En los últimos tiempos la palabra “territorio” ha adquirido notable relevancia, y se usa en diferentes ocasiones: se habla de política territorial, anclaje territorial o de “ir al territorio”. Asimismo, y en relación al territorio nacional, se suele decir que es necesario “ordenarlo”. Vale la pena, por lo tanto, detenernos en esa palabra tan de moda para aclarar algunas cosas.
En primer lugar ¿Qué es un territorio? En términos generales podríamos decir que es el resultado del paso del tiempo sobre un espacio concreto donde se van creando, desapareciendo y recreando marcas y señales que se superponen.
La población, sus actividades, sus obras y la impronta de la Naturaleza son esas “marcas” dinámicas que se distribuyen y redistribuyen, forjando una historia, una identidad y una cultura territoriales en la sociedad que lo habita.
Si ponemos el foco en cómo se organiza ese territorio sobresalen dos dimensiones superpuestas: la distribución de las personas y la fragmentación formal administrativa. Estas dimensiones están separadas pero muy relacionadas y a veces pueden entrar en contradicción o conflicto.
El territorio de la Argentina incluye la superficie terrestre que el Estado reivindica como propia. En su parte continental cubre unos 2,8 millones de km2 y está habitado por una población que en 2010 era de algo más de 40 millones de habitantes. A lo largo de su historia este amplio territorio se fue organizando formalmente en unidades menores (que podemos llamar de segundo orden, siendo el primero el país en su conjunto), las provincias, que a partir de 1990 (cuando desapaturas rece el territorio nacional de Tierra del Fuego) llegan al número de 24. Cada una de ellas tiene un gobierno autónomo y una ciudad capital.
El tamaño de esas provincias es muy variable, ya que va de los más de 300.000 km2 de Buenos Aires a los 22.000 de Tucumán; también lo es su población, de 16 millones para la primera y 127.000 para Tierra del Fuego.
Las provincias fueron generando un fuerte sentido de identificación en sus habitantes, identidad que ha sido y sigue siendo de suma importancia, ya que se manifiesta en diferentes circunstancias, por ejemplo en las discusiones sobre el federalismo o la coparticipación.
Cada provincia está dividida en unidades de tercer orden, llamadas departamentos, salvo en la provincia de Buenos Aires donde se llaman partidos. En el país hay 502 de estas unidades y su número en cada provincia es variable, ya que su definición depende de las legislarespectivas. Los departamentos carecen de autoridad de gobierno y su finalidad es servir como base para la elección de representantes legislativos provinciales, así como de marco geográfico estadístico, censal, catastral y para definir la jurisdicción de organismos como la justicia o la policía. Cabe aclarar que la ciudad de Buenos Aires es un caso muy particular, que hace las veces de una provincia, pero está subdividida en comunas que no tienen esas funciones.
Los departamentos y partidos son unidades territoriales notablemente permanentes en el tiempo, ya que en los últimos 50 años solo 5 de las 24 provincias han modificado su número y solo en dos casos de manera significativa. En general el departamento es una unidad territorial que no genera sentido de pertenencia territorial entre sus habitantes. Son, desde ese punto de vista, territorios “fantasmas”.
La concentración de población en pueblos y ciudades ha llevado a la creación de unidades territoriales de cuarto orden, los municipios, de los cuales hay algo más de 2.200. Estos son de distinto tamaño, ya que van desde pequeños pueblos de 1000 habitantes o menos, hasta ciudades donde viven decenas y aun centenas de miles de personas. Todos tienen una función de administración territorial definida en un gobierno, que puede ir desde un simple delegado municipal elegido por el gobierno provincial a autoridades electivas, con un intendente y un cuerpo legislativo.
Su territorio también es muy variable. En algunos casos solo cubre el área urbana y poco más; en otros incluye el área rural, según los limites dispuestos por el gobierno provincial. Esto hace que en algunos casos los municipios cubran todo el departamento, mientras que en otros resultan como “islas” que flotan en un área rural sin un gobierno específico. Muy pocas veces, tal como en la provincia de Buenos Aires, los partidos se corresponden exactamente con una unidad del cuarto nivel.
Es en el nivel municipal donde la tensión entre la velocidad del crecimiento demográfico y la relativa lentitud de los cambios de límites es más evidente, como se vio en el Gran Buenos Aires cuando en 1974 su crecimiento hizo que se crearan cinco partidos/municipio nuevos.
Los municipios constituyen el territorio de pertenencia de sus habitantes en la escala local, y esa identidad juega un papel fundamental desde el punto de vista social y político, sobre todo al momento de buscar modificaciones en temas del interés de la población, como sucede en el caso de las mejoras en la infraestructura o la seguridad.
Como vimos, desde hace un tiempo se viene discutiendo el tema de la necesidad de “ordenar el territorio”, que se relaciona con la distribución de la población y sus actividades. Pero, al menos desde el punto de vista administrativo, nuestro territorio ya está ordenado. Si ese ordenamiento estuvo bien o mal hecho, es una cuestión de opinión relacionada la otra acepción de la palabra “ordenar”: “encaminar una cosa a un fin determinado”. Si pensamos que el territorio está mal ordenado ¿se trata simplemente de proceder a reordenarlo? Parecería un poco simplista, ya que supone al territorio como causa y no como consecuencia de un conjunto complejo de procesos políticos, económicos e ideológicos que desembocan en ese presunto “desorden”.
Si llevados por mitos del sentido común, tales como la vuelta al campo, la mala distribución de la población o la excesiva concentración urbana, tratamos de modificar el mapa de la administración y reubicar a la población sin atender primero a esas causas ni tener en cuenta la fuerza de la identidad territorial, nada indica que podamos tener éxito. Muy por el contrario, en los pocos intentos internacionales conocidos, de estilo militar/burocrático, los resultados fueron escasos y los costos sociales enormes: millones desplazados por las fuerza, separaciones familiares, suicidios… y las cosas volvieron a ser como antes, pero peor. Eso sí, ordenadas.
Publicada en Clarín el 24 de noviembre de 2020.