lunes 4 de noviembre de 2024
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Hitler ya no vive aquí

En la noche en que los cuchillos que amenazaban la garganta del porvenir de Francia dejaron de brillar en aquella casa de la democracia que es ese país de admirable cultura, un amigo me envió por el teléfono un trozo inolvidable de la película Casablanca.

Es imposible no haber visto Casablanca; en todo caso, si se ha visto jamás se puede olvidar, desde el principio hasta ese final en el que la amistad, aunque fuera ficticia, irónica, forma parte de una despedida inesperada, en medio de una guerra que había nacido para destruir Europa y, si eso hubiera sido posible, el mundo entero.

La película reside en el tiempo como una muestra de los deseos de una época que parecía el preámbulo de la oscuridad. La vida siguió, más allá del celuloide, creando su mitología. Quizá el universo entero supo más de Francia, y de su himno, por aquella escena que de pronto recibí la noche del último domingo.

Llegó en el mismo instante en que se supo que la ultraderecha tronante, y atorrante, no iba a hacerse con el poder en ese país que una vez fue la mancillada flor de la democracia en medio de las gesticulaciones criminales de Adolfo Hitler.

Abrí el envoltorio en el que ahora vienen tantas noticias, el de la cibernética, como si fuera uno más de los regalos que nos hacen los amigos para que entretengamos la espera del día siguiente. Hasta que vi varias veces el contenido de ese celuloide y se llenó mi memoria de hechos que iban más allá del argumento de ese film ya imperecedero y, por supuesto, de la propia noticia de la noche: Francia se libraba de la amenaza ultra.

Recordar los hechos ayuda a explicar la metáfora. Un resistente contra el criminal más sanguinario de la época, y quizá de la historia, discute con Rick, en medio de los sonidos de la sala de juegos y de otras andanzas donde coexisten huidos de Hitler y seguidores de este. Rick y Víctor Lazlo escuchan de pronto que la milicia hitleriana inicia un himno que avasalla la sala con el propósito de incitar a los presentes a degustar los vapores letales de la guerra.

Lazlo se apresura a acallar aquel insulto, aquella apropiación indebida de la noche y del tiempo, pero la orquesta espera que Rick dé la orden. ¿Puede Lazlo romper la barbarie hitleriana, están los músicos facultados para desobedecer al poder armado? Rick dice que sí. De modo que, con la batuta de director en su mano, aquel patriota del mundo empezó a dirigir, con una enorme energía, La Marsellesa.

Tuve un amigo, mi maestro Domingo Pérez Minik, que fue colaborador de La Nación de Buenos Aires justo después de la guerra española, que a él lo dejó perseguido y prohibido como intelectual republicano, y socialista. En las noches de Santa Cruz de Tenerife, donde nació, donde vivió siempre, de donde enviaba colaboraciones literarias trufadas de hallazgos libertarios a su periódico argentino, don Domingo se alzaba sobre los pies de elegante caballero anglófilo e iniciaba un insólito recital. Era un hombre solo que tarareaba La Marsellesa como si dentro de esa música estuviera viviendo la palabra libertad.

Jamás olvido a este hombre de nobleza republicana y de cultura aprendida a pesar de la escasez española de aquellos tiempos. Él decía que la guerra civil española lo había dejado al rojo vivo, y ese color de sus ideas, y de sus recuerdos, era el que resaltaba cada vez que lo veíamos, con entusiasmo, con convencimiento, invocar ese himno para contrarrestar, como hacía Lazo en la película, el incendio musical hitleriano.

Ahora, viendo ese trozo de celuloide, esa especie de reliquia que sigue viva en el cine, no sólo me acordé de él, de don Domingo, aquel militante civil al rojo vivo, y de todos los que, en los largos ahogos que ha sufrido la democracia, en cualquier parte del mundo, sino también de lo que acaba de pararse en París, en Francia, en ese universo amenazado que en 1945 se lanzó a la calle para celebrar que Hitler ya no vivía allí, ni en ninguna parte.

Lo que ha sucedido ahora, poco después de las elecciones europeas, al lado mismo de las amenazas que embravecen a los ultras de este continente y de otros lugares del mundo, no es ajeno a aquel periodo que hizo temblar al universo en la época en que todos los demócratas estuvieron bajo la sospecha de ser rojos y por tanto reos posibles de cárceles y de campos de concentración.

En Europa, en tantas partes, en América Latina, en África, en los países árabes, en Oriente, esa amenaza que en aquellos años de oprobio tanto dañó a la democracia hasta, en muchos de los casos, hacerla desaparecer, forma parte de una memoria que no se apaga. En las zonas más íntimas de la memoria de los países están los símbolos que encarna aquel momento en que Lazlo se pone al frente de una orquesta que reclama libertad; en este momento me vienen a la memoria los muertos de las dictaduras, en Chile, en Argentina, en Buenos Aires, en Buchenwald, en Valencia o en Andalucía, saltan a mi memoria del siglo XX las manos de Víctor Jara, los rostros de las mujeres que fueron a morir en Madrid conducidas por los que perseguían el mismo horizonte oscuro que el Führer…

Le escucho contar a Jorge Semprún sus años de cautiverio, escucho en mi casa cómo a mi padre se le quiebra la voz cuando mi madre le dice que cuidado con lo que profiere en alto porque pueden escuchar lo que se diga y ser esto argumento de pena de muerte… Y lo que sucedía, en cada uno de esos ámbitos del miedo, es lo que pasó, pero nadie ha escrito, eso no se puede escribir, que eso mismo no suceda otra vez.

En España, por ejemplo, hubo hace un año exactamente una amenaza cierta de que aquella avalancha de la ultraderecha se hiciera con el campo y los estadios y la tierra y las cárceles para ingresar allí a los emigrantes sin papeles, para poner en su sitio a los díscolos que quisieran subvertir un futuro falseado como aquel que Hitler obligaba a cantar a los chicos limpios de su ejército de muchachos. Tomorrow belongs to me…

Los que consideraban que el futuro era de ellos, tenía que serlo, sufrieron en la España de 2023 una frustración que aun penan. Es la esencia de su trabajo contra cualquier gesto de libertad para imponer ellos su idea de libertad, que es la de ser libres sólo ellos mismo frente a la libertad de todos.

Antonio Machado, que fue arrastrado al exilio en Francia, cuando se estaba acabando la guerra civil española, dejó dicho este verso: “Tu verdad no, la verdad; y ven conmigo a buscarla, la tuya guárdala”.

Cuando escuché La Marsellesa este domingo me sentí dentro de esa bandera de libertad de Machado o de mi maestro Pérez Minik. Era como si Lazlo, el que mandó a tocar una marcha que parecía el himno de una revolución, estuviera diciendo que Europa no podía perder el territorio de libertad que nació, después de Hitler, en 1945. A veces regresa la fanfarria patriótica que soliviantó incluso a Rick, aquel descreído que ennobleció su vida regalando su pasaje al hombre que era el compañero de Ilsa, Ingrid Bergman en la película…

Era 1942, la guerra seguía, y parecía que aquel ultra, Hitler, se iba a hacer con Europa y luego con el mundo. Pudieron, contra él, la resistencia que durante décadas ha barrido de Europa la presencia ultra, su terrible amenaza.

Publicado en Clarín el 14 de julio de 2024.

Link: https://www.clarin.com/opinion/hitler-vive_0_zKu9nkcCB8.html

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