismo económico –facilismo que es el rasgo distintivo del anterior experimento populista que consumió todos los stocks de capital-  y la combinación de instituciones sólidas y respetadas junto con integración al mundo, tiene impacto en la generación de riqueza y en su distribución, como lo muestran nuestros vecinos Chile y Uruguay, que pudieron disminuir sensiblemente no sólo el número de pobres, sino también la desigualdad.

Diálogo y compromiso

Por cierto, ese recorrido requiere de una reformulación de la acción política de tipo populista que impone el movimiento que gobierna, hasta hoy dominante en el escenario argentino, caracterizado por la casi exclusiva presencia de la dimensión agonal de la política.

Ese replanteo exige que el diálogo y la cultura del acuerdo entre los actores políticos esté situado en el centro de la escena, desplazando así la imposición y la exclusión, criterios que no son compatibles con una sociedad democrática de avanzada.

El destacado cientista político Daniel Innerarity afirma que gobernar es gestionar la heterogeneidad, para lo cual hace falta una política más racional y cooperativa, que no esté pensada sobre modelos de jerarquía y de control. Su argumento es, siguiendo a J. Habermas, que la política democrática es el conjunto de valores y procedimientos que deben ser equilibrados: entre otros, las elecciones libres, la primacía del derecho, la participación ciudadana, el juicio de los expertos, la protección de las minorías y la rendición de cuentas.

Cierto es que la democracia es el único sistema político que permite redefinir de manera permanente sus objetivos, pero la capacidad transformadora de la democracia depende, crucialmente, de la existencia de acuerdos amplios, antes que de la existencia de escenarios de extrema polarización política.

Concebir el poder como un sitio a conquistar, donde el juego político es de suma cero, denota un modo arcaico y atávico de gestión política.  Por el contrario, asumir el poder como una construcción que requiere de acuerdos es una manera de diseñar una sociedad democrática de avanzada, superior a los modelos de imposición o subordinación propio de los modos populistas de acción política. 

El Papel de la UCR

Desde su origen, con un trabajo desarrollado en los tres siglos de la historia argentina, el Radicalismo se posiciona como la fuerza que, abrazada a los ideales permanentes de libertad e igualdad, se ofrece a la consideración de la sociedad, siempre con una propuesta asentada en la voluntad popular libremente expresada.

Hoy, esta generación de radicales enfrenta, tal vez, el desafío más exigente desde la inauguración democrática desde 1983. Es más exigente porque las amenazas vividas en los albores de aquel tiempo eran claras y se exhibían sin tapujos con los intentos de golpes de estado y el ataque guerrillero a una unidad militar durante el gobierno del Presidente Alfonsín.

Ahora, a diferencia de la época de la Guerra Fría, las amenazas no están dadas por las armas, sino porque la institucionalidad se descompone y corroe desde adentro, como se verifica en variados casos y en distintas geografías.

En primer lugar, debemos atender el cumplimiento de la regla de oro de la democracia: asegurar la posibilidad de la alternancia en el ejercicio del poder. Ello será posible si somos capaces de actualizar la propuesta política de la coalición que integramos, de la cual fuimos fundadores y que fue ratificada por tres plenarios de la Convención Nacional con muy amplias y crecientes mayorías.

Esa vocación coalicional, que implica soslayar la individualidad partidaria, pero poniendo a resguardo nuestra identidad, encuentra fundamento en la complejidad, conflictividad y diversidad de las sociedades modernas que hacen inviable que un partido político, por sí mismo, exprese esa realidad. De hecho, el último Presidente constitucional elegido en representación de un único partido fue el Dr. Alfonsín en el año 1983.

En esta era de coaliciones políticas, en el mundo y también en la región, el radicalismo debe aportar a Juntos por el Cambio su visión socialdemócrata contemporánea orientada a formular una propuesta que deje atrás el estancamiento económico, construyendo un patrón de crecimiento sustentado en una coalición social pro exportadora que permita recuperar la movilidad social ascendente que caracterizó, hasta mediados de los años setenta, la Argentina del trabajo, el estudio y el mérito.

Por cierto, nuestra coalición política debe también mejorar su funcionamiento. Para ello es imprescindible que se dote de reglas de juego para la toma de decisiones y mecanismos consensuados para la solución de controversias. Por caso, debe estar claro para los integrantes de la coalición que la selección de las candidaturas en todas las categorías, y en todos los distritos, deben estar legitimadas a través del sistema de las PASO, con arreglo a los criterios de paridad de género, aceptando la composición de listas con afiliados de los partidos integrantes de la coalición e independientes.

En nuestra coalición tenemos que asumir que los desafíos y urgencias del futuro inmediato de la post pandemia no tienen respuesta en la repetición mecánica de políticas públicas del pasado.

Así como no es conducente adherir a una cultura restauradora que se proponga volver a alguna época reivindicada de nuestra historia, nuestros ideales permanentes de igualdad y libertad para todos deben ser actualizados con ideas apropiadas para este mundo sujeto a cambios que, hasta hace poco, eran inimaginables. En esa nueva agenda, debe tener centralidad los desafíos del cambio climático, las múltiples desigualdades de nuestra sociedad, la economía digital y el ordenamiento territorial, entre otros.

Esa actualización debe darse con criterios de apertura y amplitud en un marco de institucionalidad creciente de nuestra coalición, que nos permita evitar los siempre dañinos virus de sectarismo, dogmatismo y personalismo.

La coalición que integramos debe proponerse ampliar su representación institucional que hoy cuenta con 142 legisladores nacionales -el 43% del total-, gobierna en 4 distritos donde viven 7 millones de argentinos, administra 6 capitales de Provincia donde residen 1,6 millones de compatriotas y otras 13 grandes ciudades con una población de más de 100 mil habitantes.

En este año decisivo de la Argentina, nuestro partido debe contribuir a ello de manera determinante. En principio contribuyendo a la definición de la plataforma política común y luego ofreciendo en las PASO los mejores candidatos.

Pero también, y muy relevante -dada nuestra extendida presencia en toda la geografía y nuestra capilaridad social-, comprometiendo a sus dirigentes, afiliados y simpatizantes en el empeño de contribuir a la construcción de una mayoría social para el cambio, a través de sus trabajos y relaciones en el movimiento estudiantil, los sindicatos, las asociaciones de profesionales, las cámaras empresarias y las organizaciones de la sociedad civil.

Sabemos que el desafío es singular y que los atavismos culturales son refractarios al cambio imprescindible. Sabemos que la voluntad oficial es, precisamente, evitar la posibilidad de la alternancia y, de ese modo, abrir las puertas a la consagración de un régimen de partido único. En ese régimen deseado, de tipo autocrático, los gobernantes no tienen el deber de responder por sus acciones.

Pero sabemos, también, que la acción política puede producir cambios culturales definitivos como, por ejemplo, cuando en 1983 terminamos para siempre con los golpes y las dictaduras que distinguieron nuestra historia hasta esa fecha inaugural.

Trabajar y esforzarnos en el ideal de construir una sociedad abierta, pluralista, en paz, con progreso social, respetuosa de todos los derechos e integrada al mundo es el núcleo del desafío de esta generación de radicales.

¡Y estamos comprometidos a estar a la altura de las responsabilidades!

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